
Dos meses antes de Malvinas se celebró el centenario de Victorica, un pueblo pampeano -hoy de poco más de seis mil habitantes-, el tipo de acontecimiento que normalmente pasa inadvertido para los diarios de alcance nacional pero que, en ese caso, concitó la atención del país entero. Incluso el presidente de la Nación se hizo presente en aquel lejano y apartado sitio, amén de ministros, gobernadores y dirigentes políticos nacionales, provinciales y regionales, para no mencionar los 20.000 hombres y mujeres que se aparecieron por allí a comer y beber copiosamente y sin freno alguno. Porque allí se dio, de manera planificada y como gesta patriótica, un verdadero banquete a lo largo y ancho de una zona remota de la amplia llanura pampeana argentina, algo que ni la ficción más delirante de las plataformas actuales se atrevería a crear.
Demasiada movilización por un pueblo de apenas cuatro mil almas, de pocas manzanas y caseríos rurales bajos y anónimos. No obstante, motivos de festejo había, porque Victorica -nombre de un antiguo ministro de Guerra- se había fundado en el siglo XIX una vez que los indios del lugar -los ranqueles, si bien ellos preferían ser llamados rankulches- fueron ahuyentados. Ese fue el punto final de la así llamada “Conquista del Desierto”, pero ahora era 12 de febrero de 1982, fecha hoy en día omitida sin merecerlo en absoluto y que hasta podría ser calificada de imperecedera, puesto que allí, en Victorica y en aquel día, se realizó el asado más grande del mundo. Una bacanal de carne del que participaron propios y extraños, poderosos y granjeros, vecinos e invitados a 150 kilómetros de la ciudad de Santa Rosa y a 30 del límite con la provincia de San Luis.

“Tal cual: solomillo, entraña, chorizo, morcilla, chinchulines, vacío, colita de cuadril, bife de chorizo, tripa gorda y asado de tira -una argentinada completa y todo gratis-. Y, sin embargo, se suponía que esa emparrillada suprema no iba a ser más que la guarnición del plato principal: el lanzamiento no-oficial de un ´tercer partido´ político apoyado por militares y fuerzas conservadoras y escogido para cinchar con peronistas y radicales en eventuales -eventualísimos- comicios electorales. Sólo mes y medio había transcurrido desde el 22 de diciembre de 1981, cuando el general Leopoldo Fortunato Galtieri, un represor de cuidado, asumió el cargo de presidente de los argentinos en sustitución del vicealmirante Carlos Alberto Lacoste, bien conocido por haber sido el organizador del Mundial de Fútbol de 1978...”, escribe el sociólogo y ensayista Christian Ferrer en el impactante libro Malvinas´ Memories, editado por Teatrito Rioplatense de Entidades.
La gesta de Galtieri, antes de su “si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla” en el discurso malvinero que lo catapultó en Plaza de Mayo cuando fue bendecido como “general majestuoso” por el asesor de Seguridad Nacional de Ronald Reagan, Richard Allen, tuvo su punto de inicio en el llamado “el asado del siglo” en el pueblo pampeano de Victorica. En aquel momento, tal vez había superado todos los récords, pero hoy el asado más grande del mundo se organizó en Uruguay en 2017, con 16.510 kilos de carne asada, según se registró en el libro Guinness y bajo la atenta vigilancia de cocineros, carniceros, escribanos y expertos.
Lo de Victorica no había sido algo casual. No puede decirse que Galtieri se haya quedado quieto luego de asumir el mando. Sus ambiciones eran desmesuradas: tenía planes en grande. No pretendía ser un general más, uno de los tantos que había llegado hasta lo alto tan sólo para caer despeñado un par de años después. “Más o menos ambicionaba el rango histórico de un San Martín. Pero aún no era momento de mostrar las cartas, lo primero era atender el asunto de Victorica”, describe Ferrer.

Lo del nuevo partido político en ciernes -venía mencionándose la sigla MON, que hacía referencia a “Movimiento de Opinión Nacional”, con el que intentó perpetuarse políticamente- había que ver si iba a andar -y no anduvo-, pero en cuanto al festín, nada ni nadie se contuvo.
Lo primero que hizo Galtieri fue dar rienda suelta, como invitados célebres, a una decena de gobernadores enrolados en aquel proyecto. Se aprontó un comité de festejos, se activaron las comisiones de fomento de los pueblos cercanos, se programó un desfile cívico-militar y el gobierno central puso un dineral a disposición. El presidente y su exorbitada comitiva -incluida una nutrida delegación de prensa- llegaron en los aviones Tango 01 y 02, como también se despejó la estación de ferrocarril y sus alrededores para que funcione como helipuerto y base de operaciones de las custodias militares. Contingentes de escuelas arribaron desde pueblos vecinos y las rutas provinciales fueron intervenidas como si se tratara de una batalla marcial en curso.
No había nada que ahorrar en despliegue. Eran parámetros de faraones o de shaspersas -”por decirlo así”, aclara Ferrer-, aunque el glamour era cabalmente criollo. “Considérese que esos 20.000 comensales -son muchas bocas- recibieron acomodo en cientos de mesas desplegadas dentro de un entoldado que ocupaba 15.000 metros cuadrados de tierra, no una carpa de circo precisamente. Pero primero que todo, el desfile, que venía a ser el aperitivo de la comilona”, marca sobre la puesta en escena, tan fundamental como cualquier épica del lejano oeste. El sitio elegido había sido el Parque Los Pisaderos, y tampoco fue improvisado: allí se erigió el fortín de la “Conquista del Desierto” de Julio Argentino Roca.
Todo comenzó con la consabida y ritual ofrenda de corona de flores en el monolito de la plaza principal -la única del pueblo- y de inmediato el intendente del lugar, inverosímilmente llamado William Sidebotton, hizo el disparo de largada de la marcha, con las autoridades locales y los invitados de honor de afuera a la cabeza seguidos por una avanzadilla de maestras vestidas de maestras y por un batallón de escolares uniformados de escolares.
Avanzaron luego los gauchos a caballo -engalanados- y a su zaga los gauchitos trotadores -no gauchitas- aupados sobre ponys. También desfiló una morocha con coronita y banda en diagonal sobre el pecho, la aclamada miss del pueblo -en esa ocasión, miss Asado-, y a la cola de todo esto, increíblemente, marchaba un carruaje de antaño llevando una mujer con los brazos atados y haciendo gestos atribulados.
“¡Era una cautiva! Y encima, ¡unos supuestos indios le apuntaban con lanzas al cuerpo! Insólito, primitivo y misógino. Pero Dios mío, ¿acaso la chica se ofreció para ejercer el rol de avasallada, o le habrán pagado para hacer el numerito, o era una empleada municipal haciendo horas extras, o es que una partida salió de apuro a darle caza? Imposible saberlo”, se pregunta Ferrer, conmovido por el show de pago chico.
Ese espectáculo que vio el pueblo entero a excepción de Alfredo Gesualdi, un vecino que no quiso ir, y no quiso ir porque Oscar Di Dio, el único desaparecido de Victorica, amigo suyo desde chico, fue perseguido, capturado y masacrado en Buenos Aires por Héctor Pedro Vergez, infame capitán del ejército ahora purgando condena a prisión perpetua y también nacido en Victorica. Mismo pueblo, misma edad, misma época de crianza, vidas divergentes pero unidas por una venganza unilateral.

En cuanto al asado fue una cosa entre pornográfica y pantagruélica: 7.000 kilos de carne de vaca primeramente desollados y descoyuntados y luego estaqueados en costillares en cruz, en tanto otro resto considerable de carne ya desmembrada dorábase sobre innumerables parrillas, mientras 40.000 kilos de leña encendida abrasaban una vastedad de chorizos -dos kilómetros y medio de chorizos- ensartados en largos y finitos “sables”. Los números superaban a cualquier medición previa y todo invitado supo, de inmediato, que vivía una de esas jornadas que quedarían en la historia: se consumieron 3.000 kilos de pan, 6.000 litros de vino más otros 5.000 litros de bebidas sin alcohol y además se sirvieron 10.000 kilos de hielo –más bandejitas con ensaladas rusa y mixta-.
De entrada, hubo reparto de 15.000 empanadas, y para los postres, helados a rolete, en número de 35.000 cucuruchos. Es que la temperatura ese día alcanzó los 40 grados. Un infiernillo a ras del suelo seco y ajado por los surcos de tierra. Además, para hacer frente a semejante concierto de fauces batientes se conchabó a 600 mozos emperifollados de punta en blanco.
No sin razón el enviado de una agencia de noticias extranjera informó al mundo acerca de esta superabundancia de colesterol con el titular “The Roast of the Century”. Y, no preso de su asombro, el corresponsal de El País de España sugería la disparidad entre el “espectacular banquete” y la política de austeridad que Galtieri promocionaba ante la imperante crisis económica y social, con gestos como negarse a vivir en Olivos.

Apenas anunciado el primer brindis, el presidente Leopoldo Fortunato Galtieri improvisó unas palabras de ocasión repentinamente interrumpidas por la inesperada humanidad de un paracaidista aficionado del vecino pueblo de General Pico, que se descargó desde el aire con inmejorable puntería -cayó frente al mismísimo presidente de la nación-.
El motivo del salto era “la propia iniciativa” y fue imposible saber si fue el acto de un loco o un caso ejemplar de argentinidad al palo. Los últimos metros de bajada los hizo con no menos de cien fusiles automáticos a punto de serle gatillados por tipos de civil y anteojos oscuros. En fin, según trascendidos de la época, las tranqueras y los postes de alambradas de púa de toda la región fueron encalados de celeste y blanco y el toque cúlmine del asado se condensó en una escena inmortal y con algún dejo bestial: desde un helicóptero que volaba bajito se espolvoreó una nube de orégano sobre la carne y los chorizos.
Pocos pudieron dormir la siesta después de semejante comilona, con un Galtieri que se retiró extasiado de las profundidades de la Nación ante la mirada tan sorprendida como inverosímil de sus acólitos. “El asado del sigo” pasó a encumbrar los anales de Victorica, tanto como su orgullo por haber sido “punta de lanza” contra el indio, centro gravitatorio del discurso inaugural de la fiesta de Galtieri al aclamar a “aquellos héroes de la patria” y el lugar “donde nació La Pampa”, como se sigue presentando ante los visitantes. “Dos meses después, y en el día número 100 de su asunción como presidente de la nación, el general Galtieri atacó Kamchatka”, cierra Christian Ferrer sobre el capítulo dedicado a una de las aventuras menos conocidas de la dictadura militar y, quizás, una de las más megalómana, bizarra e insólita de la historia reciente argentina.
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