
Era un decreto promulgado por un gobierno en ascuas, convulso y envuelto en una ola de misticismo y arrebato virginales que iba a llevarlo a los peores desatinos; pero había acabado con un mundo y ahora veía qué hacer con los escombros.
El decreto se publicó en las hojas callejeras que circulaban a modo de periódicos y en los raros diarios parisinos que circulaban en medio del caos. El 21 de enero de 1790, seis meses después de la Revolución Francesa, la que había acabado con la monarquía pero, en esencia, con el concepto que la sostenía y que afirmaba que los reyes lo eran por mandato divino, la Asamblea firmó y publicó un decreto que decía: “En todos los casos en que la Ley pronunciare la pena de muerte contra un acusado, el suplicio será el mismo cualquiera sea el delito: el criminal será decapitado, y lo será por medio de una máquina”. Eso era lo nuevo, lo insólito, lo desconocido: una máquina para matar, por decisión del Estado. Era la guillotina, que todavía no se llamaba así.
Desde siempre, cortarle la cabeza al prójimo se consideró la manera más rápida y segura de sacarlo de este mundo, daba igual que fuesen prisioneros de guerra, reyes caídos en desgracia, reinas que no podían darle al rey un heredero varón, asesinos, intelectuales peligrosos, para el poder siempre lo son, enemigos políticos o viejos amigos que hubiesen saltado el cerco. Eso sucedía en la Europa civilizada, por decir algo. En la América salvaje, la decapitación formaba parte de ritos religiosos, además de los castigos punitivos; para ir más lejos, san Juan Bautista fue decapitado, así que la tradición de separar la cabeza del cuerpo para terminar con la vida es antigua y desborda en ejemplos.

Hasta la decisión de decapitar por medio de una máquina, los condenados eran ejecutados con hacha o con espada. El hacha era ignominiosa, la espada era piadosa: ninguna de las dos cosas era verdad; el condenado a muerte sufría horrores en el cadalso ya fuese arrodillado en espera del corte, o con el cuello apoyado en el toscón de madera hendido para albergar su cuello, si bien por poco tiempo. El sufrimiento era intenso porque la ejecución dependía de la habilidad del verdugo, y los había expertos y chambones; los había también que se bebían un par de tragos para juntar coraje, sólo para tornar la ejecución en una carnicería. Cuando Enrique VIII ordenó ejecutar a su mujer, Ana Bolena, porque la pareja no había engendrado un hijo varón y el rey quería casarse con otra mujer, el tipo era un ignorante, contrataron a un verdugo francés que era la mar de eficaz. Cuando la reina se arrodilló ante él después de encomendar su alma a Dios, el francés quedó a sus espaldas ya con la filosa espada en la mano; entonces murmuró: “Un momento, ¿dónde está mi espada?” Al oír esto, Ana se relajó un instante, aflojó los músculos y el verdugo le cortó la cabeza limpita y sin resistencia: un gentilhombre.
Lo peor de la decapitación es la resistencia que el condenado imprime a su cuello, lo que suena bastante lógico. Pedirle a un tipo que va a perder la cabeza que se sienta tranquilo y sea comprensivo, suena bastante idiota. A eso se le sumaba que la espada, según los expertos, no está hecha para cercenar los tejidos duros y los múltiples huesos y vértebras de un cuello, sino más bien pare hendir el cuerpo y cortar a su paso lo que encuentre. Se suponía que el hacha aseguraba un golpe mucho más fuerte en el cuello de la víctima; pero en muchos casos el filo de esas hachas estaba mellado como herencia de viejas batallas, lo que provocaba un sufrimiento mayor en la víctima, si eso era posible, y la insistencia del verdugo en dar dos, tres o más hachazos.
El Estado, cualquiera haya sido o sea hoy, siempre ha buscado la forma de matar sin dolor para cumplir con la justicia que reclama la vida de un delincuente. Es una utopía. Hasta hoy, el sistema que se considera más “humanitario” para cumplir con una sentencia de muerte, la inyección letal, despierta una fuerte oposición porque al parecer no existe esa muerte piadosa que presupone la combinación de tres drogas que se inyectan en la sangre del sentenciado: la experiencia dice que la muerte llega después de una larga agonía convulsiva y de intensos dolores.

Si la Asamblea Francesa en plena revolución propuso matar por medio de una máquina, fue porque la tenía. Guillotinas hubo siempre, pero francesas y que se llamaran así, no habían nacido todavía en 1790. Lo que sí palpitaba entonces, era la angustia del verdugo francés, heredero de una tradición familiar. Charles Henry Sanson, alegórico el apellido, ejerció durante cuarenta años como verdugo del rey Luis XVI; los historiadores calculan que mató alrededor de tres mil condenados, entre ellos a su propio rey. Su nieto escribió en sus “Memorias”: “Mi abuelo, preocupado siempre por los inconvenientes de la espada, no cesaba de objetar que no se había resuelto la dificultad de la actitud del reo”. Si el viejo Sanson esperaba que un condenado a morir decapitado subiese al cadalso de buen humor, estaba equivocado.
Matar de manera piadosa, un contrasentido, se transformó en una obsesión en los flamantes republicanos franceses. Entre ellos había un médico, Joseph Ignace Guillotin, que era un humanista. Había nacido en 1738, fue profesor de literatura en el Irish College de Burdeos y estudió medicina en Reims. La Revolución lo llevó como diputado por París a la Asamblea constituyente francesa y desde allí propuso usar una máquina para ajusticiar a los condenados. Aunque parezca absurdo, Guillotin era contrario a la pena de muerte pero creía que un método de ejecución más “humano” y menos doloroso, podía ser el primer paso destinado a abolir la pena capital. También propuso que las ejecuciones fuesen privadas, quitarlas de la vista del público que acudía en masa a las plazas públicas y pagaba caro un acceso en las alturas, de allí viene la frase “para alquilar balcones”. En especial Guillotin quería quitar a los chicos de la visión de aquellos espectáculos horrendos.
De alguna manera, Guillotin también propuso un sistema igualitario de ejecución: la decapitación, supuestamente poco indolora, estaba destinada a miembros de la realeza o de la aristocracia, mientras que a los hombres y mujeres del pueblo llano les estaba destinado la horca, la hoguera o el descuartizamiento. Una salvedad con pretensiones decorosas: no se puede juzgar los hechos del pasado con la moral de hoy.
Estas líneas lamentan derribar dos mitos: Guillotin no inventó la guillotina. Sólo propuso que fuese usada en Francia. Desde entonces, la máquina fatal lleva su nombre. Sus herederos llegaron a pedir a los sucesivos gobiernos franceses que se dejara de usar la palabra “guillotina” para describir a aquella máquina infernal. Pero no tuvieron éxito y fueron los Guillotin los que tuvieron que cambiar su apellido. Esto no hace más que reafirmar que cada quien pasa a la historia como puede y no como quiere.

Segundo mito a derribar: Guillotin no murió guillotinado, como sostiene la leyenda. Murió el 26 de marzo de 1814 por una infección provocada por la bacteria “Bacullus anthracis”, conocida entonces como carbunco o carbunclo y que hoy se llama ántrax. La leyenda tal vez provenga de la ejecución de un médico de Lyon, J. M. V. Guillotin, sin parentesco con Joseph y que sí fue guillotinado.
La guillotina, la francesa, porque la primera máquina para decapitar está descripta en un texto de 1577 Cronicles of Ireland y también son conocidas máquinas similares fabricadas en Italia y Alemania, fue diseñada por un francés y un alemán. Para que fuese posible matar por medios mecánicos, la Asamblea francesa pidió a Antoine Louis, un médico que era secretario de la Academia de Cirugía, que diseñara un aparato para realizar las ejecuciones que ordenara el nuevo código penal a dictar por la Revolución. Louis contó con la ayuda inestimable de un ingeniero alemán, Tobías Schmidt, constructor de clavicordios y arpas, vaya ironía, muy hábil en todo lo que fuese mecánica. Schmidt se inspiró en las maquinarias ya conocidas en su país natal y en Italia y, a modo de prototipo, en Inglaterra.
Los dos entusiastas estuvieron de acuerdo en todo. O en casi todo. Mejoraron el diseño y la funcionalidad de los viejos aparatos europeos, que sería tedioso señalar pero que en general consistían en la altura a la cual elevar la cuchilla y en el peso que tenía que tener para caer sobre el cuello del reo y cercenarlo sin dolor. También diseñaron una forma de sujeción del condenado a la tabla sobre la que sería acostado y empujado hasta el cepo que sostendría su cuello, lo único que sobresalía, por poco tiempo, hacia el exterior del aparato.
Si Louis y Schmidt tuvieron una discrepancia, leve y fácil de solucionar, fue en la forma de la afilada cuchilla: Schmidt impulsó el modelo recto, que caía a plomo sobre el condenado. Louis sugirió el modelo de hoja de filo oblicuo “para que corte limpiamente y alcance su objetivo”. Por eso la primitiva máquina de matar se conoció como “Louison” o “Louisette”, antes de quedar eterna y consagrada como guillotina.
Si sucedió así, fue porque Guillotin habló ante la Asamblea de una máquina decapitadora en la que la víctima “no sentiría más que un ligero frescor en el cuello al morir”. Caray, con el doctor Guillotin: ¿Cómo podía saber, o sospechar, o intuir lo del “frescor”, si nadie había sido sometido a una ejecución de ese tipo y nadie iba a regresar para contar cómo había vivido la experiencia? “Con esta máquina –agregó Guillotin ante la Asamblea– puedo haceros saltar la cabeza en un abrir y cerrar de ojos sin que sufráis el más mínimo dolor”. Semejantes frases, en boca de un médico con vocación de extender la vida de la gente, deben haber provocado algún escozor entre los fervorosos republicanos de aquella Francia nueva.

La primera guillotina la construyó el alemán Schmidt y el verdugo Sanson dejó escrito y narrado cómo era su funcionamiento: “(…) Se plantan dos vigas acanaladas, aseguradas en su base con espigas, y unidas en su parte superior por un travesaño resistente; este tiene en el medio un grueso anillo de hierro por el que pasa la cuerda que fija y sostiene el peso. En la parte inferior de éste hay una cuchilla muy cortante que insensiblemente va ensanchándose, de manera que en lugar de herir a plomo hiere oblicuamente y con toda la extensión de su corte, lo que hace al golpe muy seguro. (…)”
“En una tabla giratoria, –seguía la descripción de Sanson– provista de fuertes correas, se ata al condenado por debajo de los brazos y por las piernas, de modo que no pueda moverse hacia ningún lado. (…) La cabeza del reo va a colocarse entre las dos vigas, donde la sujetan dos traviesas provistas de escotaduras que se adaptan, una a otra, aferrando por el medio el cuello de la víctima e impidiendo que pueda mover la cabeza en ningún sentido, precaución muy útil para prevenir los efectos del miedo. Sujeta la cabeza, el ejecutor suelta el resorte que mantiene la cuchilla en lo alto y el suplicio se ejecuta tan pronto que sólo el ruido producido por ella anuncia que el reo ha dejado de existir y que la Justicia humana está satisfecha. La cabeza cae en un cajón lleno de salvado, colocado debajo, y para ocultar la vista del cuello y de la sangre que brota por mil canales abiertos, cubre el cajón una cortina de cuero que llega hasta el punto en que se da el golpe. El cuerpo se coloca en un cesto de mimbre forrado de un cuero muy grueso”.
En teoría, todo estaba muy bien. Pero había que probar aquel invento infernal. El 17 de abril de 1792, el verdugo Sanson, junto a dos de sus hermanos y a su hijo, que las tradiciones se transmiten con el ejemplo, llegaron a la prisión de Bicetres, una penitenciaría y centro de atención para enfermos mentales, en los suburbios de París. Junto a ellos llegaron el doctor Antoine Louis y sus colegas Felipe Pinel y Pierre Cabanis. No hay constancias de que Guillotin haya participado del encuentro. La guillotina se probó, con éxito, en tres cadáveres, ante la mirada espantada de los presos que vieron todo desde las rejas de sus celdas que daban al patio de la prisión. Para mayor seguridad, se ensayaron los dos modelos de cuchillas y el elegido fue el de la cuchilla oblicua.
Ocho días después de aquel tétrico ensayo, la guillotina fue probada en el primer ser humano condenado a morir de esa forma. Era Jacques Pelletier, que la noche del 14 de octubre de 1791, junto con un par de cómplices, había asaltado y asesinado a un caminante de la Rue Borbon-Villeneuve de París, para robarle la cartera y pocas cosas más. Lo sentenciaron a muerte el 31 de diciembre y Pelletier tuvo que esperar tres meses hasta que, para obedecer a la Asamblea, Schmidt construyera en Estrasburgo, su tierra natal, una nueva guillotina diferente y más ajustada a la que se había usado en los ensayos con cadáveres en la prisión de Bicetres.
El 23 de abril de 1792, hace doscientos treinta y tres años, la guillotina para ejecutar a Pelletier se instaló sorbe un cadalso ubicado frente al Ayuntamiento de París en la Place de la Greve, también conocida como Place de l’Hotel de Ville, un lugar encantador a orillas del Sena. Como era costumbre, una multitud fue a ver la ejecución acicateada ahora por la novedad de la guillotina. El virtual alcalde de París, síndico del Ayuntamiento, Pierre Louis Roederer, pidió al general Marie-Joseph Lafayette, el envío de tropas de la Guardia Nacional para asegurar el orden. A las tres y media de la tarde.

Pelletier fue llevado al cadalso vestido con una camisa roja, como era costumbre en los condenados a muerte. Sanson actuó con rapidez: en segundos máquina y condenado estuvieron en la posición correcta y la cuchilla cayó sobre el cuello de Pelletier que quién sabe si sintió el “ligero frescor en el cuello” que había mencionado Guillotin. La gente se decepcionó: todo había sido muy rápido, casi clínico y efectivo, no había habido entretenimiento alguno ni comparación con otros métodos de ejecución como la horca, la espada, el hacha o la rueda de la Edad Media. Gritaron entonces: “¡Devuelvan nuestra horca de madera!”.
No les hicieron caso. La guillotina había sacado chapa de “humanitaria” y fue incorporada al sistema penal francés hasta bien entrado el siglo XX. En Francia se usó hasta 1977. Adolfo Hitler la usó durante sus años de terror; en ella fueron decapitados los jóvenes muchachos y chicas de la “Rosa Blanca”, el movimiento universitario de resistencia al nazismo que nació y murió en pocos meses de 1943.
La historia de la guillotina es muy rica: es una historia de sangre y espanto, pero es historia al fin. Deberá ser contada en su momento.
Ahora no hay apuro. No perdamos al cabeza.
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