Escapó de las garras de Klaus Barbie y la Gestapo ordenó “encontrarla y destruirla”: la historia de la espía que rengueaba

Virginia Hall nació en Estados Unidos y se instaló en Francia durante la Segunda Guerra Mundial con la profesión de periodista como cobertura. Perdió una pierna y los nazis jamás pudieron dar con ella. Fue condecorada por los aliados por su tarea como agente antifascista

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Virginia Hall, hablaba varios idiomas
Virginia Hall, hablaba varios idiomas y fue una espía reconocida pero nunca descubierta por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial

Alcanzó la máxima aspiración de un espía: no la pescaron nunca. Se salvó varias veces por los pelos; pero en una época y en una Europa donde los espías atrapados por el enemigo tenían muy pocas posibilidades de ver la luz del día siguiente, ella, Virginia Hall, una mujer de un coraje fantástico, una astucia agudísima, un amor inquebrantable por la aventura y una antifascista feroz y decidida, libró su batalla personal, solitaria y eficaz contra el nazismo.

Una mañana de 1942, las calles de Lyon, Francia, amanecieron empapeladas con un cartel que mostraba un retrato, que no era una foto, no era un ejemplo de hiperrealismo, no era siquiera una imagen fiel; era más bien un rudimentario identikit que revelaba el rostro, posible, entrevisto, de una mujer inhallable. Los carteles tenían una leyenda que desbordaba desprecio e impotencia: “Esta mujer, que renguea, es una de las más peligrosas agentes de los aliados en Francia. Debemos encontrarla y destruirla”. Era un mensaje de la Gestapo, la temida policía nazi, en la ocupada Francia. Lo primero que describían los carteles era verdad; los dos últimos postulados eran apenas una expresión de deseos.

En 1942, la Gestapo de Lyon no estaba en manos de un delicado oficial nazi, estaba en manos de Klaus Barbie, tal vez el más sádico y sanguinario jerarca de las SS de Adolfo Hitler al que llamaban “El carnicero de Lyon”, un apodo que se había ganado con creces en las mazmorras de una ciudad y de una zona de Francia que lo padeció durante casi tres años. Barbie torturaba de un modo terrible y en persona a sus presos. Era parte de su rutina diaria; fue un criminal de guerra de tal calaña que, incluso cuando Alemania estaba ya en derrota, envió un último tren cargado de chicos a los campos de exterminio del nazismo. Logró huir a la Argentina, se radicó en Bolivia y organizó allí grupos paramilitares para los dictadores de ese país, hasta que fue detenido y deportado en 1983. Murió en la cárcel de Lyon en 1991, condenado como estaba a prisión perpetua.

El registro de conducir de
El registro de conducir de Virgina Hall emitido en Estonia, país donde vivió por un tiempo

Barbie estaba obsesionado con Victoria Hall, que se le escurría como arena en las manos, después de provocar tremendos daños a las fuerzas de ocupación. Victoria era invisible, tenía mil nombres, decenas de diferentes apariencias, varios oficios, era audaz, osada, imprevisible. Había perdido la pierna izquierda y usaba una prótesis de madera que la hacía caminar con dificultad; por eso el cartel de la Gestapo hablaba de una mujer “que renguea”. Pero cuando era necesario, Victoria era capaz de caminar de manera tal que su renguera se hiciese casi imperceptible, aunque eso le provocara tremendos dolores de cadera.

Le había puesto nombre a su pierna ortopédica. La llamaba “Cuthbert” con ese cariño inexplicable que alguna gente elige para tratar con sus desgracias; había aprendido a andar en bicicleta con “Cuthbert” a cuestas y, cuando la enviaron como espía a Francia, se lanzó en paracaídas sobre la zona de la resistencia junto a “Cuthbert” y decidida a armar una red de espías. Tan inadvertida pasó Victoria a la historia del espionaje, que el prestigioso historiador británico Max Hastings no la registra en su monumental obra sobre espías, códigos y guerrilleros de la Segunda Guerra.

¿Quién era Victoria Hall, que debió ser la heredera de una rica familia estadounidense de Maryland, antes que una loba solitaria en los campos europeos en su lucha abierta y personal contra el nazismo de Hitler, y al servicio de Gran Bretaña primero y de Estados Unidos después? Hall había nacido el 6 de abril de 1906, hace ciento diecinueve años, en Baltimore, Maryland, en una familia poderosa de comerciantes instalada en el que era un importante centro fabril. Ella misma se definía como “gruñona y caprichosa”, dos adjetivos generosos para alguien con una personalidad indomable y levantisca. Estudió en el Radcliffe College, la facultad para mujeres de la Universidad de Harvard y en el Barnard College, la facultad femenina de la Universidad de Columbia. Hizo un posgrado en la American University de Washington. Hablaba con bastante fluidez francés, alemán e italiano y algo de español. Logró que la enviaran a Europa para estudiar en la Sorbona donde lo que menos hizo fue estudiar, salvo para mejorar su francés.

La noticia del accidente que
La noticia del accidente que sufrió Virginia Hall y que hizo que le amputaran una pierna

Europa le dio vuelta la vida: se enamoró de París, anduvo por Viena donde estudió ciencias políticas y periodismo y, en Italia, conoció en directo el fascismo encarnado por Benito Mussolini. Le bastó y sobró. Cuando regresó a Estados Unidos intentó convertirse en diplomática, pero fue rechazada por el Departamento de Estado que no empleaba a muchas mujeres en cargos de jerarquía. A inicios de los años 30 consiguió, porque era persistente y tozuda, un cargo de secretaria en la embajada americana en Varsovia, Polonia, desde donde avizoró el nazismo en ciernes y la evolución estaliniana del comunismo soviético. Cuando intentó ganar un cargo diplomático, fue rechazada de nuevo y enviada a un simple destino consular en Esmirna, Turquía, la ciudad que en los años 20 había sido víctima y testigo del genocidio turco contra armenios y griegos.

En Esmirna Victoria no tenía demasiado para hacer, salvo participar de varias partidas de caza, que era una de sus actividades favoritas: era buena tiradora incluso con pistola. En una de esas excursiones sucedió la tragedia: Victoria dejó caer su escopeta que se disparó y la perdigonada hirió su pierna izquierda. Demoraron demasiado en atenderla, o en atenderla como era debido, la herida se gangrenó y le amputaron la pierna por debajo de la rodilla. Tenía veintisiete años y Adolfo Hitler acababa de hacerse con la Cancillería alemana. Se recuperó de las heridas en Estados Unidos, fue allí donde se unió a “Cuthbert” para siempre, donde volvió a ser rechazada para un cargo de embajadora por el Departamento de Estado y desde donde fue enviada como empleada consular a Venecia, Italia y luego a Tallín, Estonia, donde la sorprendió el estallido de la Segunda Guerra.

Dejó la diplomacia a un lado y para siempre y corrió a refugiarse a Londres. Por sus antecedentes, le dieron un empleo burocrático en la embajada americana. En uno de esos cócteles de guerra, que reúnen bajo luces de fiesta a legisladores, políticos, espías, sicarios, mercenarios, traficantes de armas, diplomáticos, periodistas y desconocidos ilustres en busca de algún hueso para roer, Virginia conoció a Vera Atkins que tenía una singular profesión, si es que puede llamarse así: formaba espías.

Vera Atkins se llamaba en realidad Vera Mary Rosenberg; no era británica sino rumana, dos años menor que Virginia, hija de una inglesa, Hilda Atkins, y de Max Rosenberg, un alemán de origen judío. Como Virginia, Vera había estudiado en la Sorbona hasta que los nazis invadieron París y la obligaron al exilio. Trabajaba en Londres con el coronel Maurice Buckmaster en la Dirección de Operaciones Especiales (SOE), una división secreta creada por Winston Churchill.

Vera supo enseguida que Virginia era oro en polvo. Era joven, bella, inteligente, hablaba alemán, italiano y francés, y algo de español. Su inglés tenía un inconfundible, inevitable también, acento estadounidense lo que calzaba perfecto para la cobertura que iban a darle: corresponsal en Francia de un diario americano. Su pierna ortopédica era lo de menos porque le daba cierto aire inofensivo. Pero era lo de más para cuando Virginia tuviera que actuar como espía, lo que implicaba operar una radio, disparar armas, colocar explosivos y, por lo general, huir del enemigo.

La entrenaron en paracaidismo, Virginia estaba en la gloria con la probabilidad de pelear contra el fascismo y de correr riesgos y, en 1941 la lanzaron desde un avión sobre territorio francés, cerca de Lyon. Tenía varias misiones a cargo, todas secretas: supuestamente era la cronista de un diario estadounidense, pero debía encargarse, junto a la resistencia francesa, de repatriar a los pilotos británicos que habían sido derribados en suelo francés, dar apoyo a otros agentes del SOE y conseguir la mayor cantidad de información sobre los alemanes, sus tropas y sus desplazamientos, que fuese útil a los británicos. Su nombre secreto era “Germaine”. Como “periodista” entrevistó incluso a autoridades alemanes que servían en Lyon y armó luego una red local de espionaje, la “Red Heckler”, que le permitió el acceso a casas seguras para refugio de agentes secretos y pilotos en desgracia, y para diseñar incluso sabotajes con explosivos destinados a dañar, o al menos a menguar la eficaz logística nazi.

Virginia Hall tenía varias identidades
Virginia Hall tenía varias identidades con las que se movía en la Francia invadida por los nazis (National Archives)

Virginia Hall caminaba por una cuerda floja. Su cobertura de periodista americana se fue al diablo en diciembre de 1941, cuando Japón bombardeó Pearl Harbor y Estados Unidos entró en la guerra. Ahora, todo americano era enemigo del Reich. Para inicios de 1942 los rumores sobre una mujer espía en Lyon corrían por las filas de las SS y de la Gestapo de Barbie. Virginia cambió de aspecto, se tiñó el pelo, modificó su vestuario diario, hasta hizo algunos retoques a su dentadura para cambiar en parte su expresión y adoptó decenas de nombres de guerra, Marie, Marie de Lyon, Marie Monin, Virginia, Brigitte, y de profesión o de actividad: cualquier cosa para escapar de los nazis.

En mayo, la Gestapo de Lyon empapeló la ciudad con el leve retrato de Virginia y su dramático llamado: “Debemos encontrarla y destruirla”. En agosto, la habían acorralado. Los nazis habían infiltrado en la resistencia a uno de sus espías, Abbe Ackuin, que usaba el alegórico apodo secreto de “Bishop – Obispo”, y después de varias redadas y de terribles torturas a miembros, familiares, conocidos o sospechosos de pertenecer, colaborar o simpatizar con la resistencia, lograron dar con indicios, sospechas, más bien barruntos de quién podía ser la famosa espía que rengueaba.

Para entonces, Virginia Hall había salvado de la deportación a centenares de judíos, había dado refugio, alimento y dinero a agentes aliados, había ayudado a huir a decenas de pilotos británicos y se había encargado de que llegaran a los guerrilleros “maquis” franceses armas, municiones y pertrechos. Gran Bretaña entonces le ordenó salir de Lyon de inmediato y regresar de alguna manera a Londres: Abbe “Bishop” Ackuin le pisaba los talones. Y Barbie, también.

De nuevo, Virginia Hall se salvó por los pelos, salió de Lyon de la manera más insospechada para una persona a la que le faltaba una pierna: en bicicleta. Eludió el cerco de la Gestapo y, con la ayuda de sus contactos en la resistencia, el 8 de noviembre de 1942 logró treparse a un tren nocturno con el que llegó a Perpiñán: frente a ella tenía los Pirineos, pero no aparecía ningún guía encargado de orientarla para llegar a la frontera con España. Dos días después, el 10, apareció un montañista y, por la noche, junto a otros dos fugitivos, empezaron a escalar la montaña: fueron cuatro penosos días en los que “Cuthbert” no trató muy bien a su dueña, empeñada en escalar las piedras nevadas y descender luego, también por caminos cubiertos de nieve, hacia la frontera.

Cuando venció los 2.784 metros de altura del macizo del Canigó y pisó Cataluña, la Guardia Civil franquista la metió presa por ingresar a España de manera ilegal y sin visa. Como para visas estaba Virginia, con Barbie en los talones. Fue a parar a la cárcel de Figueras, sus acompañantes fueron a parar a un campo de concentración en Miranda del Ebro, y allí estuvo durante casi seis semanas. Logró que el familiar de un preso sacara un pedido de auxilio suyo al cónsul estadounidense en Barcelona que consiguió que la liberaron y que eludiera la posibilidad nada remota de que Franco la entregara a los nazis: era parte de su ayuda a Hitler; el abastecimiento de los submarinos nazis en las costas gaditanas también era parte de esa alianza no escrita entre los dos dictadores.

Virginia se las ingenió para llegar a Madrid y trabajar durante varios meses como corresponsal del “Chicago Times”. Fueron para ella días oscuros, alejada de la acción, en un oficio que le servía como cobertura, pero que no era el suyo. Alguna vez confesó: “Pensé que podría ayudar en algo desde España. Pero no, no estaba haciendo ningún ‘trabajo’. Vivía agradablemente y perdía el tiempo: no valía la pena. Al fin de cuentas, mi cuello es mío”. Su “trabajo”, el que añoraba, era el espionaje, el riesgo y complicarle la vida a los nazis. Por fin volvió a Londres y pidió ser enviada de nuevo a su amada Francia. Pero el SOE se negó. Los británicos juzgaron que había hecho más que lo suficiente, que no tenía sentido que volviera a tentar al destino.

Virginia entonces recurrió a la OSS, la oficina de Servicios Estratégicos de Estados Unidos, precursora de la CIA que sí la admitió y la envió de nuevo a Francia junto a otras mujeres espías, Diana Rowden, Violette Szabo y Lilian Rolfe, que habían sido formadas por Vera Atkins. De manera que, pese a su negativa, el SOE volvió a contar con la colaboración de Virginia. A ninguna de aquellas mujeres les dijeron cuál era su misión esta vez, sólo tenían que informar sobre los movimientos de tropas alemanas allí donde las vieran, y sabotear en la medida de lo posible, rieles de ferrocarril, cruces de carreteras, líneas de comunicación. Cualquier cosa que fuese útil para retrasar el envío de refuerzos nazis a las playas de Normandía, para cuando se produjera el desembarco del 6 de junio. Solo que las espías sabían nada del desembarco.

Virginia llegó en una lancha a motor a la costa francesa de Beg-an-Fry, cerca de Brest, en Bretaña. Ahora tenía una nueva identidad que figuraba en una tarjeta identificación francesa, falsa, a nombre de Marcelle Montagne. Esta vez, su nombre en clave, otro de tantos, era “Diane”. Se instaló en Crozant, un pueblo perdido en el centro de Francia, y era una “anciana” que trabajaba en una granja, cuidaba vacas y fabricaba quesos. Allí, en vez de curar quesos, recibía, y pasaba a la OSS toda la información que obtenía de la resistencia de la zona sobre el movimiento de tropas nazis. También coordinaba los sabotajes que realizaban los “maquis”.

Klaus Barbie, "El carnicero de
Klaus Barbie, "El carnicero de Lyon" el nazi que intentó cazar a Virginia Hall. Y no pudo

Crozant era un pueblito difícil de imaginar: en los años 60, a quince años del fin de la guerra, tenía novecientos nueve habitantes; en 1944 pertenecía a la región de Lemosín que ya dejó de existir como tal en diciembre de 2015, a raíz de la reforma territorial francesa que la integró, junto con Crozant a Nueva Aquitania. De todos modos, no perdió su raíz histórica: por allí anduvo Julio César, que intentó convertir al romanismo a sus habitantes, en el año 51 A.C., siete años antes de los idus de marzo.

Hasta Crozant llegó el largo brazo de Barbie y de su cazador de espías, “Bishop”. Las mujeres que habían llegado a Francia con Virginia fueron todas capturadas y enviadas a los campos de exterminio nazis de Ravensbrück y de Dachau. La Gestapo llegó a la zona de operaciones de Virginia un par de meses antes del desembarco en Normandía; apresó a varios agricultores, los torturó y los fusiló, sembró el terror en pocos días, hasta que logró estrechar el cerco sobre la espía que rengueaba. Una noche, gracias a un radiotransmisor que funcionaba a pedal, con la electricidad que generaba una dínamo de bicicleta, envió un claro mensaje a Londres: “Los lobos están en la puerta”. Y no la vieron más. No se sabe cómo y en cuáles condiciones huyó de nuevo de los nazis.

Reapareció semanas después en Cosne, una ciudad a orillas del Loire, también en el centro de Francia. Desde allí, con una actividad que Virginia parecía hacer más intensa cuanto más peligro corría su vida, organizó la resistencia dispersa, la dirigió hacia impedir con actos de sabotaje el eventual avance alemán hacia Normandía, la dividió en cuatro grupos de veinticinco hombres cada uno, encargó a cada grupo atentados específicos, en especial contra las unidades alemanas instaladas en la zona, y esperó el Día D del que ignoraba cuándo y dónde se iba a producir.

Septiembre de 1945. Virginia Hall
Septiembre de 1945. Virginia Hall recibe la condecoración de la OSS de manos del general William Donovan

Con el colapso nazi, la liberación de París y el inminente final de la guerra, Virginia regresó a la capital francesa, escribió una serie de informes, casi unas memorias de guerra, en los que describió parte de sus acciones y dio los nombres de quienes la habían ayudado. Los franceses, que juzgaron con razón que su trabajo como espía había sido vital para que los aliados recuperaran Francia, le otorgaron la Cruz de Guerra; Gran Bretaña la hizo miembro de la Orden del Imperio Británico y el gobierno de Estados Unidos le dio la Cruz del Servicio Distinguido, una distinción reservada a quienes protagonizaron acciones extraordinarias y heroicas contra un enemigo. El entonces presidente Harry Truman tuvo la intención de ser él mismo quien le diera la distinción a Virginia Hall, pero ella, en el colmo de la discreción, prefirió que la pusiera en sus manos el fundador de la OSS, William Joseph Donovan, en un acto sencillo y sin pompa, en el despacho de Donovan, y con la única presencia de su madre.

Después de la guerra, Virginia fue la primera mujer en trabajar para la CIA, hasta que se jubiló. Entre todas sus hazañas, la que más brilla fue el haber burlado a Klaus Barbie, el sanguinario “Carnicero de Lyon”. Virginia Hall, la espía que rengueaba y que frustró a la Gestapo, murió el 8 de julio de 1982 en Maryland, su tierra natal. Tenía setenta y seis años.

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