Los ataques de “las brujas de la noche” que causaban terror en los nazis: bombardeos nocturnos y vuelos sin motor

Se formaron por necesidad, luego del avance de Hitler en el territorio de la Unión Soviética. Las historias de de estas mujeres que se convirtieron en leyenda de la Segunda Guerra Mundial

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Las pilotos soviéticas eran temidas
Las pilotos soviéticas eran temidas por los soldados nazis que peleaban en el frente oriental

La noche helada del 28 de mayo de 1943, cerca de Kursk, parecía quieta. Sólo se escuchaba el viento que movía los arbustos congelados. A ochocientos metros de altura, un avión biplano de madera y lona se deslizaba como un fantasma sobre la línea de fuego. El rugido del motor Polikarpov Po-2 se detuvo de pronto. Las dos jóvenes que lo tripulaban sabían que tenían treinta segundos para dejar caer sus bombas y volver a encender el motor antes de que la artillería antiaérea nazi las detectara.

—Ahora —susurró la navegante, apenas audible bajo el vendaval.

Un silbido breve. Luego, el estallido.

La noche volvió a oscurecerse. Y con ella, el zumbido apenas perceptible de otro Po-2 que venía detrás.

Los alemanes les llamaban “Nachthexen, las brujas de la noche”, porque sus apariciones eran breves, mortales, y envueltas en un sonido que recordaba al silbido de una escoba en el aire. Pero no eran brujas. Eran muchachas. Estudiantes, hijas de campesinos, atletas, maestras. Eran mujeres y habían aprendido a matar volando.

Una estampilla en conmemoración de
Una estampilla en conmemoración de una de las mujeres que formaron parte de los escuadrones de "las brujas de la noche"

Enemigas del machismo y el silencio

Marina Raskova tenía una pistola, un mapa y una obsesión. En 1941, cuando Hitler lanzó la Operación Barbarroja y los tanques de la Wehrmacht entraron en suelo soviético, Raskova —piloto de larga distancia y heroína nacional— convenció a Stalin de autorizar la creación de tres regimientos aéreos femeninos. Fue una excepción sin precedentes: por primera vez en la historia moderna, un país en guerra reclutaría oficialmente a mujeres para combatir desde el aire.

El más temido de ellos sería el 588° Regimiento de Bombardeo Nocturno, compuesto exclusivamente por mujeres: pilotos, mecánicas, navegantes. Todas jóvenes, muchas sin experiencia de combate, entrenadas a contrarreloj y enviadas al frente con aviones obsoletos, sin radio, ni radar, ni paracaídas.

—Nos daban lo que sobraba. Lo que los hombres no querían usar —recordaría años más tarde una de sus miembros, Nadezhda Popova.

Las condiciones eran precarias, pero la motivación era de acero. A las chicas las instruían en diez meses lo que a los hombres se les enseñaba en dos años. Dormían poco, comían menos, y aprendían rápido: a desarmar un motor, a calibrar bombas, a pilotear de noche sin instrumental.

Las Brujas de la noche
Las Brujas de la noche se formaron en muy poco tiempo y como necesidad para defenderse del ataque alemán

De campesinas a cazadoras del cielo

Las reclutas tenían entre 17 y 26 años. Algunas se habían alistado tras perder hermanos o padres en el frente. Otras buscaban vengar aldeas arrasadas y ciudades destruidas por el avance nazi. Una llevaba fotos de su novio muerto en el bolsillo del uniforme. Otra escribía poemas en los ratos libres entre bombardeos.

Rufina Gasheva, voló más de 800 misiones. Yevdokiya Bershanskaya, comandó el regimiento completo. Popova voló 852 veces. Una noche, después de derribar una posición nazi, aterrizó con 42 agujeros de bala en las alas de su avión.

—No sentía miedo —dijo—. Sentía rabia.

El avión Po-2 tenía una ventaja: su lentitud lo hacía indetectable para los cazas alemanes, diseñados para enfrentarse a aparatos más rápidos. “Las brujas de la noche” usaban esa lentitud a su favor. Volaban en grupos de tres: dos actuaban como señuelos. Encendían bengalas para atraer el fuego enemigo. La tercera volaba en silencio total y soltaba la carga mortal. Luego, cambiaban de roles y volvían a hacerlo. Hasta ocho misiones por noche.

Aunque eran pilotos oficiales, debían usar uniformes de hombres, botas varias tallas más grandes y cinturones que ajustaban con cuerda. Les faltaban baños, agua caliente, alimentos frescos. Dormían en tiendas de campaña o en ruinas semibombardeadas. Y lidiaban, además, con la desconfianza de sus pares masculinos.

—Muchos se burlaban —dijo una mecánica—. Decían que las mujeres no sabíamos arreglar un motor. Que nos romperíamos una uña.

Un oficial llegó a preguntar si era seguro dejarlas volar solas. Otro se negó a compartir la cantina con ellas.

Pero con el tiempo, el respeto se impuso. Las cifras hablaron. El 588° Regimiento completó más de 23.000 misiones, arrojó más de 3.000 toneladas de bombas, y nunca fue capturado en combate aéreo.

Las pilotos usaban uniformes y
Las pilotos usaban uniformes y botas de los hombres

El rugido del miedo alemán

—Cuando las escuchábamos, sabíamos que era tarde —escribió un soldado alemán capturado en 1944—. Si las oías, era porque ya estaban encima tuyo.

El sonido de los Po-2 que cortaba el aire en picado, sin motor, sin luces, sin radar, se convirtió en una tortura psicológica para los nazis. No podían verlas. Apenas oírlas segundos antes del impacto.

La Luftwaffe ofrecía una Cruz de Hierro a cualquier piloto que lograra derribar una “bruja”. Muy pocos lo consiguieron.

Con el tiempo, comenzaron a temerlas. Las llamaban con desprecio, pero también con una suerte de superstición sombría. Decían que sus aviones eran invisibles, que sus ojos brillaban en la oscuridad. Que habían vendido su alma al diablo de Stalin.

Las historias de las brujas

El 1 de agosto de 1942, Nadezhda Popova no pudo dormir. No porque el campamento estuviera demasiado frío o porque las bombas sonaran cerca. Esa noche, el mando soviético había ordenado una ofensiva masiva contra las líneas alemanas en el Cáucaso. Popova y su navegante completaron 18 misiones en una sola noche.

Una formación de las mujeres
Una formación de las mujeres que formaban parte de "las brujas de la noche"

Despegaban, bombardeaban, volvían, cargaban, salían de nuevo. El motor Po-2 temblaba en cada despegue. Los faros enemigos iluminaban el cielo buscando su silueta. A veces, solo volaban a 300 metros del suelo. Una bala rozó su bufanda. Otra, su casco.

—A la vuelta, el avión parecía un colador —recordó años después—. Tenía más de 40 agujeros.

Cuando aterrizó tras la última misión, le temblaban las manos. No por miedo. Por agotamiento. Se sacó los guantes. Estaban empapados de sangre: se había cortado sin darse cuenta con una hebilla rota. No se quejó. Solo se sentó en el suelo, encendió un cigarro y se rió.

—Seguimos vivas —dijo su compañera. Popova asintió, exhalando el humo.

Otra noche de 1943, la piloto Nina Raspopova y su navegante fueron alcanzadas por fuego antiaéreo sobre Crimea. El avión empezó a perder altura. El motor humeaba. No tenían radio, no tenían luz. Era noche cerrada.

Raspopova vio una línea de árboles y apostó todo a un claro que creyó ver entre las sombras. Aterrizó en un campo sembrado, sin saber si había minas. Saltaron del avión justo antes de que explotara una de las bombas que no había detonado.

Las dos sobrevivieron. A pie, caminaron más de seis horas hasta llegar a su base. Raspopova tenía un brazo dislocado. Su compañera, esquirlas en la pierna.

Tatiana Baramzina tenía una voz suave, ojos claros y manos finas, de costurera. En el frente, cosía botones para sus compañeras y remendaba parches de los uniformes de vuelo. Decían que tenía una paciencia infinita para hilvanar con frío y poca luz.

Pero esa dulzura se esfumaba en el aire. Una noche de invierno, volando sobre Bielorrusia, su avión fue perseguido por un Messerschmitt alemán. Voló en círculos entre los árboles, rozaba las copas. Finalmente, se metió en una nube baja y apagó el motor.

El cazador pasó de largo. Esa noche regresó sin bombas, pero con el abrigo lleno de ramas y barro. Lo usó igual al día siguiente.

—Ya no es bonito —dijo—, pero sirve para no congelarme el alma.

Murió semanas más tarde, en una misión terrestre. Tenía 23 años.

Irina Sebrova guardaba una pequeña botella de perfume escondida en su mochila de vuelo.

—Me recuerda a mi madre —decía.

Cada vez que volvía de una misión, incluso cubierta de humo, barro o sangre, se lavaba la cara con agua fría y se ponía una gota en el cuello. Una vez, una compañera le preguntó por qué lo hacía. Sebrova respondió:

—Porque quiero que el olor que quede en mi cuerpo, si muero, no sea el del miedo.

Fue una de las más prolíficas del escuadrón: 1.008 misiones. Vivió hasta 2000. Nunca dejó de usar perfume.

La fundadora del escuadrón, Marina Raskova, era un ícono nacional. Siempre rígida, firme, con la boina bien calzada y los labios pintados con cuidado. Pero el 12 de enero de 1943, durante un traslado aéreo a Stalingrado, uno de los aviones del 588° cayó en una tormenta.

Los soldados nazis le pusieron
Los soldados nazis le pusieron el apodo a estas mujeres pilotos

Murieron tres chicas. Raskova identificó los cuerpos. Esa noche, se encerró en su tienda. No habló con nadie durante horas. Una enfermera contó que la escuchó llorar, sola. Cuando salió, no dijo una palabra sobre lo ocurrido. Solo anotó los nombres en una libreta y les colocó una flor improvisada con papel sobre la cama vacía. Murió un año más tarde, también en un accidente aéreo.

Heroínas condecoradas, luego olvidadas

30 de las mujeres de este escuadrón murieron en combate. Otras volvieron a casa heridas, quemadas, mutiladas, marcadas por el trauma de ver caer a sus amigas, por el ruido de los motores que no arrancaban, por la oscuridad que era aliada y enemiga al mismo tiempo.

23 fueron nombradas “Héroes de la Unión Soviética”. Varias recibieron medallas. Algunas dieron entrevistas en los años 50. Pero pronto, el régimen dejó de hablar de ellas. Con la llegada de la Guerra Fría, los logros de las mujeres combatientes comenzaron a borrarse del relato oficial. Eran incómodas. Peligrosamente igualitarias.

Ninguna desfiló en la Plaza Roja. Ninguna fue enviada al espacio, como Valentina Tereshkova. Recién en las últimas décadas, con la apertura de archivos y el interés de historiadores y periodistas occidentales, las Night Witches recuperaron su lugar en la memoria colectiva.

Hay libros, documentales, cómics, estatuas. Algunas sobrevivientes contaron su historia en sus últimos años. Popova murió en 2013, a los 91 años. Hasta el final, respondía preguntas con la precisión de una piloto.

—No éramos valientes. Éramos necesarias —dijo una vez.

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