
Iósif Stalin no tenía idea de con quién se metía. Era 1939 y el dictador soviético, que acababa de repartirse el territorio de Polonia con Adolf Hitler, ya había anexado Lituania, Letonia y Estonia a sus dominios. Puso la mira en su próxima invasión: Finlandia. Ese país nórdico le garantizaba una vía directa hacia el mar Báltico y, sobre todo, un enclave lejano a Leningrado, donde la resistencia revolucionaria concentraba sus fuerzas contra el tirano. Lo que no sabía Stalin es que en Finlandia se enfrentaría a “La Muerte Blanca”, el francotirador más eficaz -y entonces más letal- de la historia.
Simo Häyhä, un finés que medía 1,52 metros y que se había criado en una familia de granjeros, mató a alrededor de 700 soviéticos en tan solo cuatro meses. A una puntería innata que le hizo ganar varios certámenes locales de tiro cuando era un chico y un adolescente, se le sumaron meses de entrenamiento militar. La suma del talento y la práctica lo volvieron un arma letal durante la llamada Guerra de Invierno, que finalmente ganaron las fuerzas de Stalin pero ante una resistencia finlandesa que no esperaban y que les causó más bajas de las previstas, muchas en manos del mismo hombre.
Häyhä había nacido en 1905 en Rautjärvi, cerca de la frontera con Rusia. Era el séptimo de ocho hermanos y creció no sólo trabajando en la granja familiar sino también dedicando su tiempo libre al esquí, la caza y una especie de baseball adaptado a algunas reglas y costumbres vernáculas. Todo eso le dio dos cosas: una adaptación superior al promedio al crudo invierno de esas latitudes y una destreza física que nunca dejó de cultivar.

Cuando Simo era un adolescente, la casa familiar ya estaba llena de los trofeos que ganaba en las competiciones locales y regionales de tiro. Simo era tímido pero infalible, así que el rumor sobre su talento se esparció rápido en Finlandia, incluso a pesar de su deseo. La Guardia Civil lo convocó a los 17 años y, después de no mucho entrenamiento, llegó a acertar un mismo blanco situado a unos 150 metros seis veces en un minuto. Nadie había visto antes a un tirador así.
La Guerra de Invierno puso a los fineses ante un escenario dramático. Se estima que por cada soldado local había cien combatientes soviéticos, una desventaja numérica aplastante. Las fuerzas nórdicas decidieron que plantearían una “guerra de guerrillas”, con pequeños grupos aparentemente desarticulados entre sí haciendo frente al ejército invasor.
Eso y las condiciones climáticas -aún más severas que las que conocían los liderados por Stalin- favorecieron a las fuerzas locales. Y a eso se sumó lo que verdaderamente marcó la diferencia: la facilidad de Häyhä para matar al enemigo.
Esa facilidad no sólo estuvo dada por la precisión que había construido entre su talento natural y su preparación militar. Además, nadie se camuflaba como Simo. Se vestía completamente de blanco para “entreverarse” con la nieve, incluso cubría su cara con un pasamontañas de ese color. Había eliminado la mira telescópica de las dos armas con las que disparaba: el Mosin Nagant M28, nada menos que de fabricación rusa, le servía para las largas distancias; para las cortas, disparaba el Suomi M-31 SMG. Y ninguno tenía mira porque Simo estaba convencido de que esa parte del fusil podía generar un reflejo de luz que ayudaría al enemigo a ubicarlo y, enseguida, dispararle.

Si algo le faltaba a ese camuflaje era un último “truco” para mimetizarse con ese frío total: Häyhä se ponía nieve en la boca porque eso evitaba que su respiración emitiera un vapor por el cambio de temperatura entre su aliento y el ambiente. No estaba dispuesto a dar ni un milímetro de ventaja.
Ese camuflaje lo volvió prácticamente invisible a los ojos enemigos. Los soviéticos supieron que Simo existía porque empezaron a notar que, por las características de los ataques que sufrían, casi todas las bajas provenían de un mismo finlandés, ese francotirador que, según la cuenta que llevaban sus compañeros de guerrilla, mató a unos 500 soviéticos en la batalla de Kollaa, que se extendió por unas tres semanas. Esa letalidad y ese invierno hicieron que los comandados por Stalin nombraran a su verdugo como “La Muerte Blanca”.
Prácticamente no había forma de salvarse a menos de 300 metros del mejor francotirador de Finlandia y del mundo. Lograba alcanzar sus objetivos a esa distancia y, con mayor precisión aún, si los tenía más cerca. Ante un ataque tan infalible y tan difícil de identificar, el terror entre los soviéticos se expandía a medida que los muertos de ese bando se apilaban. Escapar de “La Muerte Blanca” era una misión por lo menos difícil para quienes estaban en la primera línea de combate.
El destino soviético cambió el 6 de marzo de 1940. Un disparo explosivo impactó directamente contra la mandíbula de Simo, lo desfiguró y prácticamente lo mata. Sus compañeros improvisaron un traslado al centro de salud más cercano: el francotirador llegó con pérdida de conocimiento y un mal pronóstico. Los días pasaban y el arma más filosa de la defensa finlandesa ya estaba fuera de combate, así que las fuerzas de Stalin avanzaban cada vez más sobre ese territorio que pretendían anexar.

El día que Häyhä salió del coma, más de una semana después del disparo que le alcanzó la cara, Finlandia estaba firmando la rendición ante la Unión Soviética. Su patria acababa de caer en el dominio de Stalin y a Simo lo esperaban al menos diez cirugías complejas y dolorosas para reconstruir su rostro.
A pesar de la derrota bélica, “La Muerte Blanca” recibió varias de las condecoraciones más importantes de su país. Había sido una pieza clave de la resistencia local y, por lejos, el mayor responsable de las bajas que había sufrido el stalinismo.
La granja familiar, como buena parte del territorio de Finlandia, quedó bajo el dominio soviético, así que no había margen para volver a esa actividad. Simo se dedicó a criar perros y a cazar alces. Sus entrenadores y sus compañeros del ejército escribieron algunas biografías sobre ese francotirador invisible que sólo se mostraba a través de sus disparos fatales. Häyhä, en cambio, prefirió mantenerse casi totalmente en silencio todas las veces que lo consultaron. Sólo repetía: “Hice lo que me ordenaron de la mejor manera que pude”.
Murió en abril de 2002. Tenía 96 años y todavía ningún otro francotirador había resultado una amenaza tan grande para el bando enemigo. Tampoco fue superado hasta ahora, más de dos décadas después de su fallecimiento.
Se volvió leyenda defendiendo a su patria, en inferioridad numérica y en temperaturas que iban entre los -20º y los -40º. No estuvo solo: en la batalla de “La colina de la muerte” apenas 32 fineses lograron frenar a unos cuatro mil soldados del Ejército Rojo. Murieron 400 soviéticos y sólo 4 combatientes locales. No estuvo solo pero fue el mejor a la hora de liquidar al enemigo. En medio de la nieve y sin previo aviso.
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