
El título de la crónica de un corresponsal estadounidense fue “Demasiado poco, demasiado tarde”. La envió para que la información se publicara en la prensa de su país el 28 de marzo de 1945. El día anterior, a través de la firma de un decreto de la dictadura que encabezaba Edelmiro Farrell, la Argentina adhería, con casi veinte días de demora, al acta final de la Conferencia Interamericana sobre problemas de la Guerra y la Paz. Se había llevado a cabo en el histórico Castillo de Chapultepec, en México D.F., tras una convocatoria de los Estados Unidos para reunir a la mayor cantidad de países americanos.
Firmar el acta equivalía a declarar la guerra a Alemania y Japón. A 41 días de la rendición del Tercer Reich en Europa, Argentina entraba en la Segunda Guerra Mundial en apoyo de de los Aliados. El periodista que vivía en Buenos Aires y reportaba a Washington definió en el título de su artículo la postura de su país de origen: a sus ojos, la Argentina había tardado demasiado en involucrarse en la mayor contienda bélica de la humanidad, esa que dejó 55 millones de muertos y un genocidio salvaje.
Neutrales (casi) hasta el final
Antes de firmar el acta de Chapultepec, Argentina había mantenido casi seis años de neutralidad ante esa guerra que transcurría básicamente en Europa y que se había extendido territorialmente tras el ataque de Japón a Pearl Harbor, la base naval estadounidense, en 1941.
Cuando el nazismo ocupó Polonia, hecho que desencadenó el inicio de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939, nuestro país atravesaba la llamada Década Infame, caracterizada por los constantes fraudes electorales que mantenían a los conservadores en el Poder Ejecutivo.

Roberto Ortiz, integrante de la UCR en sus primeros años en política y de la coalición conservadora que se perpetuó en el poder tras el primer Golpe de Estado en la Argentina, era el presidente de la Nación cuando estalló la guerra en el Viejo Continente. La posición ante el conflicto, sin embargo, dependió más de su vicepresidente que de él mismo. Es que una diabetes cada vez más grave llevó a Ortiz a una licencia larga -que terminó ante su fallecimiento- y las riendas del Poder Ejecutivo las llevaba entonces Ramón Castillo.
El funcionario, a cargo del Gobierno, bregó por sostener la neutralidad respecto de la guerra aunque no dejó de explorar la cercanía al nazismo y al Eje a través de sus funcionarios diplomáticos. Al fin y al cabo, un año antes del estallido de la contienda, el Luna Park había sido sede del mayor acto nazi fuera de Europa.
Argentina era un país al que había llegado gran cantidad de inmigración italiana. Benito Mussolini, el gran referente fascista que conducía Italia en ese momento, llevó a ese país a la guerra como parte del Eje al que se enfrentaban los Aliados.

A la vez, había llegado a nuestro país -aunque en menor medida- inmigración alemana. La presencia de ambas comunidades suponía cierto apoyo al Eje por parte de esa población. Pero además, los altos mandos del Ejército admiraban a sus pares alemanes desde los tiempos en los que habían diseñado innovadoras estrategias de entrenamiento, formación y combate en la segunda mitad del siglo XIX. El ascenso del fascismo en Italia y del nazismo en Alemania despertaba simpatías en algunos de esos mandos.
Pero, por el otro lado, Gran Bretaña suponía un histórico prestamista -aunque en condiciones que más de una vez resultaron perjudiciales para la Argentina- y sobre todo un gran comprador de carne y granos producidos en el país. El 40% de la carne que compraba Gran Bretaña durante la Segunda Guerra salía del territorio argentino en buques que, para mantener la relación amistosa, llevaban banderas con la leyenda “¡Buena suerte!”.
Y a eso hay que agregarle que, una vez que Estados Unidos se unió a los Aliados, la presión sobre los países latinoamericanos para que se declararan en favor de ese bando y, por ende, en contra del Eje que lideraba Adolf Hitler, subió exponencialmente. Pero Argentina no se movía de su neutralidad.
La cercanía al Eje llegó a ser contundente en el oficialismo que encabezaba Castillo. Juan Carlos Goyeneche, funcionario diplomático de ese gobierno, viajó para reunirse en Berlín con algunos de los máximos jerarcas del nazismo. Llegaron a prometerle, incluso, que el mismísimo Hitler se pronunciaría en apoyo del gobierno argentino y suministraría armamento si los Aliados atacaban el país.

Estados Unidos presionaba cada vez más fuerte para que se rompieran las relaciones con el Eje, pero Argentina sostenía su postura, incluso tras el ataque que sufrieron algunos buques nacionales por parte de submarinos alemanes. El propio Mussolini hizo saber al enviado de Castillo que apoyaría el reclamo por la soberanía de Malvinas, ocupadas por Gran Bretaña, si el país se alineaba con el Eje.
Un “amague” que no se cumplió
El 4 de junio de 1943, mientras la Segunda Guerra Mundial aún estaba lejos de terminar, un nuevo golpe militar se instaló en la Argentina. El autodenominado Grupo de Oficiales Unidos (G.O.U.) se adueñó del poder tomándolo por asalto, y nombró presidente a Arturo Rawson. Apenas se corrió la noticia de ese movimiento sísmico institucional, los funcionarios diplomáticos de la embajada alemana quemaron documentación por temor a que las nuevas autoridades fueran pro-Aliados, mientras que en la dependencia diplomática de Estados Unidos estaban convencidos de que el G.O.U. favorecería al Eje.
Rawson duró poco en el puesto: sus compañeros de dictadura lo destituyeron apenas 72 horas después de convertirlo en titular -de facto- del Poder Ejecutivo. Pero en esos tres días en los que fue Presidente, Rawson se había ocupado de reunirse con las autoridades de la embajada británica para asegurarles que inmediatamente Argentina rompería relaciones con el Eje y les declararía la guerra a Alemania, Italia y Japón. La deposición de Rawson en favor de un nuevo presidente de facto, Pedro Pablo Ramírez, estuvo relacionada especialmente con esa promesa a los británicos.

Ramírez hizo equilibrio entre la creciente presión de Estados Unidos -que incluso bloqueó exportaciones argentinas hacia ese país como forma de castigar la neutralidad- y la admiración que algunos integrantes del G.O.U. sentían por Hitler y su régimen. Mientras los meses pasaban, un miembro de ese grupo de oficiales se destacaba cada vez más por su protagonismo político, a la vez que pasaba de ser un perfecto desconocido para la enorme mayoría a un hombre de cada vez más popularidad: era Juan Domingo Perón.
La previa de la declaración de guerra
Edelmiro Farrell asumió la presidencia el 24 de febrero de 1944: era el tercer presidente de facto de ese golpe dado por el G.O.U. Menos de un mes antes, Argentina había roto las relaciones diplomáticas con Alemania y Japón. El fin de la neutralidad parecía acercarse, pero no se terminaban de concretar los últimos pasos.
Argentina le había prometido a Estados Unidos que acataría la orden de declarar la guerra al Eje en medio de bloqueos cuyo costo económico era cada vez mayor. A la vez, el país le había pedido al Estado norteamericano “paciencia” hasta lograr crear “un clima de ruptura” con el bando liderado por Hitler.
El Ejército en sí mismo era uno de los escollos principales a la hora de situarse en la vereda de los Aliados, mientras que la opinión pública tampoco era clara respecto de una posición o la otra. Argentina tenía un largo historial de neutralidad y la sociedad se preguntaba si era momento de abandonar esa posición.
Farrell empezó a construir ese “clima de ruptura” a través de distintas medidas: cortó el intercambio comercial con el Eje, cerró publicaciones pro-nazis, intervino empresas de capital alemán y arrestó a sospechosos de espiar para el Tercer Reich. Finalmente, el 27 de marzo de 1945, hace ochenta años, el entonces presidente de facto firmó el decreto que declaraba la guerra a Alemania y Japón. Italia ya había firmado su rendición.
Los 41 días de una “guerra inexistente”
Alemania capituló el 7 de mayo de 1945, así que la declaración de guerra que, por fin, sacó a la Argentina de la neutralidad se produjo apenas 41 días antes de la rendición alemana. Cuando Farrell firmó el decreto, el destino del Tercer Reich ya era de derrota. El Ejército Rojo ya había entrado a Varsovia y Berlín permanecía bajo ataque.
¿Y entonces para qué abandonar la neutralidad que la Argentina se había empeñado en mantener? En concreto, firmar el acta de Chapultepec implicaba nada menos que convertirse en uno de los países fundadores de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que los Aliados venían proyectando para organizar el mundo de la posguerra.
Como Argentina firmó el acta con unos veinte días de demora, y aún así se le permitió ser miembro pleno de la ONU para que de ese modo la América dominada por Estados Unidos tuviera un integrante más, la Unión Soviética exigió alguna contraprestación: que se reconociera a dos estados de su región también como miembros plenos.

Uno de los ideólogos de esa declaración de guerra fue nada menos que Perón, que para ese momento ya era un peso pesado de la dictadura del G.O.U. y que vislumbró que para ser parte de la comunidad internacional de la posguerra había que alinearse con los Aliados. Si la neutralidad se mantenía hasta el último día de la guerra, no habría manera de insertar a la Argentina en el mundo.
Guerra contra Alemania en el país refugio de nazis
Esos 41 días que Argentina estuvo en guerra contra la Alemania de Hitler fueron simbólicos. Tal vez por eso el cronista estadounidense escribió que ese pronunciamiento era “demasiado chico, demasiado tarde”. Por la enorme distancia geográfica pero, sobre todo, porque estaba resuelto el destino de ese enfrentamiento bélico, la participación del país en la Segunda Guerra Mundial fue meramente testimonial y una estrategia para anticiparse al mundo que se venía.
La Argentina que le declaraba la guerra al Tercer Reich sería el mismo país en el que, en mayo de 1960, el Mossad -la agencia de inteligencia israelí- detuvo a Adolf Eichmann para luego llevarlo a juicio. Eichmann había sido uno de los ideólogos principales del Holocausto y de la llamada “Solución Final”, es decir, el exterminio de la población judía que era trasladada a campos de concentración del nazismo.
Argentina también fue refugio para Josef Mengele, el médico de las SS que encabezó experimentos mortales con los prisioneros de esos campos de concentración. También fue uno de los encargados más asiduos de seleccionar quiénes serían víctimas directas de la cámara de gas y quiénes, antes de ese destino letal, serían obligados a realizar trabajos forzados.

El país fue también refugio de Erich Priebke, uno de los responsables de la matanza de más de 300 partisanos en las afueras de Roma. Priebke, como Mengele, era integrante de las SS y fue descubierto en Bariloche, donde se instaló y formó parte de la comunidad alemana, por un canal de televisión estadounidense. Incluso, Argentina fue nombrada varias veces como un posible refugio del mismísimo Hitler tras la rendición de su régimen genocida en la Segunda Guerra Mundial.
En 1971, el historiador Félix Luna publicó su libro El 45: crónica de un año decisivo. Allí escribió: “Equivocada o no, inoportuna o no, la posición independiente de la Argentina era una compadrada criolla que se había mantenido durante casi cinco años contra los poderosos del mundo”. Además de esa compadrada, era también un mecanismo para evitar enfrentarse abiertamente al nazismo, ese movimiento autoritario que había logrado en este país la mayor convocatoria en un acto fuera de Europa y que lograría convertirse en escondite para algunos de sus máximos criminales.
Pero nada de eso impidió subirse al tren del bando ganador para tener un lugar asegurado en el futuro inmediato. Ese que empezó cuando Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Josef Stalin se reunieron en la Conferencia de Yalta a decidir de qué se iba a tratar el mundo de ahí en más.
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