
La noche que todo terminó era inusualmente cálida en Austin. La brisa apenas movía los arbustos que rodeaban la inmensa propiedad de los Beard, lejos del ruido del centro. Alrededor de las 2:30 de la madrugada, el silencio doméstico se rompió con la violencia de un disparo. El dormitorio principal, decorado con gusto texano y registros de una vida de privilegios, quedó teñido por la sangre. Steven Beard, en bata, intentó sentarse sobre la cama. En su abdomen, la herida crecía y se expandía como una amenaza inevitable.
Un hilo de voz alcanzó el teléfono:
—Me dispararon… —jadeó Steven. La operadora del 911 logró obtener una ubicación antes de que la línea se llenara de estática y quejidos. La noticia recorrería pocas horas después todo Estados Unidos. El magnate televisivo Steven Beard había sido atacado en extrañas circunstancias dentro de su propio hogar.
La casa, escenario de reuniones sociales y celebraciones de beneficencia, esa noche se volvió prueba material. La policía llegó en minutos. Encontró a Celeste Beard, la esposa del millonario, vestida con un camisón satinado. Lloraba, pero componía el gesto de modo frío, como quien se sabe observada. Detrás de las lágrimas no había histeria.

La ascensión de Celeste
Celeste Beard Johnson nació lejos de las lujosas colinas de Texas y de las piscinas bordeadas de mármol. Su infancia, marcada por el abandono y la ausencia de figuras estables, transcurrió entre estados y hogares sustitutos. Describía a su madre biológica, Barbara, como fría y ausente. A los pocos años, fue entregada en adopción definitiva. Su carácter se forjó entre necesidades y los anhelos de una vida sin carencias.
A los 17 años, Celeste quedó embarazada de gemelas, Jennifer y Kristina. El embarazo adolescente selló sus opciones; se casó joven y vivió durante años encadenada a trabajos de baja remuneración. Su belleza y sagacidad le abrieron puertas en restaurantes de alto perfil y clubes sociales, donde aprendió a leer a los hombres acaudalados que llenaban esos salones con historias y promesas propias del sur estadounidense.
Fue en el Austin Country Club donde conoció a Steven Beard. En ese momento, él tenía setenta y dos años y gozaba de un lugar prominente en la high society texana, tras haber acumulado su fortuna como director de una cadena de televisión local. Encandilado por la juventud y la vitalidad de Celeste, Steven la cortejó rápido, convencido de que su presencia traería alegría a la mansión en la que vivía desde la muerte de su primera esposa.
Se casaron en 1995, apenas siete meses después de conocerse. Los primeros años parecieron la realización de los sueños de Celeste: joyas costosas, vacaciones exóticas y banquetes con los nombres más notables de Austin. Sin embargo, pronto surgieron disputas. Steven sentía que Celeste gastaba en exceso y buscaba afecto fuera de la relación. Ella, por su parte, comenzó a hablar de sentirse sola y “en una jaula de oro”, vigilada y menospreciada.

En el testimonio de quienes frecuentaban sus cenas, la figura de Celeste era magnética pero imprevisible.
—A veces se comportaba como la reina del lugar, y a los veinte minutos te despreciaba por no pertenecer a su círculo —relató una conocida de la familia en el juicio.
El disparo y los primeros indicios
El disparo que hirió a Steven Beard no lo mató de inmediato. Durante semanas, el empresario se mantuvo internado en terapia intensiva—aferrado a la vida con la disciplina de quienes nunca ceden ante el desastre—, mientras la policía tejía con paciencia el tapiz de una investigación que parecía sencilla en apariencia. Fallecería poco después, debido a complicaciones derivadas del disparo.
Al revisar las cámaras de seguridad, las llaves del inmueble y los registros de entrada, los investigadores notaron que nada estaba forzado. No había huellas de intrusos, ni faltaban objetos de valor. Muy pronto, la hipótesis de un robo salió del tablero.
En el hospital, Steven alcanzó a declarar entre jadeos y dolores que no había visto a su agresor. Fue un tiro al costado, en la nebulosa de la madrugada, apenas una sombra junto a su cama. Mientras médicos y enfermeros hacían todo por salvarle, el departamento de homicidios de Austin comenzó a interrogar a la familia y a indagar la vida interna de la mansión.
Aparece entonces el nombre de Tracey Tarlton en la agenda de Celeste, en mensajes y en cientos de pequeños gestos cotidianos. La relación entre las dos mujeres asomaba como la grieta por donde filtraba la verdad.

Tracey Tarlton: una aliada inesperada
Tracey Tarlton había conocido a Celeste durante una internación psiquiátrica por problemas depresivos. Solitaria y con un historial de inestabilidad emocional, encontró en la recién llegada una presencia absorbente. Rápidamente, Celeste la llenó de atenciones y confidencias. Compartían comidas, excursiones y un nivel de intimidad emocional que sobrepasaba lo habitual en una amistad casual.
Las amigas del círculo social de Celeste, aquellas pocas que intentaron advertir a Steven sobre la naturaleza absorbente de esa relación, relatarían más tarde que la líder era Celeste. Tracey se convirtió en cómplice de sus traiciones y obsesiones.
En el expediente policial, los registros de llamadas y los testimonios cruzados revelan que, tras cada discusión con Steven, era Tracey quien recibía un mensaje demoledor de su amiga.
A finales de septiembre de 1999, Celeste telefoneó a Tracey tarde por la noche. Acababan de pelear en la mansión. Jennifer y Kristina, las hijas adolescentes de Celeste, relatarían en la corte por qué esa noche fue distinta.
—Mi madre no paraba de decir que Steven iba a destruirnos a todas. Decía que no la dejaría salir nunca, ni a ella ni a nosotras —declaró Jennifer—. Lloraba y nos abrazaba, pero nos helaba la sangre cuando decía que algo terrible podía pasar.
Días después, la pistola calibre .20 de Tracey saldría de la caja fuerte. Tracey no tenía antecedentes penales, pero la soledad la había tornado vulnerable a los juegos psicológicos de Celeste. La noche del disparo, entró por la puerta trasera, que quedó sin activar el sistema de alarma. Nadie preguntó cómo lo sabía la intrusa. Tracey caminaría por el pasillo central, subiendo la escalera con la seguridad de quien ha aceptado un mandato ineludible.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunta el detective, cruzando los dedos sobre la carpeta del caso.
—No era para mí. Ella... —murmura Tracey, quebrada—. Celeste me convenció de que era la única manera. Dijo que él solo le hacía daño. Que la vida podría empezar cuando todo terminara.
—¿A qué se refiere con comenzar de nuevo?
—Que podríamos estar juntas. Que viviríamos sin miedo.
Celeste, por su parte, niega toda implicación en el hospital, mientras su esposo agoniza.
—¿Sospecha de alguien que quisiera hacerle daño a Steven? —inquiere el oficial.
—No, claro que no —responde Celeste, cruzando los brazos con firmeza—. Steven era querido por todos. Si alguien tuvo problemas con él, no lo supimos nunca.
El desarrollo de la investigación
Con Tracey detenida, el caso parecía resuelto para muchos: una mujer emocionalmente inestable, obsesionada con la esposa del millonario, toma un arma por despecho y termina con la vida de un inocente. Pero el equipo de la fiscalía dudó de la versión simple. Había demasiados detalles que no encajaban.

Las cuentas bancarias de Celeste mostraban transferencias significativas a Tracey en los meses previos. En su teléfono, decenas de mensajes con contenido ambiguo y, a veces, francamente incriminatorio. Frases como “cuando todo esto acabe, seremos libres” o “extraño esos días en que podíamos reír sin miedo” resultaron piezas clave en el tablero judicial.
La fortuna de Steven ascendía a más de 20 millones de dólares. El testamento lo dejaba claro: la mayor parte iría a Celeste y, en caso de su ausencia, a las gemelas. Celeste, mientras Steven aún se debatía entre la vida y la muerte, preguntó por los detalles de la herencia.
No era la única señal. Las cámaras de la casa grabaron a Celeste saliendo la noche del crimen, pese a que declaró no haberse levantado. Su coartada se desmoronó con cada revisión de los videos.
La policía movió ficha y decidió llamar a declarar a Jennifer y Kristina, las hijas de Celeste, que contaban con dieciséis años. Vivieron en el domicilio la mayor parte de su adolescencia y presenciaron la relación de su madre con Tracey y Steven.
—¿Sentiste alguna vez que tu madre quería que Steven muriera? —preguntó la fiscal.
—Sí —admite Kristina, encogida en la silla de testigos. Su hermana asiente, con la mandíbula apretada—. Varias veces bromeaba con “qué pasaría si papá ya no estuviera”. Pero no era solo una broma. Lloraba después.
La sala se estremece. Celeste las observa desde el banquillo. Por primera vez lagrimea, pero no habla.
Mientras tanto, los fiscales preparaban el argumento central: demostrar que Celeste instigó el crimen y manipuló a Tracey con promesas de amor y redención. Las pruebas de la relación entre ambas mujeres se multiplicaban. Fotos, cartas, extractos de tarjetas de crédito.
El juicio: Celeste en el banquillo
El juicio de Celeste Beard trascendió los límites habituales de los tribunales de Travis County. La sala estaba repleta. Periodistas de todo el país se instalaron a la espera de la confesión definitiva. Nadie podía prever si Celeste rompería el silencio o se mantendría firme.
La fiscalía abrió el proceso mostrando la naturaleza dual de Celeste: la cara luminosa de la filántropa y esposa ideal, y la sombra de la manipuladora calculadora, capaz de seducir a Tracey y lavar las mentes de sus hijas.
Celeste se presentó serena y vestida con sobriedad, lejos de las joyas y los atuendos ostentosos que habían escandalizado a los cronistas de sociedad en la década anterior. Al subir al estrado, su defensa intentó mostrarla como una víctima de Steven, hablando de discusiones agresivas y una relación de poder desigual.
Pero la voz más fuerte, y la que quedó grabada en la memoria del jurado, fue la de Tracey Tarlton. La ex amiga, visiblemente afectada, narró cómo Celeste fue sembrando en ella la idea de que Steven era el único obstáculo a la felicidad de ambas.
—Me lo decía siempre —relató Tracey en la audiencia—. Que solo con Steven muerto podríamos vivir juntas. Recuerdo la vez que me abrazó en mi departamento y dijo: “Sé lo que tienes que hacer”.
Los abogados defensores intentaron impugnar su credibilidad.
—¿No es cierto que estaba medicada, que sufría episodios de psicosis? —interrogó la defensa.
—Sí, pero nunca confundí sus palabras. Celeste sabía cómo manipular para que todo sonara a broma, pero sabías que lo decía en serio.
El testimonio fue demoledor. Entre lágrimas y pausas, Tracey describió cómo, tras el crimen, Celeste se distanció, rechazó verla y negó toda implicación cuando fue detenida. Durante meses, la mujer más influyente en su vida la dejó sola, mientras se refugiaba en su papel de viuda.
La fiscalía presentó además decenas de mensajes de Celeste, enviados a Tracey antes y después del disparo. Palabras ambiguas —a ratos tiernas, a veces directivas— que, juntas, dibujaban el escenario mental preciso para un acto de desesperación.
El momento de mayor tensión en la sala llegó cuando el fiscal leyó un mensaje encontrado en el teléfono de Tracey:
“Cuando todo termine, seremos libres. No puedo esperar a abrazarte y que la pesadilla acabe”, escribió Celeste.
El veredicto y la vida después
La defensa de Celeste intentó, durante semanas, instalar dudas razonables: la falta de pruebas directas, la inestabilidad de Tracey y el resentimiento de las hijas. Pero la marea era demasiado fuerte. La fortuna que años atrás había sido símbolo de éxito ahora se volvió peso de sospecha, motivo y condena.
Tras varios días de deliberación, el jurado fue tajante: Celeste Beard fue condenada a cadena perpetua por asesinato con agravantes. La sentencia se leyó un viernes por la tarde. En la sala, ni un solo gesto de sorpresa.
Tracey Tarlton cumplió una condena menor, gracias a la cooperación decisiva que permitió destapar la manipulación y las estrategias de Celeste. Fue liberada, aunque no volvió nunca a tener contacto con su antigua amiga.
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