
En el otoño de 1982, Chicago vivía un clima de recesión económica, desigualdad social y confianza generalizada en los productos de consumo cotidiano en Estados Unidos, pero nada hacía pensar que los últimos días de septiembre una serie de muertes súbitas encendería las alarmas de todo el país. En pocas horas, siete personas murieron luego de tomar cápsulas de Tylenol Extra Fuerte contaminadas con cianuro de potasio. La primera víctima fue Mary Kellerman, una niña de 12 años. A ella, siguieron otras personas que murieron en circunstancias similares.
Lo que se inició fue una investigación entre nieblas: no sabían qué estaba pasando ni por qué hasta que saltó el nexo que unía esas muertes. La policía descubrió más tarde que alguien había manipulado los frascos del medicamento de venta libre. El caso generó una crisis sin precedentes en la salud pública y puso en jaque la seguridad de los productos más comunes del hogar. La amenaza parecía aleatoria, imposible de anticipar.
Cuando se supo qué pasaba, la reacción fue inmediata y la compañía que los producía sacó de la venta millones de frascos y colaboró con quienes realizaban las investigaciones, mientras el país exigía respuestas. Aunque tras el caso se reformaron leyes y se creó nueva normativa para proteger a los consumidores, el o los responsables nunca fueron identificados; James W. Lewis, quien fue condenado en 1983 a 20 años de prisión por intento de extorsión tras exigir un millón de dólares a la compañía fabricante, a cambio de detener los envenenamientos con sus conocimientos, nunca fue acusado formalmente por los asesinatos y, más de cuarenta años después, el caso sigue abierto.

“¡No consuman Tylenol!”
El 29 de septiembre de 1982, Mary Kellerman, una niña de 12 años oriunda de la localidad de Elk Grove Village, despertó sintiéndose resfriada y le pidió al padre no ir a la escuela. Se quedó en casa y para calmar ese malestar, le dio una cápsula de Tylenol Extra Fuerte, el analgésico y antipirético de venta libre más usado en el país.
No pasó mucho tiempo para que Mary comenzara a apagarse: se descompensó mientras estaba en el baño. Su padre la encontró tirada en el suelo, con los ojos abiertos, sin poder hablar ni moverse. Murió poco después en el hospital. Se había convertido en la primera víctima del Tylenol aunque aún nadie lo sabía.
Horas más tarde, a pocos kilómetros de distancia, Adam Janus, de 27 años, también murió repentinamente luego de tomar el mismo medicamento porque sentía un dolor en el pecho. Hasta ese momento, eran dos casos aislados que no habían salido más allá de las paredes de sus casas. El verdadero horror se desató cuando Stanley Janus, hermano de Adam, y su esposa Theresa fueron acompañar a la familia luego de despedir a Adam: ambos se sentían aturdidos, con dolor de cabeza a causa del llanto y la situación que estaban viviendo. Para calmarlos, también tomaron cápsulas del mismo frasco que las había Adam... La pareja murió, uno tras otro. Había algo extraño que causaba esas muertes, pero todavía ni se sospechaba qué era.

En las siguientes horas, Mary McFarland, Paula Prince y Mary Reiner murieron en circunstancias similares. ¿Qué unía esas extrañas muertes? Todas esas personas habían consumido cápsulas de Tylenol en una zona de Chicago. El desconcierto que hasta entonces reinaba se transformó en una alarma: ¿Qué estaba matando a estas personas sanas, de diferentes edades y sin relación entre sí?
La respuesta llegó gracias a la aguda observación de una funcionaria de salud pública local, Helen Jensen, quien notó algo extraño en los frascos utilizados. Mandó a examinarlos y las pruebas de toxicología confirmaron lo impensable: las cápsulas habían sido manipuladas con cianuro, una sustancia altamente letal. Los investigadores convocaron una conferencia de prensa urgente y advirtieron a la comunidad: “¡No consuman Tylenol!".

El pánico
Lo que siguió fue un caos sin precedentes en el país. Las farmacias y supermercados de Chicago comenzaron a retirar apresuradamente los frascos de Tylenol de sus estantes. Un grupo conformado por funcionarios locales de salud pública, policías y personal del Departamento de Salud de Chicago, comenzaron una recorrida casa por casa pidiendo a los vecinos que revisaran sus botiquines y tiraran a la basura cualquier envase del medicamento. Primero fue esa ciudad, luego el país entero entró en pánico.
Para los consumidores, la situación era aterradora: un producto cotidiano, que solían tener en casa porque les daba alivio y bienestar, se había convertido en una amenaza invisible y mortal. El caos empeoraba con las horas porque no se sabía cuántos frascos estaban contaminados, ni cuántas personas más podrían estar en peligro. Incluso las aduanas comenzaron a preguntar a los turistas si llevaban Tylenol encima.
La compañía que los fabricaba, Johnson & Johnson, enfrentó una crisis monumental. Pero no demoraron en responder como se esperaba y detuvieron la producción, cancelaron todas las campañas publicitarias y ordenaron el retiro de más de 31 millones de frascos del mercado, a un costo millonario. Además, ofrecieron a los consumidores cambiar sus cápsulas por tabletas sólidas, más difíciles de adulterar.
Pese a eso, el miedo estaba instalado y se propagó tanto que afectó incluso las celebraciones de Halloween de 1982. En muchas localidades recomendaron evitar el tradicional “truco o reto”, ante el temor de que alguien pudiera distribuir golosinas envenenadas. Aunque no hubo casos confirmados de este tipo, el daño psicológico ya estaba hecho. La confianza en los productos de consumo masivo se había quebrado.

Un rompecabezas
La investigación fue inmediata, pero compleja. Las cápsulas contaminadas provenían de distintos lotes y habían sido fabricadas en plantas diferentes, una en Texas y otra en Pensilvania. Esto indicaba que el sabotaje no ocurrió en la producción, sino una vez que el producto ya estaba en los estantes de distintos comercios. El responsable había tomado frascos al azar, adulterado las cápsulas con cianuro y luego los había devuelto a la venta.
Las cápsulas contaminadas fueron vendidas en varios comercios del área de Chicago, entre ellos la cadena Walgreens y Osco; y Jewel Foods y Dominick’s, entre otras farmacias y supermercados. La policía, que rastreó frascos contaminados en múltiples comercios, descubrió detalles escalofriantes ya que algunos frascos contenían hasta tres veces la dosis letal de cianuro. El método era simple, letal y muy difícil de rastrear.
Lo que resultó revelador y clave fue la imagen captada por una cámara de vigilancia: Paula Prince comprando el Tylenol en una farmacia Walgreens. La imagen la muestra en la línea de cajas, justo cuando compra el frasco mortal. Detrás, ligeramente descentrado, aparece un hombre con barba, a poca distancia de ella. La policía consideró que ese hombre podría ser el sospechoso que adulteró la medicación, pero nunca fue identificado. A falta de pruebas concretas, los investigadores recurrieron a estrategias poco convencionales, como vigilar la tumba de Mary Kellerman, con la esperanza de que el asesino regresara.
Ante la falta de datos concretos y de responsables, la presión mediática fue intensa, pero no generó avances concretos en la investigación. A pesar de que la investigación masiva involucró al FBI, la FDA y agencias locales, no se encontraron pruebas físicas concluyentes que apuntaran a un culpable.
Las cápsulas adulteradas eran anónimas, y el criminal había sido demasiado meticuloso... Ante los ojos de la ley, seguía siendo un fantasma.
James W. Lewis, el sospechoso
Días después de las primeras muertes, Johnson & Johnson recibió una carta anónima. Una persona le exigía un millón de dólares a cambio de “detener la matanza”, aseguraba, y decía, con evidente frialdad, lo fácil que era introducir cianuro en cápsulas de venta libre.
Esa carta estaba firmada con el nombre del antiguo jefe de la esposa del verdadero autor, un intento poco inteligente de desviar la culpa. Aunque fue un error torpe, la amenaza que contenía fue suficiente para que se iniciara una investigación en su contra.
Pronto llegaron hasta James William Lewis, un hombre con historial de fraude y múltiples alias. Fue arrestado en una biblioteca de Nueva York en diciembre de 1982. Cuando fue interrogado, Lewis detalló exactamente cómo se podrían haber envenenado las cápsulas, pero afirmó que no estaba confesando, sino especulando sobre un “escenario posible”, como si se tratara de un ejercicio analítico.

Tenía conocimientos farmacéuticos, experiencia en maquinaria de laboratorio y un historial turbio. Cuando ampliaron las investigaciones, encontraron huellas suyas en libros sobre envenenamiento y la carta que había dejado tenía estampada en sello una fecha anterior a la difusión pública de los primeros casos de muertes por Tylenol, lo que aumentaba las sospechas. Aun así, nunca se encontraron pruebas físicas que lo vincularan directamente con las cápsulas contaminadas.
Lewis fue condenado a prisión por intento de extorsión y pasó más de una década preso. En 2009, el FBI reabrió el caso y allanó su vivienda. Más tarde, tanto él como su esposa entregaron voluntariamente muestras de ADN. Ninguna coincidió con las presentes en los frascos contaminados. Lewis murió en 2023 sin haber sido acusado formalmente de los asesinatos.
Hasta la fecha, la causa de las muertes por Tylenol no tiene culpables.
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