
Era un cóctel explosivo: homosexualidad, drogadicción y muerte inevitable. Con estos tres ingredientes inscriptos en el imaginario social, la irrupción de la pandemia del Sida a principios de la década de los ‘80 produjo, además de un problema sanitario global contra el cual no existían tratamientos médicos eficaces, una ola de prejuicios y falsas creencias que llevó al rechazo social, la discriminación, la marginación y en muchos casos la criminalización de las personas infectadas por el virus de inmunodeficiencia humana, causante de la enfermedad. Se temía a los afectados de la misma manera que en la Edad Media había ocurrido con la lepra o la peste negra, y se los culpaba de un contagio que se atribuía a sus prácticas.
Fue en vano en esos primeros tiempos que la Organización Mundial de la Salud y las autoridades sanitarias de los países informaran sobre las verdaderas vías de contagio: relaciones sexuales homo y heterosexuales, parenteral (de madre a hijo) y contacto por sangre (compartir agujas de inyecciones o transfusiones sanguíneas). Se creía que los afectados podían contagiar su enfermedad con la saliva, compartir un vaso o un cubierto, la simple respiración cercana o el inocente acto de dar la mano. Los prejuicios podían más que la información y las fake news corrían como por un reguero de pólvora. Los pacientes eran convertidos en parias: perdían sus trabajos, la escolaridad, las relaciones sociales y, a veces, hasta sus familias. Incluso había médicos y enfermeras que se negaban a atenderlos. Se llegó a hablar de un castigo de Dios.
En ese contexto, hubo historias personales que ayudaron –con el dolor y la entereza de sus protagonistas– a cambiar esos puntos de vista y poner al Sida en su real dimensión: la de una enfermedad que se podía prevenir y a la que, tarde o temprano, la ciencia le encontraría tratamientos y, quizás, una cura. Uno de esos casos fue el de Ryan White, un chico al que se le detectó la enfermedad a los 13 años, cuyos sufrimientos y su lucha – y la de su familia– marcaron un hito de la manera de ver a la infección por VIH y el Sida en Estados Unidos y en casi todo el mundo.

Tanto que cuando murió, a los 18 años, el 8 de abril de 1990, el ex presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, lo despidió así: “Debemos a Ryan haber eliminado el miedo y la ignorancia que le había perseguido desde su casa al colegio. Debemos a Ryan haber abierto nuestros corazones y nuestras mentes a las personas con Sida. Debemos a Ryan el ser compasivos, comprensivos y tolerantes con las personas con sida, sus familias y amigos. Es la enfermedad lo que da miedo, no las personas que la tienen”.
En su homenaje, un año después, el Congreso estadounidense promulgó el acta Ryan White CARE, un programa federal que proporcionó ayuda financiera de emergencia a las comunidades afectadas por la epidemia del Sida, que dotó de fondos a programas para mejorar la disponibilidad de asistencia a personas con bajos recursos, sin cobertura sanitaria o con una cobertura sanitaria deficiente al enfermo, incluyendo a sus familias.
Una transfusión de sangre
Ryan nació en Kokomo, Indiana, el 6 de diciembre de 1971 y a los seis días de vida se descubrió que tenía hemofilia, una enfermedad genética caracterizada por la dificultad de la sangre para coagularse. Desde entonces, comenzó a ser tratado con la terapia más común de la época: las transfusiones de sangre. Gracias a ese tratamiento, su salud se mantuvo estable hasta diciembre de 1984, cuando comenzó a deteriorarse. “Estaba cansado todo el tiempo, no podía respirar, así que me llevaron al hospital pensando que tenía neumonía”, recordó al contar públicamente su historia.
Le hicieron estudios en el hospital infantil James Whitcomb Riley, en Indianápolis, donde el médico Martin Kleiman le diagnosticó un tipo extraño de neumonía que aparece en pacientes con Sida. El VIH había sido descubierto el año anterior y Ryan se contagió durante su tratamiento de Factor VIII contra la hemofilia por una transfusión de sangre infectada, ya que por entonces no se realizaban pruebas para detectarlo en las donaciones de sangre.

Por la baja de defensas que le provocó el Sida, Ryan estuvo internado por su neumonía durante casi dos meses hasta que se recuperó. Parecía que había pasado el mal trago y que podría retomar una vida más o menos normal, pero entonces a la enfermedad que padecía se le sumó otra: la de los prejuicios.
Fuera del colegio
Ese año, Ryan terminó de cursar sus estudios secundarios a distancia, escuchando las clases por teléfono, pero a principios de 1985, con el inicio del año escolar, quiso volver al aula. Las autoridades del Colegio Western de Kokomo, donde estudiaba, le informaron a su madre, Hale, que no le permitirían asistir por temor a que contagiara a los otros alumnos. El director del colegio, James O. Smith, le dijo que 117 padres (de un total de 360 alumnos) y 50 profesores habían firmado una petición para que se le prohibiera la asistencia de Ryan a las clases.
En un artículo publicado por esos días en el Komomo Tribune, cuando lo consultaron por la prohibición, el director respondió: “Estamos obligados a brindarle educación al niño, pero tendrá que recibir instrucción en casa, porque también tenemos la costumbre de mantener alejados a los niños que tienen enfermedades transmisibles”. La familia White presentó una demanda para anular la prohibición en el tribunal del distrito de Indianápolis, pero allí se negaron a atender el caso.
La noticia de la enfermedad de Ryan corrió por toda la comunidad y las reacciones en Kokomo apuntaron a criminalizar al chico y a su familia. Los convirtieron en los “apestados”. Pintaban las paredes de su casa con mensajes ofensivos, les lanzaban huevos e hicieron correr rumores de que había que alejarse de él porque arañaba y mordía a las personas o escupía frutas y verduras en los supermercados para contagiar el Sida a los demás.

Cuando finalmente la justicia tomó el caso en sus manos y ordenó al Colegio que lo recibiera nuevamente en sus aulas, las cosas no mejoraron. El día que regresó, en septiembre de 1986, encontró en la puerta un enorme cartel preparado por sus propios compañeros donde se podía leer: “Volvé a tu casa y morite”. Con una entereza ejemplar, Ryan no se amilanó, pero cada día de escuela se convirtió en un calvario: lo sentaban en un pupitre aislado, nadie se le acercaba en los recreos y en los almuerzos debía hacer fila separado de los demás y sentarse solo en un rincón del comedor.
Unos meses después la situación de Ryan y su familia se hizo insostenible cuando una de las ventanas de la casa estalló mientras dormían y encontraron una bala incrustada en la pared del comedor. Su mudaron a un pueblo más pequeño, Cicero, en Indiana, donde Ryan pudo terminar su año escolar en la secundaria Hamilton Heights, cuyos directivos no pusieron reparo alguno para recibirlo.
Los medios y los famosos
Para entonces, la lucha de Ryan y su familia para que se les respetara su lugar en el mundo había despertado el interés de los medios, casi al mismo tiempo que las campañas de información de las autoridades sanitarias comenzaban a clarificar y desmitificar las vías de contagio del VIH y a difundir los métodos para prevenir la infección. Al principio con timidez y luego con más aplomo, Ryan aceptó ser entrevistado en diferentes programas de televisión para contar su historia. Junto con su madre y su hermana, viajó a Nueva York para asistir como invitado a los programas Good Morning America y Today.
La publicidad del caso lo catapultó a la fama y él la aprovechó no solo para contar su historia sino para difundir información certera sobre el Sida. Su caso también encontró espacio en diarios y revistas y fue nota de tapa de importantes medios de alcance nacional como The Saturday Evening Post, USA Weekend, Life y People. Además, su imagen apareció en carteles de campañas educativas sobre la enfermedad y él mismo participó de derechas de actos benéficos para niños infectados por el VIH.
La historia de Ryan trascendió las fronteras de Estados Unidos e interesó a muchas figuras que en ese momento estaban participando de campañas de concientización sobre la enfermedad. Uno de los primeros en acercarse a él fue el cantante y compositor británico Elton John, que ayudó a la familia a comprar una casa en Cicero. Michael Jackson le regaló un Mustang color rojo para que fuera al colegio. Aunque aceptaba esa ayuda, Ryan se sentía incómodo y no quería que pensaran que sacaba ventaja de su enfermedad. Trataba de llevar una vida normal e, incluso, consiguió trabajo en un comercio donde le pagaban poco más de tres dólares la hora. “Le dije: ‘Pero, Ryan, eso ni siquiera te alcanza para pagar la nafta para ir a trabajar’ y él me contestó: ‘Mamá, no entendés. Tengo un trabajo como todo el mundo’. Eso fue muy importante para Ryan, porque él quería ser un chico como los demás y estar cerca de sus amigos”, contó Hale, su madre.

El final y el ejemplo
Así pasó los últimos años de su vida. El 29 de marzo de 1990, meses antes de terminar la secundaria, Ryan debió ser internado en el hospital James Whitcomb Riley por una infección respiratoria. Debieron sedarlo y darle respiración asistida, pero ya no se recuperó y murió el 8 de abril de 1990. Su funeral congregó a más de mil quinientas personas en la Iglesia Presbiteriana de Indianápolis y fue cubierto en directo por todas las cadenas nacionales de televisión. Fue enterrado en el cementerio de Cicero.
Cuando murió, Ryan White ya era una importante referencia en el ámbito de la lucha contra el Sida. Fue una de las primeras personas que mostraron públicamente su enfermedad y les marcó el camino a personajes famosos como Magic Johnson o Kimberly Bergalis para ayudar a cambiar la percepción pública del padecimiento y a sensibilizar al público sobre la magnitud y las consecuencias sociales de la pandemia. Poco después de su fallecimiento, Elton John creó su propia fundación contra el Sida y donó los derechos de su canción The last song al recientemente creado Centro de Enfermedades Infecciosas Ryan White del Hospital Riley.
La madre de Ryan, Hale White, también creó una fundación de lucha contra el Sida que lleva el nombre de su hijo. Sin embargo, cada vez que la entrevistaban, se oponía a que la figura de Ryan fuera glorificada e insistía en difundir una concepción humanística de la enfermedad. “El Sida no le trae gloria a nadie, sólo dolor, tristeza y preocupación. Ryan siempre decía que si no conocés algo, le tendrás miedo. Así que por lo menos tenés que educarte. Y eso es lo que yo hago, tratar de educar. No desde un punto de vista médico, sino desde un punto de vista humano. La mejor manera de aprender acerca del Sida es a partir de la experiencia humana, no con estadísticas”, solía decir.
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