
Fue un criminal. No fue el único de sus talentos, casi todos degradantes. También era un tipo capaz, inteligente astuto, serpenteante, despiadado, infatigable, con una extraordinaria capacidad para la adulación y el servilismo, de un impetuoso apetito sexual que lo convirtió en un violador serial en sus años de influencia como mano derecha de José Stalin, el líder de la Unión Soviética; también desplegaba una rebuscada crueldad y un sadismo indecible que lo hacía un placentero espectador y a menudo ejecutor de las terribles torturas a las que el estalinismo sometió a opositores, viejos amigos caídos en desgracia o sospechosos de cualquier cosa.
Su sólo nombre, Lavrenti Beria, provocaba terror. Y el terror lo mató a cien días de la muerte de Stalin, con el que había cimentado una curiosa relación de amor que devino en desconfianza y odio: lo normal en aquella cofradía de sanguinarios, con la paranoia incrustada en el torrente sanguíneo, que gobernó con mano de hierro una tierra rica y devastada. Cualquier semejanza con la Rusia de hoy, no es mera coincidencia. Metido en el aparato de inteligencia soviética primero, como cabeza de la temida NKVD luego, Beria encarnó, aunque no fue el promotor, el Gran Terror que Stalin desató entre agosto de 1937 y noviembre de 1938. Las cifras de víctimas es incalculable; las aproximaciones hablan de setecientas cincuenta mil ejecuciones que siguieron a parodias de juicio, lo que hace un promedio de cincuenta mil ejecuciones por mes. Entre los ejecutados figuraron cerca de treinta mil oficiales del Ejército Rojo, y la vieja guardia bolchevique que habían forjado la Revolución Rusa.
Caer en manos de Beria implicaba tortura, juicio y fusilamiento, en el mejor de los casos; si no era así, las alternativas contemplaban el envenenamiento, o el secuestro y la desaparición; para los casos más benévolos estaban reservados los gulags, los campos de trabajos forzados donde agonizaban millones de personas. El 10 de marzo de 1939, mil novecientos delegados al XVIII Congreso del Partido Comunista se reunieron para declarar el fin de la matanza que, por otro lado, parecía haberse descontrolado. Se acercaba la guerra en Europa y si bien Stalin había firmado un pacto de no agresión con la Alemania de Adolfo Hitler, las constantes purgas amenazaban la operatividad de las fuerzas armadas en caso de que fuesen necesarias. Beria entonces liberó a miles de personas de los campos de concentración soviéticos, la URSS admitió “algunas injusticias” entre las miles de muertes que el Gran Terror había provocado, culpó, marca registrada de la URSS, a su antecesor, Nicolai Yezhov, que fue ejecutado y al que el propio Beria había ayudado a derribar, impulsado por Stalin, e inició una gigantesca purga en el NKVD para reemplazar a la mayor parte de sus miembros por gente del Cáucaso.
Tanto era el terror que Beria había impuesto en el imperio de Stalin, que en las propias narices del dictador se contaba un cuento muy festejado: Stalin perdía su famosa pipa, nadie podía encontrarla y le piden a Beria una investigación. Dos días después, Stalin llama a Beria con una buena noticia: “Camarada Beria, suspendé todo. Mi pipa ya apareció, se había caído debajo de uno de los sillones del gran salón”. Y Beria: “No puede ser, camarada Stalin. Yo ya tengo a tres tipos que confesaron habértela robado…”.

Beria era georgiano, como Stalin. Había nacido el 31 de marzo de 1899, según el calendario gregoriano, cerca de Sujumi, en la zona de Mingrelia, Abjasia, que hoy es república: una región histórica del noreste de Georgia que luego del triunfo de la Revolución Rusa pasó a formar parte de la Transcaucasia. Era hijo de un campesino abjasio y de una madre georgiana sumamente piadosa. Estudió en un instituto politécnico, que es hoy la Academia Estatal de Petróleo de Azerbaiyán donde se graduó como arquitecto constructor.
Como todo en la vida de Beria, lo que no está oculto es difuso. Parece que se alió con los bolcheviques triunfantes en 1917, pero que también sirvió como agente doble anticomunista al servicio del gobierno de Bakú, la capital azerbaiyana, durante los terribles años de la guerra civil que estalló no bien Vladimir Lenin y los suyos ocuparon el poder en Moscú. Fue un aliado de Stalin, Sergéi Kirov, el que lo salvó de ser fusilado. Se metió con la fuerza de los conversos en los servicios de inteligencia caucásicos y fue un “chekista” de primera. La Cheka fue la primera policía política de la URSS que fue creada en diciembre de 1917, al mes del triunfo de la Revolución Rusa. Sucedió a la antigua y temida “Ojrana” zarista: cambiaron los nombres, pero no los métodos ni quienes lo aplicaban bajo el dominio del zar.
Beria viajó en los años ‘20 a Checoslovaquia, donde aprendió los rudimentos del checo, el alemán y el francés. Cuando los soviéticos conquistaron Georgia, en febrero de 1921, Beria fue enviado a Tiflis para organizar la nueva cheka georgiana. Se casó allí con Nina Gueguechkori y tuvieron un hijo, Sergo, que nació en 1924. El nombre Sergo era un homenaje de Beria a su protector y mentor, Grigori Ordzhonikidze, a quien por razones obvias rebautizaron como Sergo, que era miembro del Politburó y amigo personal de Stalin. Cayó en desgracia cuando el dictador cuestionó su lealtad y las purgas empezaron a liquidar a sus antiguos camaradas: se suicidó en febrero de 1937.
Cuando Beria llegó a Moscú, según la descripción del gran biógrafo de Stalin, el británico Simon Sebag Montefiore, era un hombre “calvo, bajito y ágil, con una cara ancha y carnosa, unos labios gordezuelos y sensuales y unos ‘ojos de serpiente’ siempre parpadeantes, ocultos tras unos anteojos deslumbrantes”.
Por alguna razón desconocida, aunque Stalin no precisaba ninguna, que tal vez remita a que ambos eran georgianos o a la astucia de Beria, Stalin lo incorporó de inmediato a su núcleo íntimo: al político y al familiar. En 1934 lo invitó, junto a su esposa Nina, al Kremlin para que viera una película junto a otros miembros del Politburó. La pareja fue con su hijo Sergo, de diez años, que se hizo muy amigo de Svetlana, la hija de Stalin. Vieron “Los tres cerditos”, dibujos animados, y después los mayores se lanzaron a la mesa de un banquete en el que cantaron canciones georgianas. Cuando el chico Beria tuvo frío, Stalin lo cubrió con su abrigo de piel de lobo antes de llevarlo a la cama.

Cuatro años después, cuando Stalin liquidó a la vieja guardia bolchevique, nombró a Beria jefe del NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética. Beria tuvo que asumir de inmediato porque esa misma noche, Stalin y su Jefe de Gobierno, Viacheslav Molotov, firmaron la orden de fusilamiento de tres mil ciento setenta y seis personas. La misma noche de su nombramiento, Beria se encargó de la suerte del prestigioso mariscal Vasili Bliujer, que había sido destituido en octubre, acusado de espiar para los japoneses, acusación que no estaba sostenida por ninguna prueba. Bliujer se negó a ser juzgado y nunca fue sometido a proceso, pero fue ferozmente torturado para arrancarle una confesión. No lo hizo. Aquella noche, Beria se presentó en la cárcel de Lefórtovo para torturar él mismo al destituido mariscal. Lo hizo con la compañía de tres de sus torturadores favoritos que también eran sus custodios. En medio de su delirio, Bliujer gritó: “¡Stalin! ¡¿Oyes lo que me están haciendo?”. Lo torturaron con tanta saña que le arrancaron un ojo y le provocaron la muerte. Beria informó a Stalin, que ordenó incinerar el cadáver. Bliujer fue exonerado en 1957 por Nikita Khruschev.
Durante la guerra, Beria encontró tiempo para llevar adelante “una vida sexual vampírica –según Sebag Montefiore– en la que se mezclaban el amor, la violación y la perversión en dosis casi iguales”. Durante años los investigadores pensaron que la historia del Beria violador era una exageración de sus enemigos, lanzada después de su muerte. Pero la apertura de los archivos de sus propios interrogatorios, las declaraciones de los testigos e incluso de las víctimas de sus violaciones echaron luz sobre un depredador sexual que usó su poder para permitirse todo tipo de depravaciones en forma casi obsesiva. Cita Sebag Montefiore: “El inventario del contenido de su escritorio llevado a cabo más tarde, cuando fuera detenido, revela cuáles eran sus intereses: el poder, el terror y el sexo. En su despacho, Beria guardaba elementos para torturar a la gente y una colección de ropa interior de mujer, juguetes sexuales y pornografía (…) Se descubrió que guardaba once pares de medias de seda, once ligueros de seda, siete saltos de cama también de seda, conjuntos de ropas deportivas de mujer, lusas, pañuelos de seda, infinitas cartas de amor obscenas y ‘una gran cantidad de objetos propios de un libertino’”.
Algunas mujeres aceptaban los abusos de Beria para garantizar su propia libertad o la de algún ser querido. Fue el caso de la actriz Tatiana Okunevskaya, a quien Beria llevó a su residencia con la excusa de que actuara para algunos miembros del Politburó. No había nadie. Beria le prometió liberar de la prisión a su padre y a su abuela y luego la violó mientras le decía: “Grites o no, no importa”. La promesa de Beria era imposible de cumplir: el padre y la abuela de Okunevskaya habían sido ejecutados meses antes por orden del propio Beria. La actriz fue luego arrestada y enviada a un confinamiento solitario en un gulag. Sobrevivió y fue liberada en 1954 por Khruschev.
Es muy probable que Beria haya asesinado a varias de sus víctimas sexuales, muchas de ellas desconocidas porque eran secuestradas en las calles por los agentes de la NKVD o por el propio Beria. En 1993, durante la instalación de un nuevo alumbrado público en Moscú, los obreros desenterraron restos humanos, cráneos, huesos pélvicos y fémures cerca de la que había sido la residencia de Beria. Cinco años después, en 1998, ahora en los terrenos de la que había sido la residencia de Beria y albergaba entonces a la embajada de Túnez, una cuadrilla de operarios que instalaba una nueva tubería en el lugar descubrió los esqueletos de cinco mujeres jóvenes que habían sido ejecutadas de un disparo en la base del cráneo y enterradas desnudas según los forenses, que fijaron la fecha del enterramiento en 1949.
Durante la guerra, Beria se convirtió en el tipo más eficaz para llevar adelante los caprichos, las estrategias y las paranoias de Stalin. Si bien las grandes purgas hacia el interior de la URSS se frenaron, se desataron en las poblaciones bajo el dominio soviético: contra los polacos en la zona dominada por los rusos luego de la invasión alemana de septiembre de 1939, contra los ucranianos occidentales, los moldavos, los lituanos, los letones y los estonios. Entre 1940 y 1941 cerca de doscientos mil habitantes de los países bálticos fueron enviados a los gulags soviéticos. Esas deportaciones alcanzarían luego al diez por ciento de la población de las antiguas repúblicas bálticas. Sólo en 1943, cuando la guerra se dio vuelta luego de Stalingrado y los alemanes enfilaron su retirada hacia Berlín, Beria detuvo a novecientas treinta y un mil quinientas personas en los “territorios liberados”.
En 1940 Beria presentó a Stalin un plan para eliminar en Polonia a “los enemigos declarados del régimen soviético y que odian el sistema soviético”. Eran palabras que ocultaban la intención de desmantelar la estructura nacional polaca. Entre esos “enemigos” figuraban gran parte de la oficialidad militar de Polonia, presa en cuatro campos de concentración, uno vecino a los bosques de Katyn. El destino de los militares fue decidido en una reunión del Politburó soviético del 5 de marzo de 1940, cuando todavía la URSS no había entrado en la Segunda Guerra. Cerca de veintidós mil polacos fueron asesinados entre abril y mayo de 1940 en el campo vecino a Katyn y en las prisiones de las ciudades de Kalinin, Jarkov y Koselsk y en otros campos instalados en Rusia. Cerca de ocho mil de los ejecutados eran oficiales polacos “prisioneros de guerra” de un país que no estaba en guerra; otros seis mil eran policías, gendarmes, guardias de prisiones y funcionarios de inteligencia; el resto eran civiles parte de la intelectualidad polaca: profesores, artistas, investigadores e historiadores, terratenientes, dueños de empresas, abogados y sacerdotes católicos.
Sólo en el campo ruso de Ostashkov una sola persona, el mayor del Ejército Rojo Vladimir Blojin, se encargó del mayor asesinato en masa cometido por una sola persona. Junto a dos miembros de la cheka preparó un barracón con paredes acolchadas e insonorizadas y se impuso una cuota de doscientos asesinatos diarios: en veintiocho noches mató a siete mil hombres, con un balazo en la nuca disparado a través de un agujero de la pared con una pistola Walther alemana, para evitar identificaciones posteriores y echar la culpa de la matanza a los nazis. Cuatro mil quinientos oficiales polacos, asesinados en el campo de Kozelsk, fueron enterrados en los bosques de Katyn, vecinos a la ciudad rusa de Smolensk.
Cuatro millones de polacos que vivían en la Polonia anexionada por Stalin, fueron enviados en los meses siguientes a los gulags soviéticos. Los historiadores calculan que solo uno de cada tres logró sobrevivir y fue repatriado a Polonia tras la muerte de Stalin. Beria fue el artífice del desmantelamiento de Polonia y luego de la deportación genocida de varios pueblos soviéticos, entre ellos tártaros y chechenos.
Fue un hombre que, a la distancia, respondía a la NKVD que dirigía Beria quien asesinó en México a León Trotsky, el gran enemigo de Stalin. Uno de los jefes de la inteligencia soviética, Nahum Eitingon, conocido como “Kotov”, que en 1933 vivía en Estados Unidos como supervisor clandestino de una red de espías, comprometió en su plan de asesinato a Caridad y Ramón Mercader, madre e hijo, dos comunistas españoles aunque la mujer había nacido en Cuba. En mayo de 1940, Ramón Mercader logró integrar el círculo íntimo de Trotsky, que vivía muy custodiado, a través de una de sus secretarias, Silvia Ageloff, con la que mantuvo un noviazgo planeado solo para cometer el asesinato.
A las cinco y veinte de la tarde del 20 de agosto de 1940, Mercader apareció en la casa de Trotsky, abrigo en mano, y dijo que quería mostrarle un artículo que había escrito. Subió al despacho de Trotsky y lo encontró sentado en su escritorio, leyendo unos papeles; se colocó a su espalda y le clavó en la cabeza un pico de montañista. Trotsky murió al día siguiente.
Beria, el implacable verdugo de Stalin, se anotó esa muerte en su favor: el plan del asesinato había sido elaborado por uno de sus agentes en la NKVD. También fueron agentes de Beria, o de alguna manera ligados a la NKVD, quienes integraron la famosa “Orquesta Roja”, una red de espionaje que descubrió y pasó a la URSS la estrategia alemana en la crucial Batalla de Stalingrado, entre otros datos operativos esenciales de los nazis en el frente del Este europeo. El jefe del espionaje alemán, almirante Wilhelm Canaris, dijo que “Orquesta roja” había matado al menos a doscientos mil soldados alemanes.

Cuando terminó la guerra, la Gran Guerra Patria para los soviéticos, Beria fue uno de los funcionarios más activos en la preparación de las reuniones de los tres grandes, Stalin, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt, en Teherán y en Yalta. Beria colocó micrófonos en la habitación de Roosevelt en Teherán y puso a un hombre de su confianza a escuchar qué se decía: su hijo Sergo. Fue durante una cena de los tres grandes, en el Palacio Yusupov de Yalta, cuando Roosevelt se fijó en un hombre silencioso y extraño que le había llamado la atención. Le preguntó a Stalin: “¿Quién es ese hombre con lentes que está sentado frente al embajador Gromiko?”. Y Stalin, con malicia, dijo: “¡Ah, ése! Ése es nuestro Himmler. Se llama Beria”.
Beria lo oyó y se limitó a sonreír con tristeza pero “debió sentirse herido en lo más profundo”, escribió en su libro “Mi padre – Dentro del Kremlin de Stalin”, su hijo Sergo. Hasta Roosevelt se sintió incómodo ante el comentario. Los americanos se fijaron en Beria: “Es bajito y gordito, y lleva unos lentes gruesos que le dan un aspecto siniestro, pero bastante genial”. El comentario de Stalin mostraba el desdén que el dictador empezaba a sentir por su verdugo, provocado por las ambiciones políticas que Beria empezaba a mostrar para sucederlo en el poder.
La guerra le había costado caro a la URSS: habían muerto casi veintiséis millones de personas y otros veintitantos millones no tenían hogar; el hambre hacía estragos; había estallado una guerra nacionalista en Ucrania, que Beria enfrentó junto a un político en ascenso, Nikita Khruschev, con un brutal enfrentamiento a los tres ejércitos que se disputaban el poder. Y, para colmo de los males, Stalin sabía, se lo había sugerido Harry Truman en la conferencia de Potsdam, que Estados Unidos disponía de un arma de enorme poder. Era la bomba atómica. Después de Hiroshima, el mismo 6 de agosto de 1945, Stalin dijo “El equilibrio se ha roto. Eso no puede ser” y puso a Beria al frente de la “Tarea Número Uno”, una especie de “politburó atómico” destinado a que la URSS desarrollara su primera arma nuclear. Beria, según su estilo, lo tomó como la misión de su vida. Lo era. Lo colocaba casi en la cima del poder.
La historia de la primera arma nuclear soviética es apasionante: Beria empleó su arma más conocida, el terror, para manejar a entre trescientas treinta y cuatrocientas sesenta mil personas embarcadas en el plan, junto a diez mil técnicos. La lógica estaliniana lo regía todo. El control estricto de Beria sobre los científicos soviéticos merecía cierta dispensa de Stalin: “Dejálos en paz… Siempre podemos fusilarlos después…”. Además del ejército de militares, civiles y científicos civiles y militares, fue el espionaje de la NKVD el que consiguió de Estados Unidos los datos esenciales para desarrollar la bomba. Cuando a las seis de tarde del 29 de agosto de 1949, Beria contempló a diez kilómetros de distancia el estallido de la primera bomba atómica soviética, quiso saber, excitado: “¿Es como la americana? ¿No la habremos cagado?”.

En los años siguientes, el creciente deterioro en la salud de Stalin, las ambiciones de poder de Beria, sus planes de drásticas reformas liberales que abarcaban incluso parte de la política exterior de la URSS y los secretos sobre toda la jerarquía soviética que atesoraba en sus cajas fuertes, lo convirtieron en un enemigo temido. Beria anunció una gran amnistía para los presos políticos e intentó establecer relaciones con Occidente como parte de esas reformas, y llegó a decir: “La URSS no será grande hasta que no admita la propiedad privada”. A su modo, fue un Gorbachov adelantado, con el embrión de una “perestroika” en el centro de sus ambiciones.
Partido por la artritis, con una arterioesclerosis galopante, con leves desmayos continuos, avergonzado por sus fallos de memoria, torturado por una gingivitis y por su dentadura postiza, paranoico y furioso, Stalin se acercó al final de su vida con un fiero odio hacia Beria. Era mutuo. El domingo 1 de marzo de 1953, Stalin cayó derrumbado por un derrame cerebral. Nadie lo descubrió porque nadie se atrevió a despertar al dictador. Cuando lo hicieron, cuando por fin dos oficiales entraron al dormitorio, lo encontraron tendido en la alfombra, vestido con un pantalón pijama y una camiseta; estaba apoyado sobre una mano, en una rara posición, consciente, pero inmóvil. Levantó un poco la mano al ver a uno de los guardias, el comandante auxiliar Piotr Lozgachev para llamar su atención. Lozgachev corrió a su lado: “¿Qué le pasa, camarada Stalin?”. Como respuesta le llegó un extraño sonido, mitad silbido, mitad gruñido. Stalin se había orinado encima.
Nadie intervino hasta que no llegó parte de la jerarquía del Kremlin a la “dacha” de Stalin, en la antigua ciudad de Kuntsevo, un suburbio a diecisiete kilómetros de Moscú, que era el refugio personal de Stalin. Nadie intervino después: los médicos fueron llamados con mucha demora mientras Stalin agonizaba; fue una demora criminal y en ella estuvieron involucrados Beria, Nikita Khruschev y Gueorgui Malenkov. El historiador británico Sebag Montefiore afirma que, luego de la muerte de Stalin, Beria dijo: “Yo lo maté y los salvé a todos ustedes”. Y arriesga: “Investigaciones recientes indican que tal vez Beria echara en el vino de Stalin un fármaco anticoagulante a base de sodio cristalino, que, al cabo de varios días, fuera el detonante del ataque de apoplejía”.
Stalin agonizó cuatro días, murió el 5 de marzo. Alrededor de su lecho, ante los ojos de su hija Svetlana que acusó a los jerarcas del Kremlin de dejar morir a su padre, se apiñaron además de Khruschev y de Lazar Kaganovich, cabeza del PC, varios miembros del Politburó, entre ellos el mariscal Klim Voroshilov, comisario de Defensa, Viascheslav Molotov, primer ministro de Asuntos Exteriores, Anastas Mikoyan, entonces ministro de Comercio. Y, por supuesto, el verdugo Beria.
A Molotov le pareció que “Beria estaba al mando” en esos cuatro días. Cada quien expresaba su pena a su modo: había lágrimas, falsas o sinceras, rostros graves y ensombrecidos o inexpresivos como el de Beria. Voroshilov se dirigió al moribundo con mucho respeto: “Camarada Stalin –dijo– somos nosotros, tus fieles amigos y camaradas. Estamos aquí, ¿Cómo te sientes, querido amigo?”. La cara de Stalin estaba deformada: intentaba reaccionar pero nunca llegó a recobrar la conciencia.
En medio de esa tensión, Beria armó un show lamentable. Cuando el dictador cerró los ojos para ya no abrirlos más Beria lo imaginó muerto. Entonces lo insultó, le hizo saber cuánto le odiaba y hasta lo escupió. Pero Stalin movió apenas sus párpados, tal vez un movimiento reflejo, o acaso algo más. Beria entonces se lanzó a besar sus manos, arrodillado a la vera del lecho y envuelto en llanto.
Beria fue uno de los tres oradores en los funerales de Stalin. Le quedaban cien días de vida, pero no lo sabía. Subestimó un poco a Khruschev y a Malenkov, que eran sus enemigos y se movían con más cautela que él, que fue designado adjunto a la jefatura de lo que luego sería la KGB. Con su cargo de espía recobró su apodo de “ojos de serpiente”, y no vio, o no quiso ver, que la ascensión de Khruschev como secretario del PC constituía una pérdida de peso político en su gestión.
Promovió sus reformas radicales, prohibió las torturas en las prisiones, aquel trueno que se había hartado de lacerar la carne de los presos soviéticos, dictó una política de mayores libertades hacia las minorías étnicas, el mismo trueno que había deportado a millones hacia los gulags, y anunció su deseo de reducir la responsabilidad del PC en la administración directa de la economía para que la manejaran cuadros técnicos y no políticos.
Esas reformas eran inadmisibles. Pero para la jerarquía soviética Beria era mucho más peligroso por los secretos que atesoraba, había espiado durante años las comunicaciones de todos y cada uno de los miembros del Politburó y del Partido Comunista: era más peligroso si hablaba, que si instrumentaba sus reformas imposibles. Decidieron eliminarlo. El sistema que Beria había implantado en la URSS y que le había permitido dominar durante años el escenario político y social de su país, se había vuelto contra él y le tendía la misma trampa que Beria había tendido a otros.
Los conspiradores contra Beria, temerosos de los tentáculos del servicio secreto que todavía manejaba, aunque había sido apartado en 1945 de la NKVD, mantuvieron sus conversaciones y tramaron el golpe contra Beria en las calles y al aire libre. Molotov fue quien más apoyó la ejecución, contra la postura de Anastas Mikoyán, que sugería enviarlo al extranjero. Los conspiradores se decidieron por el arresto y la ejecución. ¿Quién lo haría? Bajo las órdenes de Beria estaban todas las fuerzas policiales y de los servicios especiales. Khruschev pensó entonces en el mariscal Georgy Zhukov, el héroe que había conquistado Berlín en los días decisivos de la Segunda Guerra, y que había caído en desgracia en los años de Stalin porque el dictador envidiaba su fama y su popularidad. Zhukov, que tenía el apoyo del ejército, recibió el cargo de viceministro de Defensa y dirigió la operación para apresar a Beria.
El 26 de junio de 1953, Khruschev convocó al Presidium soviético donde acusaron a Beria de ser un espía británico. Beria, que conocía de sobra esos métodos, preguntó: “¿Qué sucede, Nikita Sergéievich?”, pero Khruschev no le dio respuesta alguna. Enseguida Molotov acusó a Beria de conspiración y Malenkov llamó al mariscal Zhukov que entró al salón con un grupo de oficiales armados. “Le sugiero –le dijo Malenkov con tono respetuoso–que usted, como jefe del Consejo de Ministros, detenga a Beria”. Zhukov le ordenó a Beria: “¡Arriba las manos!”, y le aferró una cuando en un gesto reflejo Beria intentó tomar su maletín.

Fue detenido en el Kremlin hasta la noche y luego lo llevaron al búnker del cuartel general de Defensa de Moscú. Ese mismo día fue despojado de todos sus cargos y condecoraciones. Una semana después, a inicios de julio, durante el Pleno del Comité Central del Partido Comunista, Malenkov, Khruschev y oros conspiradores lo denunciaron por “actividades maliciosas”, traición, conspiración para tomar el poder, colaboración con la inteligencia extranjera y hasta de haber llevado adelante el proyecto nuclear soviético sin el conocimiento del Partido.
El arresto de Beria se mantuvo en secreto para poder dar caza a todos sus principales hombres, que eran muchos, mientras las fuerzas de la NKVD eran desarmadas. Recién el 10 de julio el “Pravda” anunció la prisión de Beria a quien culpó de “actividades ilegales contra el Partido y el Estado”. En diciembre hubo nuevas acusaciones contra Beria: decían que desde hacía años estaba pagado por agencias de inteligencia extranjeras que buscaban derrocar al gobierno comunista de la URSS.
Beria fue juzgado por un “tribunal especial”, sin defensa y sin derecho a apelación. Lo condenaron a muerte junto a seis cómplices. No fue una ceremonia militar. Beria fue llevado a los sótanos de la prisión en ropa interior, lloraba a gritos y pedía misericordia: el general Pavel Batitsky le disparó con su rifle en la frente.
Su cuerpo fue cremado.
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