John Kennedy Toole sabía que la novela que había escrito, La conjura de los necios, era una obra magnífica. Sin embargo, nunca llegó a verla publicada, ni pudo disfrutar del premio Pulitzer que obtuvo de manera póstuma. El escritor estadounidense, considerado por muchos un mártir de la literatura, se quitó la vida el 26 de marzo de 1969, a los 32 años.
El rechazo editorial lo había sumido en una profunda depresión, y nada logró torcer ese destino trágico. Lejos de Nueva Orleans, tras dos meses de paradero desconocido, estacionó su Chevrolet Chevelle azul junto a una ruta secundaria en Biloxi, Misisipi. Conectó una manguera de jardín al caño de escape de su auto y colocó el otro extremo dentro del vehículo, por la ventanilla del conductor. Allí esperó la muerte con una carta de despedida, cuyo contenido nunca se conoció: su madre la destruyó, y lo que declaró sobre ella fueron comentarios confusos. Dijo haberse sentido “avergonzada” por el suicidio de su hijo, ocurrido varios días antes de ser descubierto. John Kennedy Toole fue enterrado en un cementerio de Nueva Orleans, su ciudad natal. A su funeral asistieron muy pocas personas.
El epígrafe que eligió para su novela fue una frase de Jonathan Swift, extraída del libro Thoughts on Various Subjects, Moral and Diverting: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él”. La cita, que inspiró el título, remite también a su propia vida, marcada por un final sin el reconocimiento en vida.
El editor Walker Percy escribió el prólogo de la obra. No había mejor figura para relatar esa segunda historia, la que acompaña las andanzas de Ignatius Reilly, el extravagante personaje principal. La historia de una madre que, tras el suicidio de su hijo, intenta que se publique la novela que dejó escrita. Cualquier editor podría haber sentido lo mismo que Walker Percy cuando Thelma Toole, madre del autor, insistía en que leyera el manuscrito. “En 1976, yo daba clases en Loyola y, un buen día, empecé a recibir llamadas telefónicas de una señora desconocida. Lo que me proponía era absurdo. No se trataba de que hubiera escrito un par de capítulos y quisiera asistir a mis clases. Quería que leyera una novela escrita por su hijo (ya fallecido) a principios de la década de 1960. ¿Y por qué iba a querer yo hacer tal cosa?, le pregunté. ‘Porque es una gran novela’, me contestó”, relató Percy.

Percy contó que el voluminoso manuscrito, era apenas legible porque se trataba de una copia con papel carbónico. Lo último que deseaba el escritor, ya un especialista en esquivar aquello que no tenía ganas de hacer, era involucrarse en esta situación, teñida además por la tragedia. Tenaz, Thelma Toole, se presentó con la enorme copia en la mano y se la dejó. El escritor se sintió acorralado. “Sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo. Normalmente, puedo hacer precisamente esto. En realidad, suele bastar con el primer párrafo. Mi único temor era que esta novela concreta no fuera lo suficientemente mala o fuera lo bastante buena y tuviera que seguir leyendo”, recordaba el escritor, que antes había sido médico hasta enfermar de turberculosis. Y agregó: “En este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan buena”.
Gracias a Percy, la novela de John Kennedy Toole finalmente fue publicada. Antes de eso, había sido rechazada por al menos ocho editoriales. Una de ellas fue especialmente dura y contribuyó a su depresión. Simon & Schuster fue la primera en decirle que no. Su editor, Robert Gottlieb, le aconsejó trabajar más el texto para darle “un sentido”. “Se puede mejorar”, le escribió en su última carta, “pero no se venderá”, sentenció. Viking Press también rechazó el manuscrito. Su editor, Harry Ford, fue lapidario: “No es realmente sobre nada y el personaje principal es un loco, por lo que no vale el esfuerzo”. Y agregó: “Difícilmente algún escritor cuerdo podría arriesgarse con este libro”.
Toole quizá habría tenido otra suerte de haber nacido en otra época. En los años sesenta, el destino de un autor dependía de un puñado de personas que no lograron ver el valor de una obra singular: una tragicomedia ambientada en Nueva Orleans, protagonizada por un personaje glotón, repugnante y holgazán, con aires de superioridad, obsesionado con la comida y evitar cualquier responsabilidad. Ignatius Reilly dedicaba años a escribir una ideología propia, de la cual apenas había completado seis párrafos en cinco años. “El rompecabezas terminado mostraría a la gente ilustrada el desastroso curso que había seguido la historia en los últimos cuatro siglos”, escribía. En ese mundo absurdo, el personaje se enfrentaba a “la perversión de ir a trabajar”. Su madre lo empuja a conseguir empleo y cada trabajo resulta en un caos.

La perseverancia de Thelma Toole no fue en vano. Ignoró los rechazos y mantuvo su convicción de que la novela de su hijo era valiosa. Así fue como, en 1981, un año después de su publicación, La conjura de los necios obtuvo el premio Pulitzer póstumo. Luego vinieron los homenajes y reconocimientos en Nueva Orleans, su ciudad. Contra los pronósticos de los editores que descartaron la obra, el público terminó por consagrarla.
El interés por la figura de Toole motivó también la publicación de su primera novela, La Biblia de Neón, escrita a los 16 años.
Se conoce poco sobre su corta vida. Su madre tuvo una presencia dominante en su infancia y no le permitía jugar con otros niños. John fue un excelente alumno. Estudió en la Universidad Tulane, obtuvo una maestría en lengua inglesa en la Universidad de Columbia y fue asistente en la Universidad del Suroeste de Luisiana. En Nueva York trabajó como docente y, mientras intentaba avanzar con un doctorado, se alistó en el ejército de los Estados Unidos.
Cuentan sus amigos de aquellos tiempos, entre 1961 y 1963, que durante ese período en Fort Buchanan, Puerto Rico vivió los mejores años de su vida. Daba clases de inglés a los reclutas puertorriqueños. Fue ascendido a sargento en menos de dos años y tuvo suficiente tranquilidad como para escribir su novela. “Desde mi punto de vista, el Ejército me ha dado cuatro cosas inestimables: tiempo, desapego, seguridad y privacidad”, escribió John Kennedy Toole, en una carta a su editor Robert Gottlieb.

Tras esa experiencia, regresó a la casa de sus padres con la esperanza de publicar la novela y dedicar su vida a la literatura. Soñaba con dejar la casa paterna y continuar superando etapas, pero después de las devoluciones de Gottlieb, con quien intentaba publicar, nada de eso ocurrió. Se vio estancado llegando a la treintena. Según contó su madre, la última carta que recibió de Gottlieb destrozó a su hijo.
Uno de sus biógrafos, Cory MacLauchlin, en su libro Una mariposa en la máquina de escribir definió La conjura de los necios como “la victoria final de una vida que acabó de forma muy trágica”. En una entrevista, relató que la primera vez que leyó la obra estaba en un café rodeado de fanáticos que leían la Biblia. La situación le provocó una carcajada sonora. “Ahora sé que a él le hubiera parecido una referencia adecuada”, confesó. El libro lo cautivó porque contenía las “preguntas básicas de la vida” de su autor.
MacLuchlin entrevistó a todos los amigos y familiares que accedieron a hablar con él. Uno de los personajes más difíciles fue el de una novia de Nueva York que tuvo Kennedy Toole. Ella le prometió que le daría una carta de Toole que develaría toda la verdad sobre su vida. Pero finalmente, lo dejó con las manos vacías. El biógrafo no se desanima y espera que, algún día, cambie de parecer.
En el prólogo Percy mencionó la tragedia que significó la pérdida temprana del autor “la posible gran obra que con su muerte se nos ha negado”. De consuelo sirve, que “La conjura de los necios”, es y ha sido una fuente de felicidad para muchos lectores, y cada vez que vuelve a releerse tiene la virtud de volver a sorprender.
La obra fue traducida en más de 25 idiomas y se estima que lleva entre 70 y 80 ediciones. Siempre vuelve a reeditarse.
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