Al entrar al Palacio de Buckingham la tarde del 4 de marzo de 1975, Charles Chaplin se mostró sonriente frente a los fotógrafos que cubrían las actividades de la realeza. A su lado, también sonriente, su última y más duradera esposa, Oona O’Neill, lo tomaba fuertemente del brazo. Más allá de la sonrisa dibujada en su cara, el cuerpo del gran actor y guionista británico ponía en evidencia su debilidad. Estaba por cumplir 86 años y ya tenía muchas dificultades para caminar, por lo que rara vez abandonaba su residencia frente al lago Leman, en Suiza, donde vivía desde 1952. Ese viaje a Londres le había costado un enorme esfuerzo, pero por nada del mundo iba a perdérselo. La reina Isabel II lo esperaba para nombrarlo caballero de un imperio que durante décadas había sospechado de él al punto de darle la espalda, ignorando oficialmente su talento, su carrera y sus logros.
Al terminar la ceremonia sería Sir Charles Spencer Chaplin, un título que, según el protocolo real es uno de los más altos honores a los que puede aspirar alguien que por cuna no forma parte de la nobleza. Si bien los reyes británicos comenzaron a utilizarlo en la Edad Media para distinguir a miembros del gobierno o del ejército, desde principios del Siglo XX, durante el reinado de Jorge VI – padre de Isabel – se entrega también como reconocimiento a aquellas personalidades que hayan contribuido al desarrollo de las ciencias y el arte o a quienes se destacan por su activismo en diversas causas o por sus obras de caridad. Para obtenerlo, el candidato debe ser postulado por una organización y pasar por un riguroso proceso de selección a cargo de un comité especial.
Por su edad y sus décadas de destacada trayectoria, el reconocimiento que ese 4 de marzo de 1975 recibió Charles Chaplin resultaba muy tardío. Por ejemplo, mucho más jóvenes que él, los cuatro Beatles habían sido distinguidos con el título en 1963, poco después de revolucionar el mundo de la música. La demora en el caso de Charlie no se debía a que no se apreciara su talento o su obra artística, sino a que durante mucho tiempo se lo había relegado por razones políticas, debido a su pacifismo a ultranza y sus supuestas simpatías con la Unión Soviética y el comunismo. De alguna manera, Charles Chaplin se convirtió en una víctima más de los enfrentamientos de la Guerra Fría.

Un eterno sospechoso
Desde su llegada a los Estados Unidos en 1914, después de dar los primeros pasos de su carrera como actor en Gran Bretaña, Charles Chaplin transitó un camino fulgurante hacia el éxito, sobre todo gracias a ese vagabundo llamado Charlot, un personaje creado por él mismo y encarnarlo hasta convertirlo en su alter ego. “Quería que todo fuera una contradicción: los pantalones anchos, el saco apretado, el sombrero pequeño y los zapatos grandes... Añadí un pequeño bigote que, pensé, añadiría edad sin ocultar mi expresión. No tenía ni idea del personaje. Pero en el momento en que me vestí, la ropa y el maquillaje me hicieron sentir la persona que él era. Empecé a conocerlo, y para cuando subí al escenario ya había nacido por completo”, contó en su autobiografía.
Pero junto con el éxito llegaron también sus primeros problemas políticos. En Gran Bretaña se lo veía con malos ojos porque no se había alistado para combatir en la Primera Guerra Mundial y en los Estados Unidos se sospechaba de él por sus posiciones pacifistas. El jefe del FBI, J. Edgar Hoover llegó a creer que Chaplin no era en realidad quien decía ser y que se trataba de un agente extranjero, como consta que un archivo de fines de la década del ‘20.
Quedó definitivamente en la mira en 1936, cuando estrenó “Tiempos Modernos”, una película que es una despiadada crítica al modo de producción capitalista y la alienación de los trabajadores. Dos años más tarde recibió fuertes presiones del gobierno estadounidense para que no filmara – o, por lo menos, no estrenara – “El Gran Dictador”, una genial caricatura de Hitler y el régimen nazi. Los Estados Unidos no habían entrado aún en la Segunda Guerra Mundial y se temía que la película causara irritación, tanto en el país como en Alemania. Se estrenó finalmente en 1940 y luego de verla, el ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels, calificó a Chaplin de “pequeño judío despreciable”.

Los nazis, evidentemente, no lo querían, pero tampoco las autoridades estadounidenses. Centraron todavía más su atención en él cuando, ya iniciada la Segunda Guerra, hizo campaña a favor de la apertura del Segundo Frente para ayudar a la Unión Soviética que estaba luchando contra los alemanes junto a los demás aliados, y apoyó a varios grupos pro amistad soviético-norteamericana. Por si fuera poco, se relacionaba con reconocidos comunistas como Hanns Eisler y Bertolt Brecht, y asistía a actos realizados por diplomáticos soviéticos. En el clima político que se vivía en los Estados Unidos en la década de 1940 esta conducta hacía que pudiera ser considerado “peligrosamente progresista y amoral”. Chaplin negó siempre ser comunista y afirmó que era un “traficante de la paz”, pero consideraba que los esfuerzos gubernamentales para erradicar al comunismo como ideología eran una inaceptable infracción a las libertades civiles.
El odio de Hoover
El todopoderoso jefe del FBI tomó el caso de Chaplin como una cuestión personal. En 1946 pidió ayuda a la inteligencia interior británica, el MI5, para que comprobara “ciertas informaciones que aseguraban” que Chaplin no había nacido en Inglaterra, sino en Francia o Europa del Este, y que su verdadero nombre era Israel Thornstein, un agente comunista encubierto.

El MI5 no encontró ninguna prueba de que Chaplin estuviera involucrado con el Partido Comunista, aunque en Gran Bretaña también lo acusaban de lo mismo. En 2003, unos archivos británicos desclasificados del Ministerio de Asuntos Exteriores británico revelaron que el autor de “1984″. George Orwell acusó en secreto a Chaplin de ser un comunista oculto y amigo de la Unión Soviética en 1949. El nombre de Chaplin fue uno de los 35 que Orwell dio al Departamento de Investigación de Información (IRD), un organismo secreto de propaganda de británica que trabajaba en estrecha colaboración con la CIA durante la Guerra Fría.
Mientras tanto, Hoover no paraba de perseguirlo. Al tiempo que lo investigaba hizo preparar un largo informe sobre todas las películas de Chaplin para encontrar en ellas indicios o mensajes ocultos que probaran sus simpatías comunistas y permitieran meterlo preso. Fue acusado también por el Comité de Actividades Antiestadounidenses, encabezado por el senador Joseph McCarthy, por supuestas actividades “antiamericanas”.
Su película “Monsieur Verdoux”, estrenada en 1947, fue otra excusa para justificar esta persecución, ya que ésta establecía un paralelismo entre los crímenes del protagonista y los de las grandes potencias durante la guerra. La propaganda en su contra orquestada desde el Comité presidido por McCarthy fue tan virulenta que, durante la conferencia de prensa posterior al estreno en Nueva York, Chaplin fue agredido verbalmente por la mayoría de los periodistas que participaban.
El final llegó en 1952, cuando Chaplin viajó a Gran Bretaña para el estreno de “Candilejas” y Hoover negoció personalmente con el Servicio de Inmigración y Naturalización para que le prohibiera el reingreso a los Estados Unidos. Al enterarse, Chaplin respondió: “He sido objeto de mentiras y propaganda por parte de poderosos grupos reaccionarios que, por su influencia y con la ayuda de la prensa amarilla de Estados Unidos, han creado una atmósfera enfermiza en la que los individuos de mentalidad liberal pueden ser identificados y perseguidos. En estas condiciones, me resulta prácticamente imposible continuar con mi trabajo cinematográfico, por lo que he renunciado a mi residencia en los Estados Unidos”.
Más tarde, en su autobiografía, volvió sobre el asunto: “El hecho de que volviera a entrar en ese desdichado país o no me importaba poco. Me hubiera gustado decirles que cuanto antes me librara de esa atmósfera llena de odio, mejor, que estaba harto de los insultos y la pomposidad moral de los Estados Unidos”, escribió.

El exilio suizo y la vuelta
Charles Chaplin y Oona O’Neill decidieron radicarse en Suiza, en una suerte de exilio voluntario. Corría 1952 cuando compraron la residencia Manoir de Ban, en Consier-sur-Vevey, cerca del lago Leman. Tanto en los Estados Unidos como en Gran Bretaña, los gobiernos seguían considerándolo una suerte de agente soviético. Sospecharon más aún cuando el Consejo Mundial de la Paz, un organismo liderado por los comunistas, le otorgó el Premio Internacional de la Paz, y Chaplin se reunió con el secretario general del PCUS soviético Nikita Jruschov, y con el número dos de China, Zhou Enlai.
En su primera película europea, “Un rey en Nueva York”, encarnó a un rey exiliado que busca asilo en los Estados Unidos e incluyó varias de sus experiencias recientes en el guión. Eligió a su hijo Michael para interpretar a un niño cuyos padres están en la mira del FBI, mientras el personaje de Chaplin se enfrenta a acusaciones de comunismo. En una entrevista con motivo del estreno, un periodista le preguntó cuál era su ideología. “En cuanto a la política, soy un anarquista. Odio el gobierno y las reglas, y las restricciones... La gente debe ser libre”, respondió.
Recién en la década de los ‘60, la mirada de los gobiernos británicos y estadounidenses comenzaron a cambiar. En Washington corrían otros tiempos políticos con la llegada de John F. Kennedy a la Casa Blanca, y la obra del autor de “Tiempos Modernos” fue revalorizada. En julio de 1962, The New York Times publicó un editorial que decía: “No creemos que la República estuviera en peligro si al inolvidable pequeño vagabundo de ayer se le permitiera descender por el andén de un barco de vapor o un avión en un puerto estadounidense”. Era, en la práctica, un reclamo para que pudiera volver. Ese mismo mes, Chaplin recibió el título honorífico de Doctor en Letras por las universidades de Oxford y Durham, y en noviembre de 1963, el Plaza Theater de Nueva York comenzó una maratón de películas de Chaplin que duraría un año, incluyendo “Monsieur Verdoux” y “Candilejas”, que fueron elogiadas por los periodistas.
El retorno debió esperar, sin embargo, hasta 1972, cuando la Academia de Artes y ciencias Cinematográficas, le ofreció un premio honorífico. Chaplin dudo en aceptarlo, pero finalmente volvió al país para asistir a la ceremonia. En la gala, recibió una ovación de pie que duró 12 minutos, la más larga en su historia. Emocionado, un envejecido Charlot escuchó decir que le otorgaban el premio por “el efecto incalculable que ha tenido al hacer del cine la forma de arte de este siglo”.

Un anciano caballero
En Gran Bretaña, el reconocimiento a su trayectoria y su aporte al arte demoró tres años más, hasta era tarde del 4 de marzo de 1975, cuando la reina Isabel II lo recibió en el Palacio de Buckingham para otorgarle el título de Sir. Por su precario estado de salud, Chaplin no pudo, como marca el protocolo, arrodillarse frente a la soberana para ser investido caballero.
Esa fue, en la práctica, su última presentación en una ceremonia o un acto oficial. Murió apaciblemente a las 4 de la mañana del 25 de diciembre de 1977, con 88 años a cuestas, en su residencia frente al lago Leman, acompañado por Oona y siete de sus ocho hijos. Solo faltó, porque no llegó a tiempo, su hija más famosa, la que había seguido sus pasos en el mundo del cine, Geraldine, que vivía en Madrid.
En los obituarios, publicados al día siguiente, se habló de la muerte de un verdadero genio, que además de “inventar” una manera de hacer cine, que dirigió y protagonizó, se destacó como productor, compositor musical, guionista, escritor y editor. Nada se decía, en cambio, de las persecuciones que sufrió durante gran parte de su vida.
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