
A los diecisiete años lavó y lustró las vidrieras de la sastrería Marchetti: un trabajo que al chico le quedaba cerca de su casa porque vivía en la Avenida Almafuerte y Diógenes Taborda, frente al Parque Patricios, que ya había dejado de ser el gran Matadero del Sur, y no muy lejos del predio que alberga hoy al Hospital Churruca-Visca. Sólo esa historia común en la Buenos Aires de 1920, daba tela para un tango. Pero el chico era griego.
Trabajó después de lo que pudo, pero su mente astuta no estaba puesta en el trabajo para otros. Se metió en el negocio del tabaco, para exportar e importar compró un par de barcos, especuló en la timba de la Bolsa, falsificó su edad y su lugar de nacimiento y a los veintitantos años era un millonario. Desde entonces, vivió una vida rodeada por el secreto, la leyenda y algo de mitología, propio de Grecia y de griegos; se casó con la hija de un empresario naviero para ensanchar los negocios en una actividad en la que siempre sobrevuela la piratería y las ansias corsarias; tuvo dos hijos, Alexander que debió ser su heredero pero murió joven y Christina, que lo heredó pero también murió joven; enamoró a la gran cantante María Callas y le partió la vida en dos, un gran amor confundido y fundido en el fuego griego con el que lo retrató de modo admirable el escritor Nicholas Gage; no enamoró, ni cerca, pero se casó en 1968 con Jacqueline Kennedy, viuda del presidente John Kennedy asesinado en Dallas cinco años antes: un matrimonio por conveniencia que se diluyó en las aguas del Egeo. Cuando murió, el 15 de marzo de 1975, hace medio siglo, ya había dejado su nombre impreso en un mundo que lo miró con envidia, lo juzgó con dureza y renuncia a olvidarlo: Aristóteles Onassis.
Cumplió lo que cifraba su nombre. Aristóteles, de algún modo el padre de la lógica, sostenía que la fuente del conocimiento es la experiencia. Y Onassis labró el suyo en ella. El nombre era también un mandato paterno. El papá se llamaba Sócrates, que fue maestro de Platón, que fue maestro de Aristóteles. La mamá se llamaba Penélope, que evocaba a la eterna enamorada que esperó en Ítaca, durante casi veinte años, a que regresara de Troya su eterno enamorado, Odiseo, Ulises para los romanos, mientras tejía cada noche y destejía cada amanecer el frágil hilo de su esperanza. De esa madera estaba hecho Ari, como le llamaban sus íntimos.
Había nacido el 20 de enero de 1906 en Izmir o Esmirna, según quién sea, turco o griego, quien nombre a ese territorio a la vera del Egeo, fundada por los griegos, capturada por los romanos y reconstruida por Alejandro Magno, un alumno de Aristóteles. La ciudad estaba bajo dominio turco, pero Onassis nació en el seno de una familia griega de comerciantes en tabaco. En 1919, tras la desintegración del imperio otomano, los griegos ocuparon Esmirna y el tratado de Lausana le dio a Onassis y a muchos otros, la nacionalidad griega. Pero entonces fue el nacionalismo turco el que persiguió a los griegos y a otras minorías. Los Onassis huyeron a Atenas, y lo perdieron casi todo. Parientes lejanos, o contactos tabacaleros de su padre, hicieron que Aristóteles y una hermana embarcaran hacia la Argentina en la tercera clase de un buque que tenía como una última escala a Buenos Aires, capital de un país que entonces era tierra de promisión.

La leyenda dice que en el bolsillo de Ari, de diecisiete años que desembarca y pasa fugaz por el Hotel de los Inmigrantes, sólo había cien dólares. Él mismo alimentó esa fábula, si lo fue: “Cuando llegué a Buenos Aires, en 1923, cien dólares no era mucho. Con la esperanza de que las relaciones de mi padre dieran los resultados esperados, necesitaba trabajar”. Trabajó duro: fue lavaplatos, cocinero en el ferrocarril, peón de albañil, hizo brillar los cristales de la sastrería Marchetti y se hartó rápido de los trabajos de inmigrantes. Logró entrar como telefonista en la British United River Plate Telephone & Co.: hizo trampa. “Para poder trabajar allí tenía que ser seis años mayor. Mentí mi edad. Tampoco me parecía que Izmir fuese un lugar ni conocido ni serio para haber nacido, así que opté por uno que me pareció más honorable: Atenas. Pedí trabajar de noche para tener los días libres y buscar otras salidas. Un año después, con la ayuda de un préstamo abrí mi primer negocio de cigarrillos. No dejé mi trabajo en la compañía telefónica hasta que estuve seguro de que mi negocia iba a funcionar. Mi estrategia siempre fue la de cuidarme las espaldas por si había imprevistos”.
Cómo fue que un joven inmigrante, menor de veinte años, pudo falsear en sus documentos su edad y lugar de nacimiento, y cómo fue que consiguió un préstamo para abrir un negocio de tabaco, es parte de los grandes misterios de la vida de Onassis. No son los únicos. También especuló en la timba siempre omnipresente de la Bolsa. En 1925 consiguió la ciudadanía argentina y dos años después, a los veintiún años fundó su primera empresa en el país: capital, doscientos cincuenta dólares. Con parte del tabaco turco que le enviaba su padre desde Grecia, produjo sus primigenios cigarrillos: “Osman”, “Primeros” y “Grecos”. Se asoció para eso con Juan Oneto, que junto a Juan Piccardo dirigían la famosa empresa tabacalera Piccardo, madre de los no menos famosos cigarrillos “43″. Para que los barcos que llegaban desde Grecia con tabaco no regresaran vacíos al Egeo, Onassis empezó a exportar pieles, granos y lana. Era un muchacho audaz que descubrió otra de sus cualidades personales: era también un hábil negociador.

En 1929, con el mundo de la economía a punto de derrumbarse, descubrió que su negocio de importación peligraba porque el gobierno griego había establecido un recargo del mil por ciento para las importaciones de países con los que Grecia no tuviese firmado un acuerdo comercial. Onassis viajó de regreso a su tierra para que Grecia no aplicara esos recargos a los intercambios con Argentina. No solo lo consiguió, además, le dieron un premio: fue nombrado cónsul general de Grecia en Buenos Aires. Desde la diplomacia, aun amateur, Onassis hizo grandes negocios. La leyenda le regala un dato: a los veinticinco años, en 1931, ya había reunido su primer millón de dólares. No iba a ser el único.
Al mundo del transporte marítimo entró por intuición, por ambición, por olfato: decían sus amigos que Ari podía “oler el dinero”. En los años 30, en medio de la Gran Depresión, se hizo de su primera flota en un remate de la Canadian Pacific Railway; consiguió lo que llamó “un precio justo” por seis barcos por los que pagó veinte mil dólares cada uno. Fue el inicio de una gigantesca empresa naviera que incluyó luego pesqueros, petroleros, cargueros, balleneros y cruceros: negocios y placer. En 1946 se casó con Athina Mary Livanos, hija de un magnate naviero griego con el que amplió flota y negocios. De ese matrimonio nacieron Alexander, en 1948 y Christina, en 1950.
En Argentina, un país al que dejaba poco a poco atrás, Onassis ancló su negocio naviero gracias a su vínculo con el empresario Alberto Dodero, vinculado directamente al entonces flamante presidente Juan Perón, que había asumido en junio de 1946. Al año siguiente, Dodero acompañó a Eva Perón en su famosa gira europea por España, Italia, Portugal y Francia. En los años de posguerra, los primeros de sus tres presidencias, Perón pensó en formar una importante flota marítima y desarrollar la industria naval, que no iba a eludir la ampliación de la Marina de Guerra del país. Dodero fue algo así como el alma mater de ese proyecto, del grupo de consulta creado alrededor de la iniciativa que, dicho sea de paso, era mirada con lupa por los servicios de inteligencia de Gran Bretaña y de Estados Unidos. Los barcos de Dodero habían transportado a la Argentina a un numeroso grupo de ex jerarcas nazis que encontraron refugio, amparo y seguridad en el país. Onassis se incorporó al grupo que integraban, además de Dodero, el mecánico naval Alfredo Ryan, un empresario especializado en la reparación de buques, y Fritz Mandl, un austríaco fabricante de municiones.

Onassis dejó que sus negocios fluyeran en Argentina, pero también dejó el país para siempre. Sus ojos miraban a Estados Unidos y a Europa. En 1954 compró por treinta y cuatro mil dólares una especie de cachivache de guerra que, como fragata canadiense, había merodeado las playas de Normandía cuando el desembarco aliado en 1944. Onassis lo convirtió, cuatro millones de dólares mediante, en el fabuloso yate “Christina”, el nombre de su hija, que con los años abordarían Winston Churchill, Marilyn Monroe, Greta Garbo, John Kennedy, Jacqueline Kennedy y las figuras más importantes del mundo político, de negocios, de la moda y del espectáculo: Onassis era un brillante cartel luminoso que te llevaba de arriba abajo desde el Mediterráneo andaluz hasta el Egeo de los mitos, con oro en la grifería de los baños, apoyabrazos de marfil en los sillones, pileta de natación con agua a temperatura regulada que, en las noches, podía convertirse en pista de baile. Y los puertos a tocar, los más célebres del Mediterráneo, y además, Mykonos, Santorini, Lesbos, Creta, Ios, Naxos…
Ese mismo año, 1954, empeñado en radicar sus empresas en New York, Onassis fue investigado por el FBI por fraude. Lo acusaron de violar una disposición según la que todo buque con bandera de Estados Unidos, debía ser propiedad de un ciudadano de ese país. Onassis se declaró culpable, pagó una multa de siete millones de dólares y, tres años después, en 1957, fundó la primera línea aérea griega, Olympic Airways e instaló sus oficinas en la “Olympic Towers”, en la calle 51, entre la Quinta Avenida y Madison, de cara al costado derecho de la bellísima catedral de St. Patrick.
Ese año marcó la vida de Onassis. Conoció a María Callas. Fue el martes 3 de septiembre de 1957, durante una fiesta convocada por la gran periodista chismosa de Hollywood, Elsa Maxwell, en el hotel Danieli de Venecia, ciudad que celebraba su tradicional festival de cine. Como toda historia de amor, la de Callas y Onassis merece una enciclopedia aparte. Callas todavía no era una gran diva; había debutado en el Metropolitan Opera de New York el año anterior con críticas y elogios; era conocida por sus desplantes, sus berrinches y sus plantones y por la abultada cifra que pedía como cachet su marido, Giovanni Battista Meneghini, un empresario treinta años mayor que Callas que la guio en parte en la que sería su carrera profesional.
El encuentro Onassis-Callas fue puro fuego. Y la pasión con la que vivieron ambos el romance, también. Por eso la historia de ese amor desangelado revelada por Nicholas Gage se llama “Fuego griego”. Porque, además, el propio Meneghini dijo alguna vez, con melancólico fatalismo: “Era como si un fuego los estuviera devorando”. Los devoró, es verdad, los convirtió en cenizas y esos despojos sí que se los llevó el viento. Peleas, rupturas, reconciliaciones, dramas permanentes que pintan con precisión lo que los griegos, con cierto humor, dicen para definirse: “Somos mar y tragedia”.
Los griegos dicen algo más sobre la tragedia, que parece acompañarlos en cada momento de sus vidas. Dicen que una tragedia es la diferencia entre lo que fue y lo que pudo haber sido. También esa verdad pinta en parte la historia de Callas y de Onassis. Gage revela en su libro que la pareja tuvo un hijo que vivió pocas horas. El 30 de marzo de 1960 Callas se internó en la clínica Dezza, de la Via Dezza 48, en Milán. Por cesárea dio a luz a un varón con graves problemas respiratorios. El bebé vivió apenas dos horas. Como la madre estaba inconsciente por la anestesia, y consciente de que el chico iba a morir, una enfermera lo bautizó con el nombre que María le dijo haber elegido: Omero Lengrini. En el sello de la partida de nacimiento dice: “Nació vivo y murió antes de ser notificado su nacimiento”. Gage no halló pruebas, no las hay, de que el hijo de Callas haya sido de Onassis. Pero el nombre Omero era el de un tío al que Aristóteles quería y admiraba, que le había enseñado a nadar y a ser campeón de natación en Esmirna.

En 1963, mientras enviaba a María Callas flores y regalos costosos, Onassis compró una isla griega: toda para él. La llamó Skorpios. Pagó por ella un precio de nada, hoy serían veinticinco mil euros, pero invirtió cien veces más en convertirla en un paraíso: plantó centenares de árboles, diseñó y le ganó al mar caprichoso pequeñas playas privadas que llenó de arena importada, porque las pequeñas costas que daban al mar eran pedregosas; construyó tres mansiones y, de nuevo la leyenda, a una la llamó “Casa Rosada” a modo de grato recuerdo de Argentina. También construyó un helipuerto para que no fuese el mar el que rigiera el destino de los visitantes. Así que, ahora, el gran yate “Christina” tenía un nuevo sitio al que acudir. Skorpios no tenía puerto para un yate que había sido fragata de guerra y que tenía casi cien metros de eslora; fondeaba en el azul oscuro del Egeo y luego gomones y lanchas se encargaban del resto.
La vida de Onassis, que había sido turbulenta, un tanto disipada si se quiere, impulsada por lo que sus biógrafos, con generosidad o malicia, califican de “devoción por las mujeres”, se hizo más intensa. Había aprendido que millones, relaciones personales, entreveros sentimentales, invitaciones a grandes figuras y en la medida de lo posible algo de encanto personal, era también una forma de prosperar en los negocios y de ganar notoriedad. Lo había aprendido de otro millonario, el príncipe Rainiero de Mónaco, a quien estuvo a punto de comprarle el principado.
La de Onassis y Mónaco es una historia casi simpática. En 1953, Onassis se había hecho dueño de la mayoría de las acciones de la Sociedad de los Baños de Mar, que manejaba en el principado el gran casino, los dos mejores hoteles, el Gran Teatro de Montecarlo y una cantidad impresionante de mansiones, casas y departamentos.
Onassis había llegado a Mónaco en una época de vacas flacas para Rainiero, pero los monegascos le hacían un poquito de asco al magnate griego: creían que con él iban a llegar barcos petroleros, contrabando, pelafustanes de orígenes bastardos y palurdos de diferentes calañas e intenciones. No era verdad. Al menos no eran esas las intenciones de Onassis, sino todo lo contrario. Para poner un pie en el principado quiso comprar el edificio del Sporting Club, que estaba abandonado. La Sociedad de los Baños de Mar se negó a alquilárselo primero y a vendérselo después. Lo que sigue es una confesión de parte. Contó Onassis: “Ante esta resistencia, comprendí que no tenía otra alternativa que comprar la sociedad”. En dos años, poco a poco, a partir de terceras personas y en secreto, se hizo con la mayoría de las acciones de la entidad y negocio concluido.
Para males de Rainiero, el príncipe estaba soltero y de novio con una actriz francesa, Gisele Pascal que, como suele suceder, no le caía bien ni a la familia del soberano ni a los habitantes del principado. Onassis, que de esas piraterías sentimentales entendía un rato, y de otras piraterías también, convenció a Rainiero de que el principado debía modernizarse; que soplaban nuevos vientos; que Mónaco era una mina de oro para el turismo, y para el jet set, que todavía no se llamaba así; que tenía que dejar de ser el refugio de viejas fortunas y abrir las puertas a los nuevos capitales de un mundo que cambiaba por horas. Con temeridad y cierto caradurismo, Onassis hasta le sugirió al príncipe que pusiera fin a su romance con la Pascal y, de nuevo la leyenda, dicen que le aconsejó a Rainiero que pusiese sus enamorados ojos en Hollywood; incluso le acercó una terna de celebridades de la época: Gene Tierney, Marilyn Monroe y Grace Kelly. El final de la historia es conocido: el papel principal fue para Grace Kelly, se casaron, fueron felices y comieron perdices. Y Onassis contentísimo.
María Callas se hartó de la vida disipada, de las prolongadas ausencias de su enamorado que no acertaba a casarse con ella, de sus viajes constantes en el “Christina” por los mares del placer, rodeado de grandes personalidades y de mujeres hermosas que bailaban en el piso del yate que durante el día había sido piscina para nadar; se hartó de no compartir la pena por el hijo muerto con nadie más que con su dolida sombra de diva de los escenarios que había empezado a perder la voz y, fiel a su instinto griego, Callas echó más fuego al fuego y rompió la pareja con un desdén atormentado que no ocultaba un rasgo de incurable egolatría: “No me amaba a mí –dijo– sino a lo que yo representaba”. Esa fue la distancia entre lo que fue y lo que pudo haber sido.
Onassis oyó llover cuando Callas rompió. La vida siguió su curso; el Christina puso proa a otros amores náufragos, ahora visitaba el Egeo de los mitos, el Mediterráneo conocido y un nuevo puerto en la Costa Azul; su dueño, como antes, se codeaba seguido con la nobleza europea, encandilada tal vez por los grifos de oro de la nave. Los negocios de Onassis siguieron en alza, los millones se multiplicaron; Alexander, el hijo varón, asomaba fiel y estudioso a ser el heredero del imperio. Todo marchaba con viento de cola. Incluso en el amor: para avivar el fuego griego, que todavía guardaba rescoldos ardientes, María Callas había archivado el desdén y contemplaba la posibilidad de un retorno, deseo larvado que Onassis alimentaba con zalamerías, más flores y más regalos. Pero cuando todo estaba a punto de volver al viejo calor, Onassis se casó con Jacqueline Kennedy. Y la vida de Callas se partió.
Ese matrimonio Onassis-Kennedy fue otro fuego griego, pero un fuego helado. El 7 de agosto de 1963, la primera dama de Estados Unidos había dado a luz a un chico, prematuro, con deficiencia pulmonar. Llegaron a bautizarlo como Patrick Bouvier Kennedy, pero el bebé murió dos días después, el segundo bebé muerto de esta triste historia. La pareja presidencial quedó devastada. El escritor Thurston Clarke afirma que la tragedia transformó al presidente y a su mujer, enriqueció su relación, arada por los constantes devaneos amorosos de él y por cierta resignada indiferencia de ella. Para mitigar la pena, Kennedy recurrió a su viejo amigo Onassis y envió a Jacqueline a que pasara unos días en el acogedor “Christina” y en las aguas sabia
s del Egeo. Jackie regresó a Washington el 17 de octubre. El historiador William Manchester le hace decir a un agente del servicio secreto: “Jackie volvió con estrellas en los ojos: estrellas griegas”. Estrellas o no, como símbolo de la nueva y más rica relación entre ambos, Kennedy hizo algo que no solía hacer: invitó a Jackie a un viaje de campaña electoral. “Sí –dijo ella– ¿Adónde vamos?”. “A Dallas”, contestó Kennedy.

Tras el asesinato de Kennedy, Jacqueline se retiró casi de la vida política estadounidense. Cuando en junio de 1968, el jordano Shiran Bishara Shiran asesinó en Los Ángeles a Robert Kennedy, que asomaba como seguro candidato a presidente, e incluso como futuro presidente, Jacqueline se aterró: “Si van a asesinar a todos los Kennedy, –dijo– mis hijos corren peligro”. Corrió a los brazos de Onassis. Se casaron el 20 de octubre de 1968 en Skorpios. Aquello no era un matrimonio, era un acuerdo comercial. Jacqueline Kennedy-Onassis había exigido el matrimonio para no escandalizar a sus hijos, Caroline de casi once años y John-John, de cuatro años y medio. También firmaron ambos un acta matrimonial secreta que decía que en caso de muerte del marido o divorcio, Jacqueline recibiría la tercera parte de su fortuna. Todo duró nada. Ella derrochó parte del patrimonio inagotable de Onassis, bebió de otra fuente inagotable, el sol de Grecia, se hacía traer el pan del desayu
no de una isla distante trescientos kilómetros de Skorpios, con el mismo buen gusto con el que había remodelado la Casa Blanca redecoró las mansiones de la isla y, de paso, borró todo vestigio que quedara allí de María Callas, y terminó por hartarse y por hartar a su marido. Vivieron separados gran parte de su deslucido matrimonio. Él planeó tornar a María, pero María era una llaga viva que había decidido dejar de cantar y aislarse: había decidido también abandonarse a un destino que le era incomprensible y que cabía, todo entero, en un aria de la ópera “Tosca”, de Giacomo Puccini “Vissi d’arte”, que ella había cantado tantas veces con hondo dramatismo: “Viví para el arte, viví para el amor (…) Señor, ¿por qué me pagas así…?”.
La tragedia, otra gran tragedia griega, acechaba a Onassis a la vuelta de la esquina. El 23 de enero de 1973 murió su hijo Alexander, de veintitrés años, el heredero del imperio. Se había estrellado el día anterior en el aeropuerto internacional Hellinikon, de Atenas, al mando de su avión anfibio personal Piaggio P.136L. Era entonces el presidente de Olympic Aviation, subsidiaria griega de Olympic Airways. Era el vivo retrato de su padre y padecía su mismo mal: una vista débil. No podía acceder a un certificado de transporte aéreo, pero sí al de un piloto comercial, lo que le permitía volar aviones ligeros. Se había opuesto al matrimonio de Aristóteles con Jacqueline Kennedy y había definido a la pareja con una frase sabia, sufrida y paciente: “A mi padre le encantaban los nombres. Y a Jackie le encantaba el dinero”.

Onassis quedó sumido en una profunda depresión. Después del entierro de su hijo en Skorpios, nunca más volvió a ser el mismo. Se encerró en la bebida, los habanos que consumía con fanática entrega y apenas miraba sus negocios que incluso ya no marchaban tan bien. En enero de 1975 se vio obligado a entregar Olympic Airways al gobierno griego a cambio de treinta y cinco millones de dólares en efectivo y bienes. El año anterior había nombrado a su hija Christina como única heredera y le había dejado instrucciones sobre qué hacer con su fortuna. Se preparaba para morir. Sufría de una miastenia grave, una enfermedad autoinmune que debilita los músculos voluntarios, y hasta había usado tela adhesiva para mantener alzados los párpados.
El 20 de enero de 1975, Onassis cumplió setenta y un años. Uno de los regalos que recibió era una manta de cachemir Hermés, roja, enviada por María Callas. El 2 de febrero llamó a su mujer a New York y le dijo que estaba enfermo, dolorido y solo. Jacqueline viajó de inmediato a Atenas para encontrarlo rodeado por Christina y por todas sus hermanas. Padecía una obstrucción del conducto biliar. Operarlo era un riesgo y el enfermo quiso volar a París para ser atendido en el Hospital Americano de Neuilly. Al llegar al aeropuerto de Orly, una limusina lo llevó al 88 de la Avenue Foch. Allí, Onassis desafió a un enjambre de periodistas y de cámaras que lo esperaba en la vereda. Según el New York Times: “El señor Onassis dijo ‘Buenas noches’ a los periodistas apiñados en torno a la verja, cruzó el jardín y entró en el edificio sin ayuda y con las manos en los bolsillos de su abrigo azul. La señora Onassis y su hija Christina llegaron treinta minutos más tarde”. El enfermo llevaba sobre su abrigo azul, la manta de cachemir roja que le había regalado Callas.
Después de una riesgosa operación de vesícula y de la grave infección que siguió a la intervención, envuelto en la nube de la morfina, Onassis murió el 15 de marzo, frente a los ojos de Christina. Jacqueline Kennedy Onassis estaba en New York. María Callas estaba en las playas bordeadas de palmeras de Palm Beach. Le avisó su amiga de toda la vida, Mary Carter, a quien le dijo: “Ah, Mary… Ahora sí todo ha terminado… Todo ha terminado”. Jackie llegó a Orly al día siguiente, vestía un traje negro de Valentino y un abrigo de cuero negro. Enarboló una sonrisa fría a los fotógrafos y leyó un papel: “Aristóteles Onassis me rescató en un momento en que mi vida estaba hundida en las tinieblas. Él fue muy importante para mí. Juntos tuvimos muchas experiencias hermosas e inolvidables por las que le estaré eternamente agradecida”.
El 18 de marzo, un Boeing 727 de Olympic Airways llegó al aeropuerto de Aktion, conocido hoy también como Preveza, en el golfo de Ambracia, hoy conocido como Golfo Arta, en el mar Jónico. El avión llevaba a treinta y cuatro familiares de Onassis y, en la bodega, el ataúd con su cuerpo. Eran las aguas y las tierras en las que Marco Antonio y Cleopatra habían sido vencidos por Octavio y desde donde, ambos, habían huido a Egipto para matarse juntos.
El cortejo fúnebre se dirigió a un pueblo de pescadores, Nidri, el punto costero más próximo a Skorpios. Detrás del coche mortuorio viajaban Christina Onassis, Jacqueline Kennedy Onassis y Ted Kennedy, hermano menor de los dos estadistas asesinados en 1963 y en 1968. Ted Kennedy sugirió que esos eran instantes para cuidar a Jackie y Christina, pese a que estaba sedada, gritó al conductor: “¡Detenga el coche!”, para abrir luego la puerta, bajar y correr hacia el segundo auto, donde viajaban sus tías. Fuego griego. Onassis fue sepultado en la capilla de la isla, en un sarcófago de mármol, cerca de su hijo Alexander.
Tenía razón María Callas, todo había terminado. Callas murió en París dos años y medio después de Onassis, el 19 de septiembre de 1977, a los cincuenta y tres años, agobiada por la pena. Se descartó el suicidio.
Jacqueline Kennedy Onassis hizo valer el acta de matrimonio y sus abogados reclamaron la tercera parte de la fortuna de Onassis, pese a que Christina había sido declarada heredera universal. Ambas disputaron en los tribunales, que fallaron en favor de la viuda. Jacqueline Kennedy Onassis murió en New York el 19 de mayo de 1994 a los sesenta y cuatro años.
Christina Onassis, la mujer que había dado nombre al famoso yate de Aristóteles Onassis, se casó cuatro veces y se divorció otras tantas. Con uno de sus maridos, Thierry Roussel, tuvo una hija, Athina Roussel Onassis que, a la muerte de su madre, heredaría las dos terceras partes de la fortuna familiar amasada por su abuelo. Christina Onassis, que como su padre tenía ciudadanía griega y argentina, murió por un edema pulmonar en la bañera de la casa de su íntima amiga, Marina Dodero, en Tortuguitas, el 19 de noviembre de 1988. Tenía treinta y siete años. La vieja amistad Onassis-Dodero seguía vigente en sus herederas. También se descartó el suicidio. Está sepultada en Skorpios, junto a su padre y a su hermano.

Athina Roussel Onassis, que tenía tres años a la muerte de su madre, quedó como única heredera del imperio. Su fortuna fue manejada hasta que fue mayor de edad por una junta de administradores. A los dieciocho años tuvo el control de la mitad de su herencia y, cuando cumplió veintiún años, no accedió a la otra mitad, en poder de la “Onassis Foundation”: sus directivos no la juzgaron apropiada para manejar los fondos y modificaron los estatutos para no cederle la presidencia de la entidad. Los abogados de Athina litigaron sin resultado. Vive en Bruselas, Bélgica en la mansión de un predio donde cría y entrena caballos para saltos hípicos. En 2005, a los veinte años, se casó con el jinete brasileño Álvaro de Miranda Neto, miembro del equipo olímpico ecuestre de ese país y doce años mayor que la novia. Se separaron en 2016.
El legendario yate “Christina” había sido donado por Christina Onassis al estado griego para ser usado como barco presidencial. Pero los altos costos de mantenimiento hicieron que el gobierno lo vendiera por cincuenta millones de dólares al empresario griego Yanis Papanicolau. Lo rebautizaron “Christina O”. Y hasta no hace mucho estuvo amarrado en el puerto de Mónaco donde podía ser alquilado por cualquiera que pudiera pagar noventa mil euros por día.
La isla de Skorpios quedó abandonada luego de la muerte de Christina Onassis. En 2013 el multimillonario ruso Dimitry Rybolovlev la compró a Athina Roussel por ciento treinta y ocho millones de dólares. Se la regaló a su hija. Ekaterina Rybolovlev.
En toda esta historia que mezcla amores, traiciones, ambición, muerte y algo de locura, falta oír una voz casi anónima que, como la de todos los protagonistas de esta tragedia griega, sucumbió ya a la muerte. Es la del padre Apostolos Zavitzianos, que hace medio siglo elevó al cielo una elegía frente al sepulcro de Onassis: “Todas las cosas mortales son vanas pues, tras la muerte, ya no son. La riqueza no permanece, la gloria no nos acompaña, la muerte llega de repente y todo eso desaparece (…) Todo es polvo, todo es ceniza, todo es sombra. Démosle a él el último beso; a él, que ha muerto, pues ha dejado a sus parientes, ha marchado a la tumba, y ya no le importan las cosas vanas, ni nuestras carnes fatigadas”.
Fuego griego.
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