
Thomas Walt Hamilton nunca supo superar la herida de haber sido expulsado de los boy scouts de Stirling, Escocia, a los 22 años por no tener “las condiciones necesarias para ser líder de tropa”. Es que, aunque no estaba escrito en ningún lado, consideraba que esa expulsión le había causado el estigma de ser un abusador de niños. Para 1996, cuando su cabeza estalló, había cumplido 43 y llevaba casi dos décadas de lucha y de reclamos para que se lo reivindicara y así recuperar su buen nombre y honor. No había dejado puerta sin tocar o, mejor dicho, carta sin escribir a cuanta autoridad, creía, podía ayudarlo. Incluso le escribió una a la reina Isabel II, donde denunciaba que los Scouts lo seguían persiguiendo. “He estado involucrado en la organización de clubes de actividades deportivas de niños por más de 20 años, pero los rumores que circulan entre los funcionarios de la Asociación de Scouts han alcanzado proporciones epidémicas en la región. Además de mi angustia personal y el daño a mi reputación, esta situación también ha provocado la pérdida de mi negocio y de la forma de ganarme la vida. De hecho, ni siquiera puedo caminar por las calles por miedo al ridículo”, le decía a la reina. Ni Su Majestad ni sus escribas se dignaron a responderle.
Porque además de escribir cartas de manera frenética, Hamilton también se había plantado para mostrarle al mundo -o, por lo menos, a sus vecinos de Stirling- que no tenía razones para avergonzarse. Se quedó a vivir en su casa de siempre en la ciudad, montó un negocio de venta de electrodomésticos con el que se ganaba la vida y comenzó a organizar grupos de deportes para niños haciendo convenios con algunas escuelas de Dunblane, un pueblo cercano de menos de diez mil habitantes. En esos “clubes de actividades deportivas”, como los llamaba, se proponía no solo contribuir al desarrollo físico de los niños y los adolescentes sino también inculcarles los valores de la obediencia y la voluntad. “Mens sana in corpore sano”, como se dice. Allí Hamilton seguía librado su lucha contra la Asociación Escocesa de Boy Scouts demostrando que podía hacerlo mejor que ellos.
En Dunblane se valoraban las actividades que desarrollaba en sus clubes para chicos, pero nadie tomaba muy en serio a ese cuarentón de rostro regordete a quien los chicos llamaban “Míster Creepy” (señor espeluznante) y los padres apodaban “Spock”, por el personaje extraterrestre de extraño aspecto que Leonard Nimoy encarnaba de la serie Viaje a las Estrellas.

Rumores y tensiones
Así estaban las cosas hasta que, también en ese pequeño pueblo, comenzaron a correr rumores sobre Hamilton. Uno de ellos decía que en las paredes del living de “Míster Creepy” en Stirling se podían ver numerosas fotos de niños en traje de baño, que si bien distaban de ser pornográficas eran, por lo menos, inquietantes. También se empezó a decir que “Spock” hacía correr desnudos a los chicos dentro del vestuario. La situación empeoró cuando se supo que, años antes, la policía lo había investigado cuatro veces a raíz de quejas de padres, aunque en todos los casos quedó libre de culpa y cargo.
La comunidad se dividió: mientras unos pedían que se suspendieran las actividades que “Spock” hacía en las escuelas, otros les respondían que no se podía castigar de esa manera al pobre hombre en base a simples rumores. En medio de todo eso, el negocio de venta de electrodomésticos que Hamilton tenía en Stirling comenzó a mostrar una llamativa merma en el número de clientes, como si nadie quisiera comprarle una heladera o un televisor al sospechoso.
Ante las autoridades de las escuelas que tenían convenios para que funcionara su club de actividades para niños, Hamilton se defendió con el argumento de siempre, que era víctima de difamaciones propaladas por la Asociación Escocesa de Boy Scouts. Poco a poco la balanza fue inclinándose en su contra: a principios de 1996, el Club de Tiro de Stirling -del cual era socio y asiduo concurrente- le negó la entrada y en Dunblane muchos chicos dejaron de asistir a las actividades que organizaba. El mazazo final se lo dio la Escuela Primaria de Dunblane cuando le informó que sus alumnos ya no participarían de su club. Entonces algo estalló dentro de la cabeza de “Míster Creepy” y lo volvió realmente espeluznante.

Disparos en la escuela
Hamilton no solo tenía muchas fotos de niños en traje de baño colgadas en su casa, también tenía muchas armas. La mañana del miércoles 13 de marzo de 1996, dos días después de que la Escuela Primaria de Dunblane le cerrara sus puertas, se levantó temprano, desayunó, salió de su casa de Stirling y recorrió con su camioneta blanca los ocho kilómetros que lo separaban del pueblo donde ya no lo querían.
En Dunblane estacionó la camioneta a un costado de la escuela y sacó el arsenal que cargaba en su interior: dos pistolas Browning HP de 9 milímetros y dos revólveres Smith & Wesson M19.357 Magnum, además de 743 cartuchos de munición. Todas eran armas que había comprado legalmente para practicar en el Club de Tiro. El reloj marcaba las 9.30 de la mañana cuando, así armado, caminó hacia el noroeste, donde estaban los baños y el gimnasio de la escuela.
Era el turno de la clase de gimnasia de los chicos de 5 años, a cargo de Gwen Hodson Mayor, una profesora de 45 años. Los chicos corrían alrededor del gran salón de deportes cuando Hamilton entró y comenzó a disparar sus armas. Todo ocurrió en menos de cinco minutos, al cabo de los cuales, la profesora y 16 chicos yacían muertos sobre el piso mientras otros 32 se retorcían por el dolor de las heridas de bala.

Parado en medio del gimnasio, “Míster Creepy” escuchó el sonido de las sirenas de los autos policiales y de las ambulancias cada vez más cerca y tomó una decisión: se metió en la boca el cañón de una de las pistolas 9 milímetros y se voló la cabeza. Sumó así un cadáver más al saldo de la mayor masacre cometida por un atacante solitario en la historia del Reino Unido.
Inertes y en medio de charcos de sangre, además de la profesora Hodson y Hamilton, quedaron los cadáveres de Victoria Elizabeth Clydesdale, Emma Elizabeth Crozier, Melissa Helen Currie, Charlotte Louise Dunn, Kevin Allan Hassell, Ross William Irvine, David Charles Kerr, Mhairi Isabel MacBeath, Brett McKinnon, Abigail Joanne McLellan, Emily Morten, Sophie Jane Lockwood North, John Petrie, Joanna Caroline Ross, Hannah Louise Scott y Megan Turner, todos niños de cinco años.
Al escuchar los disparos y los gritos, en el resto de las instalaciones de la escuela, alumnos y profesores buscaron refugio, temiendo que el o los atacantes -no tenían idea de lo que estaba pasando- fueran a dispararles también. Entre ellos, aterrorizado, se encontraba un chico de 8 años que con el tiempo se convertiría en uno de los tenistas más famosos de la historia. Se llamaba Andy Murray.

El recuerdo de Andy Murray
Andy y su hermano mayor Jamie, de 10 años, salieron físicamente ilesos de la masacre de Dunblane, pero con graves secuelas psíquicas, como muchos otros sobrevivientes. Años después, Andy contó que iba caminando hacia el gimnasio cuando empezaron a sonar los disparos y entonces, por puro reflejo, corrió hacia la oficina del director de la Escuela y se escondió debajo de una mesa.
A pesar de que estuvo bajo tratamiento psicológico, no podía superar el trauma que le causó la muerte de sus compañeros de escuela, a lo que se sumó el dolor por la separación de sus padres. Paradójicamente, eso sería determinante para su carrera deportiva porque, al ver que su hijo no se recuperaba, la madre de Andy, Judy, decidió alejarlo de Dunblane y lo envió a Barcelona, donde a los 14 años el futuro número uno del mundo comenzó entrenarse en la Academia Sánchez Casal, fundada por los ex tenistas Emilio Sánchez vicario y Sergio Casal. Allí se hizo jugador profesional.
Durante años, Murray no pudo hablar de las huellas que le dejó la masacre que Hamilton perpetró en su escuela. Lo hizo recién cuando, ya un tenista consagrado, publicó su autobiografía en 2009. “Varios de mis amigos murieron, sólo tengo pequeños recuerdos de aquel día, también recuerdo que minutos antes cantamos canciones en clase”, recordó durante la presentación del libro.
También reveló que, tanto él como su familia, no solo conocían a Hamilton sino que tenían una relación bastante estrecha con el frustrado boy scout. “Lo más extraño era que conocíamos al tipo. Había estado en el coche de mi mamá. Obviamente es raro pensar que hay un asesino en tu coche, sentado al lado de tu madre. Esta es probablemente una de las razones por las que no quiero volver la vista atrás. Es tan incómodo pensar que fue alguien que conocíamos de los Boys Club... solíamos ir al club y divertirnos. El averiguar que el asesino formaba parte del club fue algo que mi cerebro no podía asimilar. Yo podría haber sido uno de esos niños”, contó.
Cuando la directora Olivia Cappuccini lo entrevistó para su documental Andy Murray: resurfacing, dejó en claro lo clave que fue el tenis para que pudiera superar el trauma que le había dejado la masacre: “Siempre me preguntan por qué el tenis es tan importante para mí. En principio, está lo que pasó en Dunblane. En los doce meses siguientes a la matanza, mis padres se separaron. Fue un momento muy difícil para nosotros, que no entendíamos muy bien lo que pasaba. Por eso, cuando jugaba al tenis, sentía que me podía escapar un poco de todos esos problemas”, explicó.
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