
El 12 de septiembre de 1940, un hecho tan fortuito como trascendental marcó el hallazgo de una de las reservas arqueológicas más importantes del siglo XX.
En tiempos de la Segunda Guerra Mundial, en las cercanías de la villa de Montignac, al sudoeste de Francia, cuatro niños, impulsados por la curiosidad tras la desaparición de su perro en una madriguera de zorro situada en la colina de Lascaux, comenzaron a excavar el terreno con el único propósito de rescatar al animal.

Sin prever la magnitud de lo que estaban por descubrir, los jóvenes —entre quienes se encontraba Marcel Ravidat— lograron ampliar el hueco hasta conseguir una abertura por la cual pudieron deslizarse al interior de la tierra.
La escena era propia de un relato de aventuras: equipados con una lámpara improvisada, Ravidat, Jacques Marsal, Georges Agnel y Simon Coencas, descendieron con cautela hacia la penumbra, donde lo que aguardaba no era sólo la posibilidad de encontrar a su mascota, sino un universo ignoto.

Apenas cruzaron el umbral, comenzaron a explorar los pasajes subterráneos. En el Divertículo axial, sus linternas revelaron dibujos grabados y pintados en las paredes, una visión tan inesperada que resulta imposible no imaginar el asombro paralizante que debieron experimentar. Sin demoras y todavía bajo el influjo del desconcierto, decidieron volver al día siguiente, esta vez mejor pertrechados con linternas más potentes y mayor determinación.
En esa segunda incursión, el grupo recorrió zonas aún más profundas del laberinto rocoso, quedando completamente absortos ante la amplitud y variedad de las figuras representadas. Las imágenes resultaban mucho más complejas y abundantes de lo que cualquier antecedente local hubiera podido anticipar.

Impresionados por la magnitud del descubrimiento, los niños comunicaron su hallazgo a su profesor, quien comprendió al instante la trascendencia del evento. La noticia se propagó con rapidez en la comunidad educativa y científica local, iniciándose así el proceso de excavación sistemática y documentación del sitio.
Este fenómeno de casualidad orquestada por la infancia y la naturaleza sentó las bases para un proceso de exploración que culminaría, en apenas ocho años, con la apertura de la cueva al público en 1948. A partir de entonces, la Cueva de Lascaux se transformó en uno de los máximos exponentes del arte rupestre paleolítico.

La Cueva de Lascaux se emplaza en una región que, desde el Paleolítico superior, funcionaba como epicentro de civilización humana. Sus muros ofrecen un registro extraordinario de actividad pictórica y grabados realizados entre los años 17.000 y 15.000 antes de Cristo.
En el interior del sistema subterráneo, casi 600 pinturas, mayormente de animales, cubren las superficies curvas e irregulares de la piedra. Además, se han identificado cerca de 1.400 grabados complementarios, lo que convierte a ese sitio en una de las concentraciones artísticas más notables del período.

Los motivos predominantes corresponden a caballos, que ocupan una posición central en la iconografía, seguidos por venados, uros (una especie de bovino extinta), cabras salvajes, bisontes y, en menor medida, felinos como leones u osos.
Entre las figuras, uno de los aspectos destacables es la aparición de representaciones humanas, así como un conjunto de signos abstractos cuya interpretación aún divide a los especialistas. La riqueza visual se ve intensificada por la variedad de técnicas: mientras que muchos pigmentos se aplicaban utilizando los dedos, también se empleaban cepillos de pelo, musgo y huesos -el pigmento podía ser soplado sobre la superficie o extendido mediante rudimentarios pinceles artesanales-.

El origen de los pigmentos implica que recorrían largas distancias entre la fuente y la cueva y además, un conocimiento avanzado de los recursos minerales de la época. El rojo se obtenía a partir de la hematita y variantes de ocre; el amarillo provenía del oxihidróxido de hierro y el negro, del carbón o del óxido de manganeso.
La fuente más cercana de óxidos de manganeso se localizaba a 250 kilómetros de distancia, en los Pirineos centrales, lo que demuestra la sofisticada red de abastecimiento y el esfuerzo invertido por aquellos grupos humanos. Se ha establecido que en ocasiones, los pigmentos eran molidos, mezclados o calentados antes de su aplicación final.
La iluminación en las galerías más profundas se lograba gracias a lámparas de arenisca alimentadas con grasa animal, cuya luz tenue y el humo circundante recreaban un ambiente singular mientras los artistas trabajaban. En las excavaciones se hallaron herramientas de piedra —algunas usadas especialmente para tallar grabados—, utensilios de hueso con restos de pigmentos y fragmentos de cuerno de reno, así como conchas perforadas que evidencian prácticas ornamentales extendidas entre los habitantes del continente europeo durante esa época.

El recorrido interno se inicia por la entrada vestibular —un espacio donde la luz solar aún penetra tenuemente— y que probablemente fue habitado de manera más prolongada, en contraste con los ambientes interiores utilizados sólo temporalmente para el trabajo pictórico.
El primer gran salón, conocido como la Sala de los toros, presenta una composición espectacular. Cuatro grandes uros, majestuosos y en posición circular, dominan la sala, dispuestos en torno a figuras de caballos y venados en huida. El relieve de la roca se emplea para resaltar cuernos, hocicos y siluetas, permitiendo una representación vibrante y naturalista. Los animales se pintan de perfil, aunque sus cuernos a menudo adoptan perspectivas inusuales, sugiriendo un refinadísimo dominio técnico.
En la Sala de los toros se destaca una yegua en aparente estado de preñez adornada con una protuberancia en la cabeza —quizá un cuerno— y una enigmática figura de apariencia híbrida, con pelaje de pantera, cola de venado, joroba de bisonte, dos cuernos y un miembro masculino prominente. Las interpretaciones sobre el sentido de estas imágenes varían, pero la profunda complejidad narrativa permanece inalterada.

Desde la cámara principal, un pasadizo conduce al llamado Divertículo axial, al que se ha dado en llamar “La Capilla Sixtina de la Prehistoria” debido a la riqueza de sus decoraciones. En ese sector, el techo despliega una profusión de figuras: uros rojos cuyas cabezas conforman un círculo, un imponente toro negro enfrentado a animales rojos dispuestos como si saltaran una cerca dibujada bajo sus pezuñas, y caballos representados de modo innovador —como el denominado “caballo chino”, plasmado con perspectiva—. Incluso se aprecia a un caballo galopante cuya melena parece mecida por el viento, junto a otro ejemplar que yace patas arriba.
Otra galería, conocida como el Pasaje, alberga fundamentalmente grabados, con adiciones pictóricas que continúan la pluralidad zoológica iniciada en las salas anteriores. La Nave, que parte del Pasaje, reúne un toro negro de volumen sobresaliente junto a dos bisontes cuya actitud permite percibir movimiento y tensión. En la pared opuesta, cinco venados se disponen en actitud nadadora, mientras que el Gabinete de los felinos —espacio contiguo— concentra a varios depredadores, en especial leones reproducidos a través de incisiones en la piedra.
En el recinto conocido como el Pozo, las escenas adquieren una dimensión narrativa aún más intensa. Aquí se observa, junto a un bisonte herido que expone vísceras desgarradas, la figura de un rinoceronte lanudo, un ave posada sobre un palo, y un hombre desnudo representado con un miembro erecto. La excepcionalidad de esa composición pone en relieve la capacidad simbólica de los autores, y sugiere historias para las que todavía no hay una interpretación definitiva.

A pesar del deslumbramiento que despierta, la situación actual de la cueva original dista mucho del esplendor que conoció tras su apertura al público en 1948. El progresivo aumento de visitantes determinó, a mediados del siglo XX, un fenómeno no previsto: la formación de una capa de algas sobre las paredes y, posteriormente, el crecimiento de hongos que amenazaron con causar daños irreparables en las pinturas.
Esos elementos, resultado directo de la alteración del ambiente interno por la afluencia humana, forzaron a las autoridades francesas a tomar una decisión drástica. En 1963, y con el fin de asegurar la preservación del arte rupestre, la cueva fue cerrada al público de forma indefinida.
Desde entonces, las tareas de conservación y restauración han sido ininterrumpidas. El equipo encargado enfrenta dificultades persistentes: la erradicación de microorganismos y la estabilización del microclima de la cueva representan una lucha constante, en la que cada intervención es cuidadosamente analizada para evitar cualquier perjuicio adicional a los pigmentos milenarios. Pese a los esfuerzos no se ha logrado eliminar completamente la amenaza.

Ante la imposibilidad de acceso al original, en 1983 se llevó a cabo la construcción de Lascaux II, una réplica minuciosa de la gran Sala de los toros y la Galería Pintada, situada a sólo 200 metros de la cueva auténtica. Esa imitación busca reproducir las condiciones estéticas del sitio ancestral y brindar a los visitantes una experiencia cercana a la que de otro modo sería inalcanzable.
De este modo, mientras la lucha por la conservación de la cueva continúa, Lascaux II permanece como testimonio tangible de la capacidad artística y la complejidad social de los pueblos paleolíticos. Y todo empezó por casualidad, cuando el 12 de septiembre de 1940, hace 85 años, un perro llamado Robot se perdió y hubo que buscarlo.
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