
A principios de 1966, la cuenta regresiva del Mundial de Fútbol había entrado en su tramo final e Inglaterra, el país anfitrión, se preparaba a todo trapo. Los ingleses querían mostrar al mundo un torneo inolvidable, tanto por la jerarquía de su juego como por su organización, que debía ser perfecta. Era una oportunidad única: la Copa del Mundo le había sido siempre esquiva al país donde nació el fútbol y sería un verdadero batacazo ganarla en su propia tierra. Por eso, cuando en enero de ese año llegó el trofeo “Jules Rimet” procedente de Brasil, el país ganador del último mundial, fue recibido en Londres con una gran cobertura de prensa. Todos los medios contaron su historia, que era la de una copa tan lujosa como viajera.
En decenas de artículos y programas de radio y de televisión, los periodistas explicaron que el trofeo era una escultura del artista francés Abel Laffleur que representaba a Niké (la diosa griega de la victoria), con alas estilizadas. La figura tenía los brazos levantados y sujetaba una copa de forma octogonal. Se apoyaba sobre una base de mármol en la cual se incrustarían los nombres de los campeones en pequeñas placas. Medía unos 30 centímetros de altura y pesaba 3.800 kilos de plata esterlina enchapada en oro. Su precio se estimó entonces en 50.000 francos. También contaron que fue bautizada así en honor del presidente de la FIFA que en 1928 encabezó la organización del primer Mundial de Fútbol, realizado dos años más tarde en Uruguay. Se resolvió entonces que las selecciones ganadoras de cada Mundial se llevaran la copa a su país, donde la tendrían en custodia hasta que se pusiera en juego en el siguiente torneo. Quien ganara tres veces un Mundial se la quedaría definitivamente y sería reemplazada por otro trofeo.
Cuando se jugó el primer Mundial, el propio Rimet llegó a Montevideo con la copa en sus valijas. Hay una foto famosa que muestra a Rimet presentándole el trofeo a Raúl Jude, el presidente de la Asociación Uruguaya de Fútbol. Después la ganó Italia dos veces seguidas y, al poco tiempo, estalló la Segunda Guerra Mundial. Para protegerla de los bombardeos y de los nazis, el dirigente Ottorino Barassi la escondió en una caja de zapatos bajo su cama. Después de la guerra, los italianos se la devolvieron a la FIFA. En 1950 Rimet se la entregó al capitán uruguayo Obdulio Varela, luego de la histórica final en el Maracaná y sus compañeros brindaron en el pequeño recipiente que había sobre la cabeza de la diosa.
En 1954 quedó en manos de Alemania, que debió dársela a Brasil cuando su selección ganó el Mundial ‘58 en Suecia con un equipo de jugadores brillantes en el que se destacaba un joven llamado Edson Arantes do Nascimento, al que todos nombraban por su apodo, Pelé. Los brasileños no debieron devolver el trofeo en 1962, porque repitieron la hazaña en el Mundial de Chile. Así, cada cuatro años, la Rimet era custodiada en el país ganador del último Mundial y poco antes del inicio del siguiente torneo viajaba hacia el país organizador. En Inglaterra ‘66 se jugaba también la posibilidad de que Uruguay, Italia o Brasil ganaran su tercer torneo y se quedará definitivamente con el trofeo más codiciado del deporte más popular del planeta. Todos querían la copa, pero nadie imaginó que podría desaparecer.

Un robo insólito
Aunque el trofeo llegó a Londres en enero, el público debió esperar dos meses para ver con sus propios ojos el preciado trofeo. Con la intención de mostrarla en un marco digno de su importancia, los organizadores la colocaron el 18 de marzo en una vitrina del Central Hall Westminster. Al día siguiente, el único guardia responsable se fue un rato para tomar un café. Cuando volvió, el trofeo ya no estaba. El robo fue un escándalo que revolucionó a la policía de Londres y a la propia Scotland Yard, que organizó un numeroso equipo de detectives con la misión de descubrir al ladrón y recuperar el trofeo. Los medios llevaron el hecho en la tapa y los diarios sensacionalistas y las revistas deportivas no dejaban de fustigar a los organizadores del torneo, que quedaron en ridículo.
A la policía no le fue mejor. Durante diez días, con un centenar de agentes y detectives asignados al caso, los resultados de la investigación fueron nulos. Buscaron e interrogaron a los sospechosos de siempre, detuvieron brevemente a dos que no tenían nada que ver y se enloquecieron siguiendo pistas falsas que les daban todo tipo de oportunistas en busca de una recompensa. Faltaba poco para el inicio del torneo y la Jules Rimet seguía desaparecida sin rastros. Entonces entró en escena “Pickles”, un sabueso que demostró ser mucho más hábil que los más experimentados detectives de Scotland Yard.

Un sabueso de verdad
El 27 de marzo de 1966, David Corbett sacó a pasear a su perro como todas las mañanas, pero notó un comportamiento extraño en el animal: “Puso la atención en un paquete medio enterrado, cubierto de periódicos, detrás de un árbol. Saqué los periódicos que lo envolvían y vi a una mujer sujetando un plato sobre su cabeza, y una placa con las palabras Alemania, Uruguay, Brasil”, contó después.
La copa había sido recuperada de manera insólita y Pickles, el perrito, se convirtió en un héroe nacional, salvador el honor inglés. Se supuso que el ladrón, asustado por la repercusión del caso, decidió abandonar el trofeo para no ser atrapado. Puesta en ridículo por una mascota, la policía británica interrogó al bueno de míster Corbett como si fuera un sospechoso, pero el hombre no tenía otra responsabilidad que la de ser dueño de un perro curioso.
Finalmente, Corbett cobró una jugosa recompensa de 6.000 libras y una compañía de alimentos de animales le regaló un año de comida gratis para Pickles. Además, dueño y mascota fueron invitados a la cena, luego de obtención del título de la Selección de Inglaterra, junto al plantel y a la reina Isabel II.
El perro salió en la portada de los diarios, fue invitado con su dueño a programas de televisión y se transformó en una celebridad capaz de competir en popularidad con The Beatles. Incluso se decidió invitarlo a la ceremonia de México 1970, pero un accidente doméstico se lo impidió. Se le enganchó la correa cuando corría a un gato y se ahorcó. Verdadera o falsa, esa fue la historia que salió publicada en el diario sensacionalista The Sun.
El episodio se cerró con las duras declaraciones de un brasileño que había participado del traslado de la copa desde Rio de Janeiro a Londres. El hombre se llamaba Abrainn Tebel y era uno de los máximos dirigentes de la Confederación Brasileña de Fútbol. “Esto en Brasil nunca hubiera pasado. Incluso los ladrones en nuestro país consideran la Copa sagrada y robársela hubiera sido un sacrilegio”, dijo. Diecisiete años más tarde debió tragarse, una por una, esas palabras.

Un joyero argentino en Brasil
La selección inglesa, favorecida por más de un árbitro en partidos decisivos, ganó finalmente el Mundial de 1966, mientras que Brasil, con Pelé lesionado y arbitrajes adversos, no pudo cumplir el sueño de quedarse definitivamente con el trofeo. Lo logró cuatro años después en el Mundial de México ’70, quizás con el mejor equipo de fútbol de todos los tiempos, al vencer a Italia por 4 a 1 en una final memorable. Como lo había dispuesto Jules Rimet al instituir el trofeo, la Copa se quedó desde entonces en Brasil, hasta que el 19 de diciembre de 1983, un grupo de ladrones a los que no les importaba en absoluto lo “sagrado” del objeto, se lo robó de la vitrina blindada donde se la exhibía en la sede de la Confederación Brasileña de Fútbol, en Rio de Janeiro.
El plan del robo comenzó cuando un ambicioso empleado bancario llamado Sergio Pereyra Alves visitó el local una vez y descubrió que, si bien la Copa “Jules Rimet” estaba protegida por cristales a prueba de balas, la vitrina se encontraba burdamente adherida a la pared apenas con madera y cinta. Se lo contó a Juan Carlos Hernández, un joyero argentino radicado en Rio de Janeiro que, además de sus oficios legales, se dedicaba a reducir joyas robadas. Ya estaban el ideólogo y el reducidor, pero les hacía falta la mano de obra para llevar a cabo el robo. No les costó convencer a dos ladrones experimentados llamados José Luiz Vieira da Silva, alias “Bigode” (Bigote), y Francisco José Rocha, alias “Barbudo”.
La noche del 19 de diciembre, “Bigode” y “Barbudo” visitaron la sede de la Confederación y se metieron en el baño a la espera de que cerrara el local. Ya estaba entrada la noche cuando salieron de su escondite –nadie había revisado el baño– y redujeron al sereno. Tardaron apenas veinte minutos en desarmar la vitrina por la parte de atrás, sacar el trofeo, meterlo en una bolsa y llevárselo.

¿Y dónde está la Copa?
Según la versión oficial de la policía brasileña, esa misma noche los autores materiales del robo llevaron el trofeo a la joyería de Hernández, donde el traficante lo cortó en pedazos con los instrumentos adecuados y después lo fundió para vender el oro en lingotes, que fueron vendidos por un total de 15.500 dólares, una verdadera miseria. Los tres integrantes brasileños de la banda fueron capturados rápidamente por una delación, pero Hernández logró escapar. Demoraron más de un año en encontrarlo y detenerlo.
Muchos años después, Murillo Miguel, el investigador encargado de interrogar a Hernández, relató en una entrevista que concedió a la BBC: “Lo interrogué por varias horas. Se notaba que era alguien muy astuto, muy hábil para este tipo de procedimientos. Fingía que no sabía nada. Entonces le dije que para los brasileños era una bofetada que un argentino hubiera convertido la copa en lingotes de oro. Cuando le dije eso vi que en su rostro se dibujaba una sonrisa. Ese momento fue la prueba de que lo había hecho”. Hernández fue condenado en 1984, aunque jamás se declaró culpable del delito.
El detective Murillo Miguel nunca creyó que un reducidor tan hábil como Hernández hubiera fundido y vendido por poco más quince mil dólares un objeto que, por su historia, valía mucho más. Dos años más tarde, la revista italiana Guerin Sportivo pareció darle la razón. Publicó un artículo en el que se sostenía que, en realidad, el robo había sido encargado por un coleccionista de arte italiano y que la copa no había sido destruida, sino que estaba en oferta en el submundo del tráfico ilegal de obras de arte.
El trofeo “Jules Rimet” desapareció sin dejar rastros y más de 20 años después nada se sabe sobre su verdadero destino. Sin embargo, después de ese segundo robo, la FIFA tomó una decisión para que algo así no volviera a ocurrir. En la actualidad, la “Copa del Mundo”, como se llama el nuevo trofeo, está guardada con estrictas medidas de seguridad en la sede de la organización, de la que no sale nunca. Las selecciones campeonas se llevan a su país una simple réplica. La Argentina tiene tres de esas reproducciones, como ganadora de los campeonatos mundiales de 1978, 1986, y 2022. A todo esto, en los Mundiales de Fútbol siguen produciéndose robos, pero ya no de trofeos sino de partidos donde los árbitros favorecen de manera flagrante uno de los participantes.
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