“Se exhibe cada tarde de septiembre”, anunciaban los carteles y el aviso publicado en The New York Times por el Zoológico del Bronx los primeros días de ese mes de 1906 y debajo describían al protagonista de esa “exhibición”: “El pigmeo africano, Ota Benga. Edad, 23 años. Altura, 1,40 metros. Peso, 46 kilos”. No se decía – porque tratándose de un zoológico era lógico – que a Benga se lo mostraría en una jaula, ni que allí no estaría solo, sino acompañado por un chimpancé. El sábado 8, día de la inauguración, centenares de neoyorquinos hicieron cola en las puertas del zoológico atraídos por la presencia de ese curioso sujeto exhibido junto a un simio llamado Dohong, pareja con la que se pretendía promocionar la teoría según la cual el hombre había evolucionado desde el mono. En síntesis, el pigmeo Benga estaba allí por una cuestión científica, casi como la prueba viviente de la existencia del famoso “eslabón perdido”. Durante las exhibiciones, el “espécimen” – al que además se presentaba como caníbal – debía enseñar su hamaca, su arco, su flecha e incluso disparar a un blanco colocado dentro de la jaula.
El acontecimiento tuvo una amplia cobertura en la prensa que, durante los primeros días, se prendió de la noticia para enganchar lectores. The New York Times, por ejemplo, publicó cerca de diez artículos sobre el tema. El primero fue una extensa crónica titulada: “Hombre del bosque comparte jaula con simios del Parque Bronx”. Lo que no previeron las autoridades del zoológico fue la reacción de la comunidad afroamericana a la que se sumaron organizaciones blancas antirracistas.
La polémica no demoró en estallar. Las iglesias “negras” hicieron punta para expresar su indignación: “Nuestra raza está muy castigada sin necesidad de exhibir a uno de los nuestros con los monos. La teoría de Darwin es absolutamente opuesta al cristianismo, y una manifestación pública en su favor no debería ser permitida”, protestó el clérigo baptista James H. Gordon. El director del zoológico, William Hornaday, replicó refugiándose en una supuesta justificación científica y respondió que se trataba de “una muestra etnológica” que tenía fines educativos.
Con el correr de los días, la cuestión siguió escalando: mientras los detractores de la muestra – y defensores de los derechos de Ota Benga – la calificaban de “racista” e “inhumana”, los organizadores lograron el apoyo de prestigiosos antropólogos de universidades como Princeton o Harvard, que calificaron a la exhibición como un ejemplo del “alto ideal de la civilización moderna”. Con una nota editorial, The New York Times terció en la discusión: “Los pigmeos están muy abajo en la escala humana y la sugerencia de que Ota Benga estaría mejor en la escuela que en una jaula ignora que la escuela sería un lugar de tortura para él”, sostenía el anónimo editorialista.

Mientras tanto, ajeno totalmente al escándalo que lo tenía como involuntario protagonista, Benga seguí compartiendo la jaula con el chimpancé Dohong ocho horas al día, a la vista de un público que no paraba de crecer. Solo “descansaba” los domingos, cuando no se lo exhibía, según las autoridades del zoológico, “para no herir la sensibilidad cristiana”. A fines de septiembre, la presión crítica se hizo insostenible y el director Hornaday intentó esquivarla sin perder el atractivo que estaba dando grandes réditos económicos a la institución. Sacó a Benga de la “Casa de los Monos” y lo dejó deambular entre el público, pero el remedio se volvió peor que la enfermedad: acosado por los visitantes, que pretendían tocarlo, Benga comenzó a reaccionar con violencia.
En los últimos días de septiembre se suspendió la exhibición y el director Hornaday permitió que el joven pigmeo abandonara el zoológico para quedar al cuidado del reverendo Gordon. Para entonces, Ota Benga había sido visto por unas 220.000 personas y se había convertido en uno de los personajes más famosos de Nueva York pero, paradójicamente, casi nadie sabía quién era realmente, de dónde venía ni cómo había llegado allí.
Los “zoológicos humanos”
Nacido algún día de 1882 o 1883, Ota Benga era originario de la etnia batwa, que vivía en el bosque ecuatorial lindante con el río Kasai, en territorios del entonces Congo Belga. Había sobrevivido a las brutales matanzas coloniales de las Force Publique, el ejército colonial al servicio del rey Leopoldo II de Bélgica, pero no pudo evitar ser capturado para ser vendido como esclavo. En esa condición llegó a los Estados Unidos en 1904, luego de que lo comprara Samuel Phillips Warner, un supuesto hombre de negocios enviado a África por la Exposición Universal de St. Louis para adquirir “un lote de pigmeos” y convertirlos en uno de los atractivos de la feria. Phillips compró nueve, entre los cuales estaba Benga.
Ese tipo de exhibiciones tenía una larga historia, porque los primeros “zoológicos humanos” y las ferias de “salvajes” databan los Renacimiento europeo, cuando el cardenal italiano Hipólito de Médici agregó a la colección de animales que tenía su familia varios “especímenes” que hablaban más de veinte lenguas diferentes, y entre los cuales había moros, tártaros, indios, turcos y africanos.
Para fines del Siglo XIX y principios del XX, esas exposiciones estaban en su punto más alto, cuando tanto los circos como supuestas sociedades científicas las llevaron a las principales capitales europeas. Algo había cambiado: a aquellos que al principio se los presentaba como “salvajes” exóticos que despertaban la curiosidad, ahora se los mostraba como ejemplos vivientes que demostraban las teorías raciales que pululaban en la época. Entre 1877 y 1912, se presentaron aproximadamente 30 “exposiciones etnológicas” en el Jardin zoologique d’aclimatation de Paris. También en la capital francesa, la Exposición Universal de 1878 presentó “aldeas negras”, pobladas con personas de las colonias de Senegal, Tonkin y Tahití. El pabellón holandés en esa misma exposición incluía un pueblo javanés (“kampong”) habitado por “nativos” que realizaban danzas y rituales. En 1889, la Feria Mundial, visitada por 28 millones de personas, también tuvo, alrededor de 400 “salvajes” en exposición.

El barniz pseudocientífico con que se pintaba a esos “zoológicos humanos” servía para ocultar la brutal deshumanización que encarnaban. Fue precisamente el cultor de una de esas teorías raciales quien, una vez terminada la Exposición Universal de St. Louis llevó a Ota Benga al Zoológico del Bronx. Madison Grant era abogado, pero sus pasiones eran la eugenesia y el racismo científico. Años más tarde, uno de sus libros, “La caída de la gran raza”, se convertiría en uno de los preferidos de Adolf Hitler y serviría de sustento pseudocientífico para las políticas de eugenesia aplicadas por los nazis.
El suicidio en libertad
Cuando el Zoológico del Bronx le otorgó la custodia de Benga, el reverendo James Gordon lo internó en el Orfanato y Asilo Howard Colored, que estaba en la órbita de su iglesia, y en 1910 lo llevó a Lynchburg, Virginia, para dejarlo bajo la tutela de la poeta Anne Spencer, quien se ocupó de hacerle arreglar la dentadura, ya que sus dientes habían sido limados en el Congo para darles forma puntiaguda como era costumbre entre los batwa, y lo inscribió en Seminario Teológico y Colegio de Virginia. Benga vivió también en la casa de Mary Hayes, una viuda con seis hijos que lo recibió como si fuera uno más de ellos.
El joven pigmeo parecía feliz en esa nueva situación. Aunque las ropas occidentales lo incomodaban, las soportaba con paciencia, aunque no perdía oportunidad de andar descalzo cuantas veces podía. Los hijos de la viuda estaban encantados con él, porque les enseñó a armar arcos y flechas y a trepar los árboles. También les contaba con nostalgia historias de los bosques de su pueblo africano y las leyendas de su etnia.
Como no toleraba la rígida disciplina del Seminario, dejó de asistir a las clases y consiguió trabajo en una fábrica de cigarrillos, donde sus compañeros lo aceptaron rápidamente porque era el único capaz de trepar hasta las poleas y tomar las hojas de tabaco sin necesidad de ayudarse con cuerdas. Allí lo apodaron “Bingo” y parecía que finalmente había logrado adaptarse al nuevo mundo en que vivía.
Por eso nadie pudo prever su suicidio. La noche del 20 de marzo de 1916 encendió un fuego ritual, se arrancó las coronas que le habían implantado en los dientes, bailó una danza tradicional y se disparó en el corazón con una pistola que había robado. El certificado de defunción lo identificó como “Ota Bingo”, de 32 años. Fue enterrado bajo una placa de piedra gris sin inscripción en el sector negro del Viejo Cementerio cerca de las tumbas de la familia Hayes. Hoy es imposible ubicar el lugar exacto donde fue enterrado.
Un siglo de encubrimiento
El suicidio de Ota Benga fue noticia y volvió a poner al Zoológico del Bronx en la mira de las organizaciones antirracistas, que lo culparon de haberlo destruido psíquicamente. Quienes diez años antes lo habían exhibido descaradamente como si se tratara de un animal, idearon una nueva historia para justificarse. En declaraciones a The New York Times, los directivos del zoológico, dijeron que todo era una gran equivocación, que Benga nunca fue exhibido en una jaula, sino que era un empleado más de la institución. “Fue su empleo el que dio lugar a reportes infundados de que lo tenían cautivo en el parque como una de las exhibiciones en la jaula de los monos”, se puede leer en un artículo del diario.
Más de medio siglo después de la muerte de Ota Benga, el Zoológico del Bronx seguía tratando de encubrir los hechos. En 1974, su curador emérito aseguró que no era posible saber qué había pasado realmente, porque la “supuesta” exhibición del joven pigmeo parecía ser una leyenda urbana. “Que estuvo encerrado en una jaula vacía para que lo mirasen durante ciertas horas parece improbable. A esta distancia en el tiempo, eso es todo lo que se puede decir con certeza, excepto que todo se hizo con las mejores intenciones, ya que Ota Benga era interesante para el público de Nueva York”, escribió en su libro “La reunión de animales”, contradiciendo la información de sus propios archivos.
Recién en 2020, las autoridades de la Sociedad para la Conservación de la Vida Silvestre, que maneja actualmente el zoológico, hicieron público algo parecido al arrepentimiento. “Lamentamos profundamente que muchas personas y generaciones se hayan visto perjudicadas por estas acciones o por nuestra incapacidad para condenarlas y denunciarlas públicamente con anterioridad”, dijo su presidente, Cristian Samper.
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