Una familia diezmada por el antisemitismo, un abuelo que ganó la lotería, una tía abuela víctima de trata: la historia de los Wolowski

Dos hermanos que se reencuentran cuatro décadas después de la guerra. Sus nietos que lo hacen 30 años después del primer reencuentro. Búsquedas, hallazgos, descubrimientos y secretos que crecieron en el mismo árbol genealógico

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Familia Wolowski. Arriba, en la
Familia Wolowski. Arriba, en la punta, a la izquierda: David, Doba y su hijo, Abram

Era el año 2001. A la casa de Claudia Wolowski, en Capital Federal, llegó el correo. Internet todavía era una novedad. Había e-mail, algunas salas de chat, pero nada reemplazaba al cartero aún —ese entrañable portador de buenas y malas noticias— y la forma de comunicación que hasta ese segundo milenio de la mayoría del mundo había sido la manera de unir puntos divergentes del planeta.

Recibo una carta en mi casa, la leo y dice: “Mi nombre es Justin Buttler, tengo 30 años, vengo a pasar seis meses a la Argentina para mejorar mi español. Sé que tengo familia en la Argentina porque mi abuelo me lo dijo y estoy tratando de localizarla. Si usted se siente identificado en alguna de las fotos que adjunto, por favor, contáctese a este teléfono”. Cuando miro las fotos estoy yo, mi hermana, mi mamá, mi papá, mis tíos. Fue un shock.

Justin Buttler, nacido en Gran Bretaña, llegó a la Argentina antes de diciembre de 2001, antes de que el presidente desapareciera en helicóptero. Antes de empaparse de la argentinidad al palo, lo que haría rápidamente en su estadía en el sur del mundo. Pidió una guía telefónica, esa que por su tamaño servía como base de televisores o pata de muebles cojos, y empezó a buscar aquello por lo que había venido, lo que más quería además de pulir el idioma.

—El pibe vino, agarró la guía de toda la Argentina, buscó Wolowskis por todos lados y mandó la carta a once con el mismo apellido. Y me halló. A mí y a otros que no eran, que por ahí se escribían diferente. Y nos encontramos nuevamente. Fue como reeditar la historia de mis abuelos.

Claudia y Justin, hace días,
Claudia y Justin, hace días, en el obelisco, más de 20 años después de su primer encuentro

Los abuelos David y Doba

—Mirá, es así. A mí siempre me interesó la historia de nuestros antepasados, nuestros abuelos. Mi papá era polaco, yo soy primera generación de argentinos de mi familia, porque mi papá nació en Polonia y vino con mis abuelos cuando tenía dos años. De hecho, mi marido también, el abuelo de mi marido que para él era un personaje muy importante vino de Polonia y a él le gusta mucho, sabe mucho del Holocausto. Entonces en el 2019, 2020, justo antes de la pandemia, hicimos un viaje a Polonia y fuimos a los pueblos de cada familia. Yo fui al pueblo de mi papá y después fuimos al pueblo de su abuelo.

Claudia Wolowski —analista de sistemas, productora artística y audiovisual, pelo amarillo, ojos de agua— habla y se interrumpe. Comienza la historia, pausa, piensa un segundo y vuelve a empezar por otro lado. Por otra parte que conduce a otra. Como si se colgara de lianas enredadas en diferentes árboles en las que se balancea y se desplaza para unir las ramas que van dibujando su historia familiar. Como un libro del tipo “elige tu propia aventura” en el que se puede empezar por diferentes capítulos para armar la narración. Como un film contado desde la perspectiva de cada uno de los personajes que terminan uniéndose al final, como abriendo ventanas emergentes, sembrando cabos sueltos que al final atará. Así narra la historia de su familia, la historia de los Wolowski.

Una que nadie le contó de forma ordenada sino que ella intenta armar así, fragmentada, recogiendo las piezas de un rompecabezas que fue encontrando a lo largo de su vida a partir de las historias que rondaban en su casa y la de sus abuelos, las que escuchaba desde su infancia. Trozos que empezó a unir y adquirieron otro sentido a partir del reencuentro con su primo segundo Justin Buttler, hallazgo clave en su vida. Y que, como dice ella, de algún modo vino a repetir la historia de sus abuelos.

Sus abuelos. Por ahí puede empezar.

Los abuelos paternos de Claudia y su papá eran de Węgrów, un pueblo al este de Polonia, a unos 100 kilómetros de Varsovia. Allí, varios años antes de que comenzara la Segunda Guerra Mundial y ese país se convirtiera en un infierno para los judíos, la discriminación y persecución a las personas de esa comunidad ya era frecuente. Los Wolowski no vivían bien: eran pobres, eran perseguidos. Tuvieron una oportunidad de venir a la Argentina en 1926 y decidieron probar suerte.

—Mi abuelo, David, vino con mi abuela y mi papá. Era gente muy pero muy humilde. Hace poco me enteré de que su papá había sido carpintero y él tomó esa profesión acá en Argentina. Era como un artesano de la carpintería.

La oportunidad por la que pudieron venir no es un detalle. Llegaron porque un desconocido que, a su pesar, se convertiría en familia, les ofreció dinero para los pasajes. Esta ventana emergente podría ser una historia aparte.

Acta de casamiento de David
Acta de casamiento de David Wolowski y Doba Aszer

La tía abuela víctima de la Zwi Migdal

Doba, la mujer de David, abuela paterna de Claudia, tenía una hermana de la que Claudia no sabe ni el nombre [N. de la R: a raíz de la entrevista para esta nota pudo averiguar que se llamaba Sara]. Sabe que era, como su abuela, de otro pueblo, Sokołów, y que fue captada por la red judía de trata de blancas que funcionó entre finales del siglo XIX y la década de 1930, con sede principal en Buenos Aires: Zwi Migdal. Era puta. No por elección. Para la familia, en los años 20, era la mayor de las vergüenzas. No había perspectiva de género, no se entendía que la habían secuestrado. Que le habían mentido. Que nadie le había preguntado si quería ser prostituta.

La mayoría de las personas que manejaban la Zwi Migdal —que llegó a tener más de 400 miembros en la Argentina y a facturar más de 50 millones de dólares anuales— eran judíos polacos que buscaban mujeres judías pobres en aldeas del Este de Europa y, como también sucede ahora, les hacían promesas: que ellos habían tenido éxito en América, que estaban buscando esposa polaca para regresar al sur y formar familia con buen porvenir. Se aprovechaban de las miserias económicas y el hostigamiento que padecían las familias judías con una oferta que resultaba irresistible. Cuando llegaban a destino las obligaban a prostituirse. Las tenían secuestradas.

La tía abuela de Claudia, hermana de Doba, fue víctima de esa red. Pero ¿la suerte?, ¿el destino?, designó buena ventura, como lo haría con el resto de la familia. Un cliente italiano llamado Juan Molinari, aparentemente pudiente, se enamoró de ella y, como en un cuento de hadas retorcido, la rescató. Como eran consideradas las mujeres, como en muchos sitios y culturas lo son todavía, como un objeto, la compró a la Zwi Migdal.

—Entonces ese mismo tano le dice: “Si vos querés traer a tu familia yo les pago el pasaje para que vengan”. Y la condición para que pudieran entrar, no sé por qué, era que las mujeres que vinieran estuvieran casadas. No podían traer solteras. Supongo que para que mi abuelo también tuviera la posibilidad de entrar a la Argentina tenían que estar casados, si no él no iba a poder ingresar. Entonces trae a dos hermanas, a mi abuela, que se casa con mi abuelo para poder entrar y ahí reconocen a mi papá como hijo legítimo para que pudiera venir con ellos —porque en ese momento no se casaban por civil y ellos antes no se habían casado—, y a otra otra hermana que también viene para Argentina.

Pese a que vinieron gracias a ella, su familia usó el pasaje y no se habló más del asunto. La tía abuela sin nombre era un secreto enterrado. Claudia se enteró hace pocos años de esa parte de la historia. De esa mujer que fue puta. Que fue víctima.

—Para mí fue un fantasma siempre. Eso era una historia familiar que era un tabú, no se hablaba de ella porque como era puta nadie quería nombrarla. Era una vergüenza para la familia, por más que vino engañada. Uno a la distancia, sabiendo lo que fue la Zwi Migdal, se da cuenta, pero a ellos les costaba entender que ella fue víctima, la culpaban bastante y, además, se había enganchado con un tano que no era judío.

Claudia en Węgrów, Polonia, el
Claudia en Węgrów, Polonia, el pueblo del que vinieron sus abuelos paternos con su padre

El abuelo David

Acosados por el antisemitismo y los pogroms (linchamientos multitudinarios por motivos étnicos o religiosos que padecían los judíos en diferentes lugares) David y Doba se prepararon para emigrar.

Se casaron por jupá —la ceremonia judía— y de esa manera reconocieron a su hijo, Abram, como legítimo. Para asentar ese hecho les dieron un acta que, muchos años después, Claudia recuperaría como otra de esas piezas que recogió para armar la historia familiar, una que el Holocausto diezmó, como le sucedió a tantas familias. Uno de los testigos de esa boda sería el rabino del pueblo, de apellido Morgenstein, lo que ella descubrió cuando vio ese documento. Y ató otro cabo: durante su vida siempre había escuchado de sus abuelos que el antisemitismo había escalado tanto en Węgrów que habían matado al rabino del pueblo en la plaza principal. “Era una historia que en mi familia circulaba mucho”, dice. Después se enteraría que era el mismo rabino que había sido parte de su boda.

Entre las historias que sí contaba David, las que no ocultaban, había otra. La de cómo le había cambiado la vida tiempo después de llegar a la Argentina. La de cómo una gitana se lo había anticipado.

—Mi abuelo era sumamente pobre. Siempre contaba que él estaba en la cola para venir acá, a Buenos Aires, en Węgrów, Polonia, haciendo los trámites, y que se le acercó una gitana, le agarró la mano y le dijo: “Vos vas a ganar un premio muy importante en tu vida”. Y después acá él gana la Lotería Nacional —yo tenía cuatro o cinco años cuando pasó—. En ese momento era un montón de plata para ellos. Entonces se compraron un departamento —que yo conservo, mis padres fallecieron, mi tía lo quiso vender y yo lo compré porque siento que es un eslabón de mi historia— y lo primero que hace mi abuelo, aparte de comprarse el departamento y repartir la plata entre sus hijos, es sacarse un pasaje a Glasgow, Escocia, porque alguien le había contado que su hermano menor vivía ahí, pero él no sabía dónde, solo sabía que vivía en Glasgow. Entonces se sacó el pasaje y se fue.

El tío abuelo Abram

David tenía cuatro hermanos, dos varones —Hersz y Abram (a quien de pequeño le decían Abrum)— y dos mujeres, cuyos nombres todavía no encontraron entre los pliegues de la historia familiar. Claudia no sabe con exactitud el destino de todos ellos. Sí sabe que la mitad, dos o tres, murieron en la Segunda Guerra Mundial. Y que entre los que se salvaron estaba su abuelo David y su tío abuelo Abram, que era unos catorce años menor que él.

Abram se había ido a Glasgow desde Polonia con el nazismo pisándole los talones. Era 1938, un año antes de que comenzara la guerra, cuando llegó.

—En Glasgow, un tipo le dijo: “Vos con ese apellido no vas a poder entrar, cambiátelo”. El hermano de mi abuelo mira para arriba y ve un aviso de unos helados que se llamaban Walls. Y él dijo, “Bueno, Walls, Wolowski, empieza con W —ahí creo que lo escribían con V— es más o menos lo mismo. Y se puso Arnold Walls. Entonces tenía un apellido diferente.

Claudia en Treblinka, un campo
Claudia en Treblinka, un campo de exterminio nazi al noreste de Varsovia, con la piedra del pueblo de su padre y la foto de su familia

El reencuentro de los hermanos

Como también solía hacerse para comprar, vender, publicar alguna carta o petición importante en lo que quizás para muchos hoy es la prehistoria de la comunicación, es decir, cuando no existía internet, algo desorientado sin saber cómo encontrar a su hermano menor, que además tenía entonces otro apellido, David acudió al diario judío de Glasgow y puso un aviso.

—Publica su foto y dice que está buscando a su hermano, que no lo ve hace 40 años. Y al poco tiempo lo encuentra, se encuentran. El hermano Abram leía ese diario judío y se vio en la publicación. Y mi abuelo pasó un mes en la casa de ellos. Era difícil porque él se había casado con una mujer que no hablaba Yiddish, hablaba inglés, y tenía una hija que tampoco hablaba Yiddish, o sea que Abram hacía de traductor y los hermanos se comunicaban en Yiddish entre ellos. Después, el mismo diario donde había puesto el aviso publicó un artículo con una foto de ellos dos contando: “Dos hermanos se encuentran después de 40 años”.

Luego de encontrarlo, de compartir tiempo con él y su familia, David volvió a la Argentina. Tiempo después se enfermó. Y Abram y su familia, a disgusto en Glasgow “por el clima, por la gente”, se mudaron a Inglaterra. Los hermanos volvieron a perderse. Pero no del todo.

En su viaje, David le dejó a Abram fotos de su familia, de su mujer, de su hijo, de sus nietas, de Buenos Aires.

El pariente británico

—Supe que tenía familia en Argentina porque mi madre me lo mencionó cuando era joven. Ella había conocido al hermano de mi abuelo, David Wolowski [abuelo de Claudia], en 1960, antes de que yo naciera, cuando él viajó a Glasgow para reunirse con mi abuelo después de haber ganado la lotería en Argentina. Fue la primera vez que los dos hermanos se encontraron desde que se separaron en Polonia antes de la guerra —dice Justin por Whatsapp.

Al igual que a Claudia, nadie le había contado demasiados detalles de la historia de su familia. Como sucede con las tragedias, sobrevivir al nazismo desplegó un manto de silencio sobrecogedor sobre buena parte de los que lograron hacerlo.

—No escuché mucho de mi abuelo sobre su vida en Polonia o la historia de la familia, probablemente porque era un tema muy doloroso para él. Perdió a sus padres y hermanas durante el Holocausto y perdió el contacto con sus dos hermanos cuando ellos dejaron Polonia, mucho antes de la guerra.

También al igual que haría Claudia, Justin decidió viajar en busca de ese pasado que formaba parte de él pero del que sabía realmente poco. A fines de los 90 fue a Węgrów con un amigo de la universidad. Habló con historiadores locales, intérprete mediante, y pudo dar con la calle donde estaba la casa de su abuelo. Lejos de saciarlo, ese viaje despertó en él la curiosidad por el devenir del resto de su familia. Quería saber qué había sido de ellos. Así fue que después de terminar sus estudios se tomó un año sabático para viajar por Sudamérica, “aprender español y, con suerte, encontrar a algunos de los primos argentinos por primera vez”.

A principios de 2001 Justin sacó un pasaje a Quito, Ecuador, donde hizo un curso intensivo de español. Aunque le interesaba el idioma pensó que aprenderlo sería clave para poder comunicarse con su familia, si la hallaba.

—Después de pasar tres meses en Ecuador viajé durante otros tres meses por Perú y Bolivia antes de cruzar la frontera en Villazón hacia La Quiaca, Jujuy. Luego tomé un autobús hacia Salta y, una de las primeras cosas que hice al llegar, fue ir a un locutorio donde tenían las guías telefónicas de todas las ciudades de Argentina. En esa época no existían bases de datos de búsqueda en internet así que tuve que revisar manualmente todos los Wolowski de Buenos Aires, incluyendo las variaciones del apellido. Probablemente recopilé unos 20 o 30 nombres y direcciones. Cuando finalmente llegué a Buenos Aires y alquilé un pequeño apartamento decidí escribir cartas a cada una de las direcciones, tanto en inglés como en mi recién aprendido español. En cada una incluí las fotografías de la familia que David había llevado consigo cuando visitó a mi abuelo en Glasgow diciendo que si alguien se reconocía a sí mismo o a algún familiar, éramos parientes.

Alrededor de una semana después de haber enviado las cartas Justin recibió respuesta: Claudia, Ana y Cecilia le decían: “Somos tus primas, ¡llámanos!”. Justin estaba tan emocionado e impactado como ellas. Llegó sin certeza alguna de si lograría hallar a alguien y sucedió apenas comenzaba su estadía en el país.

David, Doba, Abram y Cecilia,
David, Doba, Abram y Cecilia, en Argentina

Los primos, 30 años después

Cuando en el 2001 Claudia se vio y vio a su familia en las fotos adjuntas de la carta de Justin, quedó pasmada. Inmediatamente le abrió la puerta de su casa a ese primo segundo, hijo de la prima de su papá, nieto de su tío abuelo Abram, que venía del otro lado del océano a revivir la historia de sus abuelos: unos por el periódico, otros por carta, ambos a través de fotos habían logrado recuperarse, reencontrarse de nuevo.

Y con él le abrió la puerta a toda la historia familiar que hasta el momento para ella eran pequeñas historias sueltas, las que comenzó a hilvanar para que cobraran sentido.

—Fue muy lindo. Al poco tiempo vino la madre, Bernice, que estuvo parando en mi casa. Ya vino dos veces. Mi papá falleció hace un montón de años, treinta y pico. Mi mamá hace unos ocho, pero la mamá de él que todavía vive y tiene casi 80 era la prima de mi papá. Y todos estos años seguimos superconectados —dice Claudia.

—El reencuentro fue increíble. No podía creer cuánto se parecían algunos de mis primos a mi madre y a mi abuelo. Fue una experiencia muy emotiva conocer primos de todas las edades, desde los más jóvenes hasta los mayores. Todos estaban interesados en conocerme, en mi familia y en mi historia. La idea de que pudiera tener familiares cercanos separados por tanta distancia y tiempo era algo que necesitaba descubrir —coincide Justin, quien se empapó muy pronto de la esencia argenta.

Cuando vino por primera vez, en 2001, se puso a trabajar dando clases de inglés para mantenerse durante su estadía. Abrió una cuenta bancaria donde le enviaban el dinero de las clases. Pero un día no lo pudo sacar.

—Me llama y me dice: “Necesito juntarme con vos porque hay algo que no entiendo”. Entonces nos reunimos y me contó: “No sé qué pasa, no puedo sacar la plata de mi banco”. Le dije: “Bienvenido a la Argentina”. ¡Lo había agarrado el corralito! Pese a eso ama Buenos Aires, le encantó su experiencia acá, todo le parecía fascinante. ¡Imaginate que se llevó grabado horas de Crónica TV en videocasete porque no lo podía creer! Siempre le agradezco por el trabajo que se tomó para encontrarnos.

Además de encontrarlos, Justin ayudó a subsanar la grieta que había entre los pocos Wolowski porteños. El papá de Claudia, Abram, igual que su tío, tenía una hermana, Cecilia, que todavía vive y hoy tiene 97 años. Pero entre Abram y Cecilia la relación había muerto joven. Ella era del Partido Comunista, él sionista socialista.

—Había mucha rivalidad entre ellos. Entonces nosotras, con mi prima, Anita, la única prima que me quedó —porque tenía un hermano que murió diría que en el año 87 de SIDA— no nos vimos por años, porque nuestros viejos se odiaban. Y ahora estamos tratando de recuperarnos. Justin también hizo ese trabajo de juntarnos, porque él quería ver a toda la familia.

Y después de más de 20 años, luego de ese 2001 en el que los encontró, lo agarró el corralito y disfrutó de las placas rojas de Crónica, quiso volver. Hace apenas unos días Justin viajó a Buenos Aires para reencontrarse con los Wolowski, con este suelo, y presumirlos con su novia: quería que conociera la Argentina y a su familia que vive en el sur del mundo.

El reencuentro de los Wolowski,
El reencuentro de los Wolowski, febrero 2025. De izquierda a derecha: Roman (hijo de Claudia y Gerardo), Saúl, esposo de Ana (prima de Claudia), Ana, Gerardo, Claudia, Mariana (hija de Ana), Justin y Mateo (hijo de Mariana, nieto de Ana)

Un viaje a Polonia, la búsqueda de respuestas

Después de aquella carta y la llegada a su vida de ese primo segundo que la conectó con su familia y sus raíces polacas, Claudia y su marido Gerardo también quisieron saber más. Decidieron ir al lugar del que habían salido sus antecesores, escalar por el árbol genealógico y hundir los dedos en la tierra de sus raíces.

Los dos se pusieron a investigar sobre los pueblos de donde eran cada una de sus familias. La de su marido había venido de Żelechów, que era el pueblo de su abuelo. Él se sumó entonces a un grupo en Facebook llamado Żelechówers que nucleaba a los descendientes de judíos de Żelechów. Ahí conocieron a un polaco, no judío, Sebastian, muy interesado en la historia. Claudia dice que no sabe dónde trabajaba pero que Sebastian tenía acceso a documentos.

—Y un día le dice a mi marido: “¿De dónde es la familia de tu mujer?”; “De Węgrów”. “¿Cómo es su apellido?”; “Wolowski”. Y a los 10 minutos le manda un documento. Vuelvo a otra historia. Cuando empiezo a averiguar por Polonia, veo que en Węgrów hay una especie de casa museo que era de este rabino que se llamaba Morgenstein y me doy cuenta de que era ese rabino que toda la vida mi familia hablaba de que lo habían matado en la plaza. Y que hay una casa que funcionaba como sinagoga que está cerrada, que la dejaron intacta como una especie de museo, pero nadie entra. Cuando Sebastian, el del grupo este, me manda ese documento, yo lo abro: era el acta de casamiento de mis abuelos, firmada por ellos, y ahí dice que el testigo de esa boda es Morgenstein.

Otra pieza que encajó.

Claudia y Justin en el
Claudia y Justin en el Puerto de Frutos, Tigre, provincia de Buenos Aires

A Polonia fueron en familia, con su hijo. Cuando llegaron a Varsovia no podían dejar de llorar.

—Los dos teníamos una sensación como de haber estado ahí, como de haber vuelto. Como que no era un lugar que veíamos por primera vez.

Varsovia, para los judíos, suele despertar múltiples sensaciones. Es gris y es colores. Son las ruinas de un pueblo, las trampas, el frío, el miedo, y una ciudad europea que late sin cuidado sobre cenizas.

Vieron Varsovia, Cracovia, fueron a Węgrów, a Żelechów, guiados por Sebastian, el polaco de Facebook que consiguió el acta de casamiento de los abuelos de Claudia. Y él también los llevó a Treblinka, el campo de exterminio ubicado al noreste de Varsovia. En el que más judíos fueron asesinados, junto con Auschwitz —se calcula que entre 700.000 y 900.000 murieron en sus cámaras de gas—. El que los nazis llegaron a destruir prácticamente por completo para que no hubiera pruebas y hoy es un monumento a la memoria, a la barbarie. Un cementerio sembrado de piedras con los nombres de los pueblos y lugares de donde venían sus víctimas.

—La familia de mi marido estaba muy cerca de Treblinka. Y aparte lo que tiene Treblinka es que tiene piedras de cada uno de los pueblos. Yo llevé la foto de mi familia, una que tengo en el living, y me saqué una foto en la piedra que dice Węgrów con esa foto. Quería dejar ese registro. Hace más de 20 años que Justin vino a traerme respuestas que yo no tenía y me abrió una puerta. Esa parte de mi familia es para mí tan familia como con la que me crie acá. Es muy importante. Recuperarnos fue sentir que a pesar de todo lo que pasó pudimos encontrarnos. Que no hubo tragedia que nos pudiera separar.

Encontrarse, para ellos, fue ganar.

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