Era una mañana templada de otoño en 1985 y en lo profundo de los bosques de Georgia, un cazador experimentado se detuvo en seco. Frente a él, oculto entre el follaje, se encontraba el cuerpo inmóvil de un oso negro. Pero no era la escena habitual de la muerte salvaje. Junto al animal reposaban restos de bolsas de plástico rasgadas y, desperdigados entre hojas y tierra, envoltorios con el logotipo de una aerolínea colombiana. Así comenzaba a emerger una de las historias más excéntricas y trágicas del tráfico de drogas en Estados Unidos con un protagonista improbable. El oso que en muy poco tiempo sería bautizado como Pablo Eskobear.
El hecho noticioso principal residía en una escena surrealista. Un oso apareció muerto tras ingerir kilos de cocaína lanzados por un narco desde una avioneta en plena operación de contrabando.
“El oso llegó antes que nosotros, rompió la bolsa de lona, se sacó un poco de cocaína y se llevó una sobredosis”, declaró Gary Garner, del GBI, aAssociated Pressen aquel momento.

La doble vida de Andrew Thornton
Para entender el destino del oso hay que retroceder en el tiempo. El 11 de septiembre de 1985, la muerte golpeó primero a un hombre. Andrew Thornton, abogado, paracaidista militar y, en sus horas más rentables, contrabandista de drogas, surcaba el cielo en una avioneta repleta de cocaína procedente de Colombia. La policía investigaría después que las turbulencias en la aeronave llevaron al piloto a lanzar la mercancía por la borda, temiendo ser interceptado. Antes de lanzarse él mismo en paracaídas, Thornton ató a su cuerpo kilos de cocaína y unos lentes de visión nocturna.
Pero el paracaídas de Andrew Thornton nunca se abrió y el contrabandista se precipitó a toda velocidad sobre un tranquilo barrio de Knoxville, Tennessee. “Lo encontramos con una mochila llena de cocaína, dos pistolas y chaleco antibalas”, relataría un agente de policía. Así, el primer eslabón de la cadena de desastre quedó sellado con la imagen del narco caído, rodeado de paquetes blancos.
Sin embargo, la mayor parte del alijo nunca se recuperó—quedó dispersa entre los bosques de las Montañas Chattahoochee.
Thornton se forjó una reputación legendaria como paracaidista militar en el seno de las fuerzas armadas estadounidenses. Luego se tituló como abogado, pero la pulsión de riesgo y la ambición lo apartarían pronto del camino recto.

El exsoldado se incorporó al cuerpo policial local, y quienes lo conocieron entonces recuerdan su magnetismo, su fascinación por las armas y su cercanía con personajes de doble filo. En las noches y los márgenes, Thornton pasó de perseguir criminales a tender puentes con el mundo clandestino, y sus hazañas oscuras pronto lo catapultaron al contrabando de drogas a gran escala.
Las rutas de su doble vida convergieron brutalmente en 1985. Acostumbrado a desafiar límites, Thornton se convirtió en piloto de avionetas para cárteles colombianos, trazando un circuito clandestino entre América Latina y el sur de Estados Unidos. Esa confianza en su suerte y su pericia lo empujaron a improvisar bajo presión la madrugada de su caída.
Un destino salvaje y absurdo
Fue allí, a 80 kilómetros de la zona de caída de Thornton, donde la historia repentinamente cambió de protagonista. Meses después, un guardabosques localizó el cadáver de un oso negro de aproximadamente 80 kilos, rodeado de los restos de envoltorios de cocaína desintegrados y el peculiar rastro de un almuerzo letal. La autopsia fue tan insólita como reveladora. El animal había ingerido hasta 40 paquetes de cocaína de aproximadamente 1 kilo cada uno.

El informe forense apuntaba a una sobredosis instantánea. “El estómago del oso estaba literalmente repleto de cocaína”, escribió el médico forense del condado de Fannin. El corazón se le detuvo casi al instante, con una concentración letal de droga imposible de igualar incluso en los humanos más dependientes. Científicamente, la muerte no fue dramática ni prolongada.
El nacimiento de la leyenda
El cuerpo del oso fue disecado y terminó exhibido en una tienda de souvenirs en Kentucky, donde adoptó el apodo de Pablo Eskobear—un guiño a Pablo Escobar, el capo narco del Cartel de Medellín.
Un visitante solía posar frente a la vitrina y, atónito, preguntaba: —¿Este es el verdadero? La dependienta asentía, levantando cejas. —Tan real como la cocaína que se comió.
Detrás del caso del oso, latía el telón de fondo de la expansión del tráfico internacional de drogas entre Colombia y Estados Unidos en los años ochenta. Era la era de la cocaína como mercancía reina, de las rutas aéreas clandestinas.
El ex agente de la DEA encargado de la investigación lo expresó años después: “Nunca imaginé que el golpe más raro de mi carrera implicaría a un oso y media tonelada de cocaína”.

El cine y la construcción de mitos
Décadas más tarde, la industria del entretenimiento estadounidense recuperó la anécdota. En 2023, la cinta “Cocaine Bear” reescribió la historia, fantaseando con un depredador bajo los efectos de la droga, sembrando el terror por el bosque. La película explotó el morbo de una sociedad adicta a sus propios mitos. El público reposicionó al oso como anti héroe tragicómico. U monstruo improbable y fascinante, devenido meme viral y fenómeno mediático.
En la pantalla, el animal recorre pueblos, acecha campistas y escapa a la lógica natural—todo esto sin que la versión fílmica se detuviera ante el dato más triste. El verdadero oso murió en soledad con el estómago lleno de cocaína.
Un crítico lo resumió así en The New York Times: —No hay mayor sarcasmo que ver convertido el dolor de una especie en mercancía pop y carcajada colectiva.
El oso de Georgia ha recorrido más escenarios culturales y vitrinas de lo que pudo recorrer nunca en vida salvaje. En numerosas ocasiones, cadenas de televisión y programas de turismo han exhibido la figura disecada, añadiendo lentes de sol, un collar de oro y hasta una porción ficticia de “polvo blanco” a sus pies, alimentando la caricatura.
El peso del cargamento arrojado desde el aire ascendía, según registros policiales, a unos 40 paquetes de cocaína. Esto tenía un valor en mercado negro de más de 15 millones de dólares. Un botín que, lejos de alimentar fortunas, multiplicó víctimas en senderos inesperados.
En el condado de Fannin, donde el oso fue hallado, los habitantes aún recuerdan el estupor. Un guardabosques, entrevistado meses después, negó la caricatura. —Nadie aquí lo tomó a broma. Vimos la tragedia de un modo absurdo. Habíamos seguido la pista de los narcos durante años y terminó todo con un animal muerto.
Un empleado del centro comercial donde reposa hoy la figura, replica cada vez que un turista pregunta por el mito. —Nos reímos, claro. ¿Pero si esto tiene sentido? Nada lo tiene. Todos los días arrojamos algo a la frontera entre la civilización y lo salvaje.
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