
Era la 1:23 de la madrugada del 26 de abril de 1986 cuando el cielo de Ucrania, entonces parte de la Unión Soviética, se iluminó con un destello que no pertenecía a este mundo. En la Central Nuclear de Chernobyl, el Reactor 4 estalló tras una prueba de seguridad mal ejecutada. Lo que siguió no fue sólo la liberación de una cantidad de radiación equivalente a unas 400 bombas como la de Hiroshima, fue también el comienzo de una cadena de silencios, mentiras y sufrimientos que marcaron a generaciones enteras, en el que sería el peor accidente nuclear de la historia en tiempos de paz.
Chernobyl no explotó una vez. Lo hizo muchas veces, en los cuerpos de los hombres que trabajaban en la planta, en los bomberos que acudieron sin protección, en los niños de a ciudad de Prípiat que siguieron jugando bajo una lluvia invisible y letal, en los funcionarios que prefirieron mirar para otro lado, en las tierras que aún hoy siguen contaminadas, y en los científicos que décadas después siguen rastreando sus efectos.
La Central Nuclear de Chernobyl había sido construida en la década del 70 como parte del ambicioso programa soviético de expansión energética. Situada a unos 110 kilómetros de Kiev, en la región de Prípiat, contaba con cuatro reactores RBMK-1000 en funcionamiento y dos más en construcción. Su objetivo principal era generar electricidad para una vasta zona del norte de Ucrania y de Bielorrusia, abasteciendo a más de 10 millones de personas. Era una pieza clave del orgullo tecnológico del régimen soviético: energía abundante, barata y, supuestamente, segura. Su construcción también impulsó el desarrollo urbano de Prípiat, una ciudad moderna planificada para albergar a los trabajadores de la planta y sus familias.

El 25 de abril de 1986, los ingenieros de la central comenzaron una prueba en el Reactor 4. Querían comprobar cuánto tiempo podía mantenerse funcionando un generador tras un corte de energía, antes de que entraran en acción los sistemas auxiliares. Pero una cadena de decisiones negligentes, sumadas a fallos de diseño del reactor RBMK, derivaron en una reacción descontrolada.
Cuando los operadores intentaron apagar el reactor presionando el botón de emergencia, el sistema en vez de detenerse, se volvió inestable. La presión subió de forma brutal. A las 1:23:58, una explosión sacudió el edificio y voló la tapa de 1200 toneladas del reactor. Una segunda explosión dispersó materiales radiactivos a la atmósfera. Comenzaba el infierno.
Los bomberos llegaron en minutos. Nadie les dijo que era radiación lo que ardía. Sin trajes especiales ni equipos de protección, comenzaron a apagar el fuego. Algunos de ellos, como Vasili Ignatenko, morirían en las semanas siguientes por síndrome de irradiación aguda. Sus esposas y madres fueron testigos del deterioro veloz e inhumano de sus cuerpos. A Lyudmila Ignatenko le prohibieron abrazar a su marido moribundo. Estaba embarazada. El bebé murió pocas horas después de nacer.
Prípiat era una ciudad modelo soviética, a sólo tres kilómetros de la planta, con casi 50.000 habitantes, en su mayoría trabajadores de Chernobyl y sus familias, tenía escuelas, hospitales, cines y un parque de diversiones que nunca llegó a inaugurarse. El 26 de abril por la mañana, la vida continuaba como si nada. La gente iba a trabajar, los chicos jugaban en las plazas. Recién 36 horas después de la explosión, se ordenó la evacuación. Les dijeron que sería por tres días. Nunca regresaron.
Chernobyl se convirtió en un lugar fantasma. Un perímetro de 30 kilómetros a la redonda fue evacuado. Las casas quedaron con platos servidos sobre la mesa, las cortinas abiertas, los juguetes en el suelo. Hoy, esa zona sigue deshabitada, aunque hay visitas turísticas controladas y algunos científicos trabajan en el lugar. También hay quienes regresaron a vivir allí: ancianos que prefieren morir en su tierra, rodeados de recuerdos, antes que en departamentos sin alma en Kiev.
Hoy, Prípiat permanece congelada en el tiempo. Las calles están invadidas por la vegetación, los edificios se desmoronan lentamente y los restos de una vida interrumpida —juguetes, libros, carteles soviéticos— siguen ahí, cubiertos de polvo y silencio. La ciudad, que alguna vez fue símbolo del progreso soviético con su parque de diversiones, escuelas modernas y avenidas anchas, es ahora un museo del abandono. Aunque parte de la radiación ha disminuido con el tiempo, sigue siendo una zona de exclusión. Sólo algunos científicos, trabajadores de mantenimiento y turistas con guías autorizados entran por lapsos breves, con detectores en mano. Prípiat no fue sólo evacuada: fue expulsada de la historia. Y en cada rincón aún susurra la magnitud de lo que ocurrió aquel abril.

La URSS tardó en reconocer lo sucedido. No fue hasta que sensores en Suecia detectaron niveles anormales de radiación que se hizo público. A nivel interno, se minimizó el hecho. El 1 de mayo, apenas cinco días después de la explosión, se celebraron los tradicionales desfiles del Día del Trabajador en Kiev. Las autoridades sabían del riesgo. Pero prefirieron que no cundiera el pánico. La lógica soviética, donde el aparato del Estado debía mostrarse infalible, impidió que se actuara con transparencia y rapidez. Ese silencio contribuyó al daño.
Más de 600.000 personas participaron en las tareas de limpieza de la zona: militares, científicos, ingenieros, obreros. Se los llamó “liquidadores”. Muchos fueron enviados sin saber a qué se enfrentaban. Su misión era contener el desastre: limpiar los escombros del techo del reactor, enterrar materiales contaminados, construir el sarcófago de hormigón que encerraría el núcleo. Los que subían al techo tenían menos de 90 segundos para hacer su trabajo antes de quedar expuestos a dosis letales de radiación. Muchos murieron, otros sufrieron consecuencias de por vida. Apenas algunos recibieron reconocimiento oficial. La mayoría quedó en el olvido.
En 1987, tres funcionarios de la planta fueron condenados por su rol en el desastre. Fue una manera de cerrar el capítulo, de atribuirlo a errores humanos. Pero la verdad era más compleja: el diseño de los reactores RBMK tenía fallas estructurales que recién se reconocieron públicamente años más tarde. Chernobyl fue también un símbolo del fracaso de un sistema: la combinación de secretismo, jerarquías rígidas, falta de controles independientes y una ceguera institucional que antepuso la imagen del Estado al bienestar de su gente.
Las consecuencias en la salud han sido objeto de estudios durante décadas. Según la Organización Mundial de la Salud, hasta 2005 hubo más de 6.000 casos de cáncer de tiroides en personas que eran niños o adolescentes en el momento del accidente. Muchos de ellos vinculados a la ingesta de leche contaminada. La radiación también provocó abortos espontáneos, malformaciones, problemas neurológicos y un aumento de enfermedades cardiovasculares. La dificultad para rastrear con precisión el origen de cada caso y la falta de transparencia en los registros impide conocer la magnitud real del daño. Además de las secuelas físicas, cientos de miles de personas fueron desplazadas. Sufrieron pérdida de identidad, trauma psicológico y pobreza. Aún muchos cargan con la estigmatización de ser “de Chernobyl”.

A casi 40 años, la tierra sigue contaminada. Los bosques cercanos, conocidos como “el bosque rojo” por el color que adoptaron los árboles tras la radiación, son altamente peligrosos. Animales salvajes habitan la zona de exclusión, pero no está claro cómo les afecta la exposición. Algunos estudios muestran mutaciones, otros indican que la ausencia humana favoreció el ecosistema. La contaminación del suelo y el agua es persistente. En áreas de Ucrania, Bielorrusia y Rusia aún se registran niveles de cesio-137 y estroncio-90 por encima de los límites seguros.
En 2016 se inauguró un nuevo sarcófago, una estructura gigante diseñada para contener los restos del reactor por los próximos cien años. Fue financiado por un fondo internacional y construido por ingenieros de más de 30 países. Pero el problema no está resuelto. Aún hay combustible nuclear dentro. Aún hay riesgo. La serie de HBO de 2019 puso a Chernobyl de nuevo en el centro del debate. Basada en testimonios reales y documentos desclasificados, logró algo inusual: que el mundo hablara, con horror y fascinación, de un hecho que muchos habían olvidado o preferido no recordar.
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