
Quizás al pensar en una caja de música muchos, muchas, tengan la misma imagen: unas manos pequeñas o adolescentes, en una época no muy lejana, girando una cuerda, usualmente en la parte inferior, para luego abrir la tapa y dejarse encantar por una bailarina que gira sin parar sobre una superficie espejada, al compás de una melodía que sacude los hilos invisibles que mueven las emociones dentro del cuerpo. O un cisne. O una muñeca.
Otras imágenes, las de las cajas adultas, devuelven el recuerdo de la música a la que daba paso la cuerda al abrir la tapa. Un objeto igual de especial, aunque nada bailase dentro. Siempre eran portadoras de joyas —reales, de fantasía, de plástico—. De tesoros y secretos.
El corazón de la cajita, ese rodillo con puntos en relieve que eran tocados por un piano metálico en miniatura con teclas flaquitas era parte del encanto de ese cofre que solía tener añadido un valor sentimental: era un regalo de alguien especial, una herencia de una persona que se quería mucho, un lugar ideal para hurgar, cuando nadie miraba, entre los collares, pulseras y aros de las mujeres de la familia.
La música envolvente, el objeto danzante, la caja-cofre, el mecanismo en su centro, la cuerda, el cariño, la nostalgia. Todo lo que sintetizaba ese objeto comenzó a extinguirse cuando dejaron de fabricarlas, de ofrecerlas, de comprarlas. Cuando pasaron a ser material de mercado de pulgas y antigüedades o estridencias importadas.
Todo eso fue lo que buscó recrear el santafecino Germán Bertinat cuando pensó, hace una década, en fabricar cajas de música.

—Un día, cuando trabajaba en el área de Recursos Humanos de una multinacional, me llamaron a una reunión. Yo tengo esta dinámica de resolver problemas, entonces era siempre medio hiperactivo. ¿Viste El diablo viste a la moda?, bueno, yo soy la Emily soñada —dice Germán (39 años, mirada celeste, barba rala, risa fácil) desde su taller en Rosario, haciendo referencia a la exitosa película protagonizada por Meryl Streep, Anne Hathaway y Emily Blunt—. Pero venía trastabillando. Y mi jefe era una persona que habitaba en los años 80 y tenía un escritorio de esos de acero con el vidrio encima, lleno de fotos de nietos y dibujos. Yo venía con una bandeja con cuatro cafés a la reunión a la que iba a asistir. Cuando me siento tumbo todos los cafés. Arriba del escritorio había una computadora de esas con el CPU y el monitor gigante. ¡Hasta que sacamos todo, se arruinaron todas las fotos!. Ahí —me adoraba el tipo—, me dice: “Germán, no te gusta este trabajo”. Le digo: “No, la verdad, Ricardo, es que me quiero ir”. Y aparte, me dice: “No lo tomes a mal pero ¿no estás engordando mucho?”. ¡Había engordado ocho kilos!, no paraba de comer galletitas, tenía una angustia.
Germán cuenta esta anécdota entre risas. Tirar los cafés, el hambre emocional, eran síntomas.
Desde adolescente su futuro era algo que le preocupaba: no había nacido con la vocación definida como otros de sus amigos y eso lo tenía claro. Por eso en cuarto año del colegio se hizo un test vocacional. Y quizás por eso, por que la opción del diseño o el desarrollo de un producto no estaba en su horizonte, optó por estudiar Relaciones Laborales. Una carrera correcta a sus ojos de buen alumno, que cursó de manera correcta. Una profesión a la que se dedicó durante una década, en la que era un empleado correcto. No feliz.
—Hice de todo. Me recibí trabajando para la Secretaría de Gobierno, acá de Rosario. Después me fui a una multinacional, después estuve en el mundo de las ONG, o sea que iba mutando entre lo privado, lo público. Siempre muy consciente de una insatisfacción o de que no iba por ahí. Pero decía: “Hasta que no tenga un plan B que sea tan sólido como esto, me quedo”. Y un poquito esa es la trampa, porque a medida que seguís recorriendo nunca hay plan B que sea tan sólido y que dé tantas garantías como lo que ya estás haciendo. Entonces me quedé mucho tiempo mientras el desconcierto crecía. Y me iba escapando: me ofrecían planta permanente en el Estado y yo salía corriendo; se me venía una promoción en la empresa, se corría el rumor de que podía quedar a cargo de un departamento y yo sufría. A medida que hacía un máster, conseguía otro trabajo, la claustrofobia era cada vez más grande o al menos la sensación de que no me quería quedar. Así hasta que me fui de viaje. Y quizás ese fue el punto de inflexión.

No llegaba a los treinta años cuando, después de arruinar las fotos y dibujos de los nietos de su jefe, renunció. Se sintió en crisis y decidió cambiar de aire. Armó una mochila, llamó a un amigo que vivía en Londres y se fue por dos meses a su casa.
La distancia, el tiempo de ocio, el paisaje diferente hicieron que poco a poco se fuera sintiendo mejor. Pero lo que verdaderamente lo sacudió fue David Bowie: una muestra interactiva e inmersiva que le enloqueció los sentidos y se quedó reverberando dentro suyo.
—La exhibición estaba en el Victoria and Albert Museum, un museo divino. Y la muestra era un escándalo, una puesta multimedia de recorrido, toda una cronología de su vida. Entrabas a un cuarto que simulaba, con una escenografía, su habitación; después pasabas a los vestuarios, y tenías auricular, entonces a medida que te acercabas a una vestimenta determinada, por ejemplo, hablaba el diseñador, todo se conectaba con todo. Esto fue en 2013, yo estaba flasheadísimo, ahora quizás estas muestras son más comunes. Y me pasó algo: sin ser un gran fanático de Bowie —ahora sí lo tengo colgado acá en el taller— salí con una angustia muy desconcertante.
Cuando volvió a Rosario, con un poco de ayuda del psicoanálisis, comprendió: “Lo que me angustió, que era un poco contradictorio, fue pensar en la gente que había hecho la muestra. Decía: ‘Qué divertido que debe ser este laburo de haber pasado un año decidiendo de qué manera recrear la habitación de Bowie, a quién llamar, qué música poner’. Y yo trabajaba en Gremial empresaria. Pensaba: ‘Yo tengo que volver a ponerme un pantalón de sastre, ir a pelear con gremialistas, es lo opuesto a lo que quiero hacer”.
En ese momento Germán terminó de comprender que lo que lo hacía feliz estaba lejos de lo que hacía para sostenerse. Había renunciado a su trabajo en la multinacional, había tomado otro part time con gremios empresariales porque tenía que pagar un alquiler y, en su tiempo extra, comenzó a pensar qué es lo que realmente quería hacer.
—La pregunta que dio inicio al proyecto fue: quién es mi Bowie.
“Yo no quiero ser Bowie, pero sí voy a encontrar quién es mi Bowie. Y me voy a agarrar de eso como a una tablita”, se dijo. Su Bowie fue nada menos que María Elena Walsh.
—Fue mi norte. Dije: “María Elena conmueve a una nación, me moviliza a mí por mi infancia, y si hay que rendir este homenaje —solo por responder una pregunta, viste que a veces poquito alcanza— María Elena Walsh es mi David Bowie”. Y empecé a escribir el proyecto, como se escribe un cuento.

Germán se sentó, cuaderno en mano y, con María Elena como bandera en proa, empezó a pensar qué podía hacer. Como se planteó creer seriamente en sus ideas como una clave para que funcionaran, a cada cosa que se le ocurría la estudiaba como si fuese a ser el futuro emprendimiento: sopesaba posibilidades, hacía plan de negocios, investigaba, se asesoraba con personas que supieran del tema —”por eso me llevó tres años armarlo, porque soy un nerd pesado, entonces todo lo constataba con números, retorno de inversiones e iba descartado”, cuenta.
Su primera idea, y quizás la más ambiciosa, fue replicar la muestra de Bowie pero en homenaje a la artista argentina.
—Acá en Rosario hay mucha movida cultural, pública y privada. Y durante muchísimos años funcionó muy bien una muestra que hicieron desde la municipalidad en homenaje a Antonio Berni, tenía eso presente y pensé en hacer algo así. Pero quería darle toda la impronta tecnológica y empecé a recorrer con eso en mente. El plan de negocios lo escribía como una consigna laboral. Entonces tenía también el gift shop que iba a tener la muestra, con toda una lista de productos. Cuando los empecé a escribir dije: “Qué ganas de arrancar por acá”. Y empecé a decir: “Bueno, vamos a hacer un subplan de negocios para producir, a la vez, esto que no existe”, y las cajitas de música estaban en el titular de todo. Cuando avancé ahí dije: “No, es por acá”. No tuve dudas.
El abuelo de Germán, a quien no conoció, era carpintero aficionado y en su infancia los objetos de madera hechos por él estaban envueltos de una nostalgia emotiva que hacía que adquirieran un valor especial. En su búsqueda visitó mucho el campo de sus abuelos y a esos objetos con intención de revivir lo que le generaban, “de volver a los lugares donde fui feliz”, dice. “Todo eso cuando uno está emocionado o mal se te viene a flor de piel”.
Fue entonces que las variables que tenía asentadas como columnas de hierro para su proyecto comenzaron a converger alrededor de la caja musical.
—Era un objeto lindo para atesorar, que convocaba a todas las generaciones de una familia, que podía conmover.
Y podía sonar a María Elena Walsh. Además de ser un gran regalo. Lo que para Germán no era menor sino central.
—Yo soy muy bueno haciendo regalos. Iba a decir que me gusta mucho. No, soy muy bueno haciendo regalos —ríe de su decisión de no recurrir a la falsa modestia—. Y creo que la clave (o al menos yo me divierto haciéndolo) es pensar siempre en que el regalo tiene que tener algo en común entre la persona que lo da y quien lo recibe. Que si pensás solo en el otro y preguntás qué necesita, tipo lista de casamiento, es deprimente. De hecho, jamás en mi vida cumplí con una lista de casamiento, nunca te voy a dar una gift card, detesto todo ese tipo de alternativas. Y trataba de ser muy genuino en esta búsqueda. Empecé a darle mucho lugar a lo que se sentía verdadero. Me parecía que ese tenía que ser inevitablemente el norte si el proyecto iba a ser mío.
—¿Y siempre gustan tus regalos? ¿Podés afirmar que hacen felices a las personas?
—Sí. Y si no creo que la gente no se está animando a decírmelo —ríe— , pero yo estoy convencido de que sí. Eso también lo tengo muy presente en el proyecto porque, en la tienda, cuando hacés la compra, podés agregar una dedicatoria y marcar si es un regalo, en ese caso lo preparamos distinto. Y el 95% de las compras son regalos, entonces me parece que todas estas cosas hacen sentido. Es mucho más emocionante que una abuela le regale a un nieto un objeto que ella comprende. Y los chicos perciben que la abuela se emociona, sabe la canción, y a su vez es algo delicado entonces a lo mejor te invita a cuidarlo de otra manera o a no tirarlo en el cajón de los juguetes sino ponerlo en una estantería. Ese folklore que generan las cajitas musicales me encanta.
Su abuelo carpintero, los objetos hechos por él con valor sentimental, la música impregnada en ese rincón del cuerpo adulto donde se guarda la infancia que despierta con los primeros acordes de Manuelita o La reina batata, el amor por lo que emociona y puede compartirse entre las diferentes generaciones de una familia, todo se jugaba ahí.

Nerd como se define y decidido a trabajar con ella, se compró todos los libros, biografías, discografía “y todo lo que existía” de María Elena Walsh.
—Y me enamoré el doble. Miré todos los programas de archivo que había cuando tenía ese show en ATC o Canal Siete, toda su militancia, su obra, me la consumí en meses. Así que quedé más enamorado y también me generó un poquito más de vértigo porque quería estar a la altura con lo que diseñara homenajeado su obra.
Era 2013 y Germán se puso a construir su idea —le llevaría tres años pasar del boceto inicial en papel a la producción, que comenzó en 2016, y otros cuatro que esté en funcionamiento óptimo para renunciar del todo al mundo de las relaciones laborales y dedicarse por completo a su empresa—. Una vez que tuvo definido el producto y su música armó equipo, que es, en sus palabras, “lo más valioso de la empresa, sin lugar a dudas”.
Sus compañeros en este barco de fabricar un objeto casi extinto que pudiera ofrecer algo especial a niñeces y familias son Juan Manuel Giacomino y Walter Gonsolin.
—Estamos los tres en ciudades distintas porque nadie está dispuesto a abandonar su punto de trabajo, lo cual me encanta porque nos parecemos mucho. Entonces tenemos una carpintería en San Carlos (Santa Fe), que es el pueblo de donde soy yo, donde está mi familia, que ahí trabaja Juan Manuel. Y el taller de Walter, que vive en Carcarañá, que queda acá cerquita de Rosario, donde estoy yo con mi taller. Walter es el último hombre del Renacimiento: sabe hacer todo. Estudió Bellas Artes pero si en la casa hay que cambiar un piso lo hace, si hay que revisar una instalación lo hace y construye las escenografías en el Teatro El Círculo, que es el más importante de Rosario. Entonces, maneja todas las escalas. Mi pareja —que es escenógrafo de ópera—, cuando arranqué, me dijo: “Andá a hablar con Walter porque se van a llevar bien, son los dos igual de...”, no sé, seguro que dijo pesados o algo muy parecido —recuerda y se ríe.
Dice que se juntaron a tomar un café y salieron con un manojo de ideas de mecanismos y “enganchadísimos” con el plan.
De ahí en más todo fue diseñar la caja musical, buscar proveedores —como Ricardo, Alicia y Gigi, que hoy son prácticamente parte del equipo—, perfeccionar procesos, profesionalizar y unificar los talleres de los tres.
Germán dice que es “el más acelerado y el más eufórico” y que cuando se reúnen sale lleno de soluciones.
—Nos complementamos muy bien y creo que a todos les encanta el proyecto, un poco por su naturaleza. Me parece que todos somos entre sensiblones, medios nerds y eso nos mantiene trabajando contentos.
Así, Germán, Walter y Juan Manuel se encontraron en “La Maravillosa Calle Bolton” y la transformaron en la única fábrica de cajas musicales del país. El nombre y el logo, una casita con estilo georgiano —el tipo de arquitectura que se estilaba entre 1720 y 1840 en los países de habla inglesa— son un homenaje al viaje que sacudió a Germán: Bolton era la calle donde se hospedaba y la casa tenía ese diseño salido de un cuento.

En los pequeños cuadros de madera hay mini escenografías: un elefante con trompa de tetera sirve té a unos amigos muy particulares frente a una mesa de merienda muy argenta, con torta y pan dulce; una reina batata encarnada en criatura de bosque posa con gracia con cetro y corona entre flores e insectos encantados; la tortuga Manuelita rema por el río Sena, recién salida de la tintorería. Al girar la cuerda que está en el reverso, bajo el título de la canción, la pequeña escena cobra vida mientras se escucha un fragmento de la melodía inmortalizada por María Elena Walsh.
La idea de lo escénico de las cajas también fue una convergencia entre los escenógrafos que rodeaban al proyecto y unos pequeños teatros de papel que Germán encontró en una juguetería vintage en el mismo viaje que le dio impulso a todo y fueron inspiración. Compró varios para traer de regalo, compró también unas cajitas de música que eran para su sobrina por nacer, de las que Germán después no se podía desprender.
—Le compré dos o tres cajitas de Alicia [en el país de las maravillas]. Y me fue quedando en la estantería entonces le empecé a decir a mi sobrina: “El tío te las va a guardar y las vas a tener acá cuando lo visites” —se ríe—. No quería soltar nada. Le regalé una y me quedé con otra.
Para confeccionar las escenas de cada una de las cajas convocaron a diferentes ilustradores argentinos, con todos se dieron lujos diferentes.
—Esto que provoca María Elena lo vamos comprobando en todos los pasos que damos porque así como fue atrevido decir: “Quiero fabricar cajitas de música”, al primero que contactamos fue a Cristian Turdera. Me dijo: “Sí, me encanta. María Elena Walsh y cajitas de música: reestoy”. Imaginate que los presupuestos que teníamos en ese momento no eran muy tentadores para esos profesionales. A mí me gusta mucho trabajar en equipo, entonces con mis compañeros y los ilustradores nos pusimos a pensar juntos cada cajita.
A Turdera le siguió Decur, a Decur, Yael Frankel. Y pronto emprenderán la búsqueda de alguien que ilustre la cuarta cajita inspirada en Canción de bañar la luna.
—Cada proceso fue muy distinto pero en cada una [de las cajas] se pensó primero la canción. El mayor desafío es adaptar la melodía al mecanismo a cuerda, esto lleva un trabajo tremendo porque hay que lograr que el fragmento elegido tenga la duración exacta para que cuando se repita no se interrumpa y a su vez cumpla con la cantidad de notas que te permite el piano de la caja. Y después, como todo, tiene un millón de requisitos, como que no podés poner determinadas notas demasiado juntas porque hacen un chillido, es como un manualcito que vas descubriendo equivocándote. Entonces trabajamos con un pianista que nos tiene mucha paciencia y vamos haciendo partituras, las probamos, sale mal, lo hacemos de nuevo. Entonces primero desarrollamos la melodía.
Luego viene la escenografía con los ilustradores. El movimiento. La serigrafía de los nombres en la parte posterior. El envoltorio delicado. Quizás el objeto parezca simple pero la meticulosidad del trabajo para que esa caja cumpla con el estándar de sus creadores es quirúrgica. Y va desde la idea hasta la esencia acaramelada que le impregnan para que, al abrirla, sus futuros dueños cierren los ojos y el perfume libere las endorfinas de un paquete de galletitas con chips.
—Eso es lo que más disfruto del producto y lo que más cuidamos. Siempre le sumamos detalllecitos, info, postales, dedicatorias y packaging. Y me da mucha felicidad que la gente reconozca eso a lo que uno le dedica tanto tiempo. Cuando hacés una compra en la web, a los diez días te llega la posibilidad de dejar una crítica, siempre prestamos atención a lo que dicen y la mayoría son buenísimas. A veces yo pensaba: “Oy, nadie va a ver esto”. O muchos me decían: “No seas tan pesado, nadie le va a dar bola, lo van a comprar igual”. Yo lo hago por mí, porque también la quiero pasar bien, pero la gente lo ve. Hay mucho público que disfruta de los detalles. Cuando tenemos listas las cajitas, y hacemos la última revisión, las guardamos en un placard por 15 días con esencias de cookies.
Así, las cajas musicales de La Maravillosa Calle Bolton son una flecha en el centro neurálgico de los sentidos, las emociones y la argentinidad. La cuerda, la ilustración, la música, la madera impregnada con olor a paraíso de vainilla. A la merienda de la casa de la abuela.

Quizás sea el amor por la belleza, por el objeto, por la canción en el pecho que se vuelca en la pequeña caja lo que hace que, pese a todos los vaivenes económicos del país, desde hace una década el emprendimiento crezca de manera sostenida. Quizás también sea por eso que desde su tienda online salgan pedidos a muchas partes del mundo e incluso las exporten a países como Estados Unidos y Corea del Sur.
—Ellos [los coreanos] le dan muchísimo valor a su propio folclore, a la oralidad de los cuentos, de las canciones, lo tienen muy presente y son muy avanzados en cuanto a la educación y la pedagogía de los niños, le dan muchísima importancia. Entonces congeniamos muy bien con los productos analógicos que tienen una historia por detrás. Tenemos otra línea que está basada en cuentos de Hans Christian Andersen, con cajas musicales de Pulgarcita y El soldadito de plomo, y la de Pulgarcita, al ser más universal, es la que más exportamos. Pero la mayoría de los productos que vendemos afuera son para argentinos que tienen un hijo en otro país o la abuela se la manda a Suiza. Entonces siempre nos aclaran: “esta va a Finlandia, esta va a Japón”. Y nos emocionamos un montón con las dedicatorias que escriben las abuelas para los nietos. Que el regalo signifique enviar un pedazo de Argentina nos llena de orgullo.
ultimas
El joven solitario que mató a 32 estudiantes por “venganza” y el mensaje que anticipó la masacre: “Ustedes me obligaron a hacerlo”
Seung-Hui Cho tenía antecedentes psiquiátricos, era considerado “un peligro para sí mismo y para otros”, logró comprar dos armas legalmente y desatar una matanza en el campus de Virginia Tech. Dieciocho años después, la serie británica “Adolescencia” vuelve a poner en escena el costado más incómodo del problema: el silencio adulto frente al sufrimiento de los jóvenes

La odisea de los restos del Titanic: cómo fue la recuperación de los cuerpos del trágico naufragio
Desde su hundimiento, el 15 de abril de 1912, poco se había informado sobre los cadáveres. Nuevas investigaciones sugieren que los efectos del mar y la clase social influyeron decisivamente en el tratamiento de las víctimas

La “Tragedia de Hillsborough”: el día que 97 hinchas del Liverpool murieron en la peor catástrofe en la historia del fútbol británico
Cada 15 de abril, Liverpool guarda silencio en memoria de las víctimas de 1989, una fecha que sigue resonando en la conciencia colectiva. Además, los familiares continúan buscando justicia y verdad ante la negligencia que desató el caos

A 80 años de la liberación del campo de concentración nazi Bergen-Belsen: “Era un planeta diferente, un infierno”
El 15 de abril de 1945 las fuerzas británicas ingresaron al centro ubicado en el norte de Alemania. Allí, meses antes había muerto Ana Frank. “Lo que vi nunca me abandonará”, contó años después Mike Lewis, uno de los camarógrafos británicos que llegó aquel día

Los atentados de la maratón de Boston: tres víctimas y dos bombas que cambiaron los esquemas de seguridad de los eventos deportivos
El 15 de abril de 2013 explotaron dos dispositivos con explosivos que dos terroristas dejaron en mochilas entre el público. Los dos criminales fueron perseguidos: uno murió y el otro sigue detenido
