
Vestido con el característico suéter rojo de los condenados, Hamida Djandoubi estaba atado de manos y los pies con una cuerda. Podía caminar, pero no escapar ni resistirse a lo que lo esperaba. Le descubrieron el cuello, cortándole la ropa con unas tijeras para evitar que la cuchilla se atascara; con algo de cuidado, le bajaron el suéter por los brazos. No pudo fumar el último cigarrillo y apurado bebió una copa de licor. Todo estaba listo: en unos minutos, la vida del condenado, y la de la guillotina, llegaba a su final.
La guillotina había nacido siglos antes con una promesa de “humanidad” que llegaba para acabar con la crueldad de los métodos de ejecución medievales... Su hoja de acero no solo pretendía cortar cabezas, sino también una larga tradición de torturas lentas y exhibidas con crueldad. Lo que empezó como una herramienta de igualdad ante la muerte (la misma para nobles y plebeyos) terminó convirtiéndose en uno de los símbolos más crudos de una justicia sin piedad.
En Francia, el cruel artefacto quedó unido a la Revolución de 1789, cuando se convirtió en un espectáculo público que fascinaba a quienes se agolpaban para verla y se aterraban a la vez. Durante siglos, el eco metálico de su caída fue sinónimo del poder absoluto del Estado. Hasta el 10 de septiembre de 1977. Djandoubi, condenado por torturar y asesinar a su ex pareja, fue el último en enfrentarla. Cuatro años después, en 1981, el presidente francés François Mitterrand abolió la pena de muerte en Francia.

El verdugo de acero
El origen de la guillotina se remonta a la Revolución Francesa. Pensarla hoy como una herramienta “más humana”, concebida como un símbolo de modernidad, racionalidad y justicia igualitaria suena hasta extraño. Pero en el mundo donde la nobleza y el pueblo enfrentaban penas distintas, el filo de su cuchilla prometía un trato “justo” y uniforme ante la muerte... Sin embargo, esta herramienta nacida para acabar con torturas prolongadas y exhibiciones crueles, terminó siendo un emblema frío y aterrador del poder estatal. Durante casi dos siglos, su ruido metálico marcó el final de miles de vidas y el morbo de una sociedad que oscilaba entre la brutalidad y el deseo de civilización.
Con el paso del tiempo, las ejecuciones públicas fueron se hicieron parte de lo cotidiano, generando una macabra fascinación entre los vecinos que participaban del convite y arengaban al verdugo... Pero, eso cambió radicalmente con la ejecución de Eugène Weidmann, en 1939. Weidmann, un asesino serial conocido por sus crímenes violentos, fue guillotinado frente a una multitud en Versalles. Lo que debía ser un acto más de justicia se convirtió en un espectáculo morboso, con cámaras de cine capturando la decapitación.

Las terribles imágenes no tardaron en llegar a cada rincón del país —hoy se diría que se viralizaron—... Verlas provocó una ola de indignación pública y política, cosa que provocó que el gobierno prohibiera las ejecuciones en público. De ahí en más, todo se hizo a puertas cerradas, de manera más discreta, pero no menos crueles.
La prohibición de las ejecuciones públicas no eliminó el debate moral en torno al uso de la guillotina y la pena de muerte, en general. Esa máquina de acero, dejó de ser símbolo de una justicia implacable para comenzar a ser vista como una herramienta cruel, pasada en el tiempo, pero posible de superarla. Mientras el mundo avanzaba en la protección de los derechos humanos y la dignidad de las personas, la existencia de la guillotina en Francia parecía un vestigio incómodo de épocas anteriores.
Este cuestionamiento fue más fuerte en la segunda mitad del siglo XX, cuando otros países europeos fueron eliminando progresivamente la pena capital. Francia, pese a ser la cuna de la guillotina, demoró en abolirla, hasta que el caso de Hamida Djandoubi y su ejecución marcaron el punto final de una era.

Hamida Djandoubi, el último decapitado
Hamida Djandoubi fue el último condenado a muerte en Francia. Había nacido en Túnez y emigrado a Francia en busca de una vida mejor, como muchos que vivieron las complejidades sociales y migratorias de la posguerra europea. Fue condenado a la pena capital por el secuestro, tortura y asesinato de su expareja. Su caso abrió debates más allá del delito.
Durante sus años en prisión, Djandoubi agotó todos los recursos legales y apeló por una clemencia que nunca llegó. En las horas previas a su ejecución, pidió que se cumplieran sus últimos deseos, como gesto de resignación ante un destino que ya no podía evitar. Estas escenas, en apariencia triviales, terminaron por simbolizar la crudeza de la justicia capital en un mundo que comenzaba a buscar otros caminos.

Su caso también abrió un debate incómodo en la sociedad: como inmigrante magrebí en Francia, la aplicación de la pena de muerte a un extranjero puso en cuestión la equidad y humanidad del sistema penal francés. Surgieron preguntas sobre el papel del Estado en el trato a sus poblaciones más vulnerables y marginadas. No se trataba de minimizar la gravedad del crimen, sino de reflexionar sobre los límites del poder punitivo.
Su ejecución ocurrió en la prisión de Baumettes, en la madrugada del 10 de septiembre de 1977. Fue un acto que traspasó la justicia para convertirse en un símbolo dramático: la guillotina dejó de ser un instrumento para transformarse en un espejo donde la sociedad veía reflejado el costo de mantener un castigo irreversible. Su muerte no solo cerró un capítulo judicial, sino que dejó una marca indeleble en la sociedad y la ley penal, abriendo el camino para la abolición.

Tras su muerte
Antes de su ejecución, el debate abolicionista ya había ganado fuerza en Francia y en gran parte de Europa Occidental. La influencia de organismos como el Consejo de Europa y la Convención Europea de Derechos Humanos marcaba un cambio de época ya que los valores democráticos y el respeto a la vida comenzaban a imponerse sobre las lógicas del castigo ejemplificador. En ese contexto, la muerte de Djandoubi no solo fue el fin de un caso judicial, sino también un punto de inflexión político y moral que apuró definiciones que ya no podían postergarse.
La abolición definitiva de la pena de muerte, en 1981, fue impulsada por el presidente François Mitterrand y su ministro de Justicia, Robert Badinter, un firme opositor de la pena capital. No fue simplemente un cambio en la legislación. Se trató de una expresión que buscaba una transformación cultural que colocaba los derechos humanos en el centro del pacto democrático.
Mientras Francia se sumaba a esa tendencia, en otros países el camino era más desigual: Estados Unidos mantenía la pena capital en varios estados; y en Asia y América Latina las posturas oscilaban entre la abolición progresiva y su reafirmación bajo regímenes autoritarios.
Con el paso del tiempo, la guillotina se convirtió en una pieza de museo: un objeto incómodo que recordaba la violencia estatal del pasado. Esa última ejecución dejó de ser un hecho histórico y se transformó un aberrante acto que marcó el fin de una era.
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