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Los ecos del carnaval todavía resonaban en Petrópolis la mañana de ése miércoles, cuando la empleada que limpiaba la casa alquilada por Stefan Zweig y su esposa, Lotte Altmann, entró como casi todos los días para cumplir con sus labores. El lugar estaba en completo silencio, lo que la preocupó, porque los Zweig solían levantarse temprano, y esa preocupación se convirtió en una horrible sorpresa al abrir la puerta del dormitorio. Quedó, le diría a la policía, helada al ver la escena: El escritor vienés y su mujer yacían abrazados en la cama, pálidos, sin vida. Las autopsias, ese mismo día, determinaron la causa de la muerte, suicidio por sobredosis de barbitúricos.
Ninguno de los conocidos de los Zweig recordó haber notado algún indicio de ese evidente pacto suicida. La noche de la víspera, el martes 21 de febrero de 1942, los Zweig habían cenado con unos amigos y alrededor de la mesa la conversación giró sobre la admiración del escritor por Brasil, los festejos del carnaval y la guerra en Europa. Los otros comensales los vieron tranquilos, disfrutando de la comida, como cualquier otra noche. El suicidio los sorprendió a todos.
Las fotos policiales tomadas a la mañana siguiente muestran a Zweig y su mujer en la cama, todavía con las ropas que habían vestido la noche anterior. El escritor yace bocarriba y Lotte apoya el mentón sobre su hombro. Sobre la mesa de luz se pueden ver un velador apagado, tres monedas, una caja de fósforos y un vaso vacío. Detrás del vaso hay una carta breve, escrita con la inconfundible letra de Stefan, un mensaje de despedida que se perderá durante años y también tendrá su historia. Aunque estaba titulada “Declaraçao”, en portugués, el texto estaba en alemán y decía:
“Antes de que yo, por libre voluntad y en plena posesión de mis sentidos, abandone la vida, me siento obligado a cumplir un último deber: agradecer desde lo más íntimo a este maravilloso país, Brasil, que nos haya ofrecido a mí y a mi obra un lugar tan magnífico y acogedor. Cada día pasado aquí ha contribuido a querer más a este país, en ningún otro lugar hubiera deseado reconstruir mi vida de nuevo, después de que el mundo de mi propio idioma se derrumbó y mi hogar espiritual, Europa, se autodestruyó. Pero tras cumplir los sesenta hacen falta muchas fuerzas para comenzar totalmente de nuevo. Y las mías están agotadas por tantos años de errar sin patria. Por eso considero mejor cerrar a su debido tiempo y con actitud erguida una vida en la que el trabajo intelectual y la libertad personal me han dado las mayores alegrías y me parecen el más alto bien de esta tierra. ¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá lleguen a ver la aurora tras esta larga noche! Yo, excesivamente impaciente, me adelanto a todos ellos”.
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Allí estaba todo: el amor y el agradecimiento que Zweig sentía por Brasil, pero también su pesimismo ante el avance imparable de los nazis en Europa y lo insoportable de un exilio trashumante que lo había llevado primero a Gran Bretaña, después a los Estados Unidos y finalmente al país sudamericano que por entonces gobernaba Getúlio Vargas. En la habitación, sobre otra mesa, los policías encontraron otras cartas, todas de Stefan, dirigidas a familiares y amigos en particular, y también textos inéditos que pronto se sumarían al inmenso legado de uno de los escritores más prolíficos y talentosos del Siglo XX.
Perseguido por los nazis
Novelista, cuentista, biógrafo, revitalizador de viejas leyendas germanas, Stefan Zweig nació en el seno de una familia judía acomodada de Viena el 28 de noviembre de 1881. Eran los tiempos del Imperio Austro-Húngaro, gobernado por el autócrata Franz-Joseph I. Pese al autoritarismo del emperador, un hombre leído que dominaba varios idiomas, la cultura y la tolerancia por las diferencias eran dos valores que florecían en sus dominios. Uno de los decretos promulgados por Franz-Joseph al principio de su reinado, en 1867, establecía, por ejemplo, que “todas las razas del imperio tienen iguales derechos, y cada raza tiene un derecho inviolable a la preservación y el uso de su propia nacionalidad y lengua”. En ese clima político, cultural y social creció el futuro autor de “Amok”.
Estudió en la Universidad de Viena, donde se doctoró en Filosofía, al tiempo que realizaba cursos sobre historia de la literatura en los que comenzó a relacionarse con la vanguardia cultural vienesa de la época. Publicó sus primeros poemas en la colección “Cuerdas de plata”, y en 1904, su novela inaugural, “Los prodigios de la vida”. A partir de entonces desarrolló una obra que abarcó la narrativa, el periodismo, el ensayo y el teatro. En 1910 visitó la India y en 1912, los Estados Unidos. En 1913 instaló en Salzburgo, donde lo encontró el inicio de la Primera Guerra Mundial. Se incorporó al Ejército como empleado de la Oficina de Guerra, pero pronto se exilió en Suiza, para iniciar un activismo pacifista que mantendría durante toda su vida. Allí, gracias a sus amistades, entre las que estaban Eugen Relgis, Hermann Hesse y Pierre-Jean Jouve, pudo publicar sus visiones apartidistas sobre la turbulenta realidad de la guerra europea.
Volvió a Salzburgo al finalizar el conflicto y vivió allí hasta 1934, cuando se dio cuenta de que la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi era un hecho irremediable. Aunque no era judío practicante (“Mi madre y mi padre eran judíos solo por un accidente de nacimiento”, dejó escrito alguna vez) no solo estaba condenado a ser perseguido por su ascendencia sino por las críticas que hacía en sus artículos a las doctrinas nacionalistas y el espíritu revanchista de Hitler y los suyos. Para entonces estaba separado de su primera mujer, Friderike Maria Burger von Winternitz, y convivía con su asistente y nueva pareja, Charlotte “Lotte” Altmann. Juntos escaparon de Austria, primero a Francia y después a Gran Bretaña.

La pareja consiguió una casa en Bath, a unos 150 kilómetros de Londres, para pasar lo que pensaron que sería un breve exilio, pero el estallido de la Segunda Guerra Mundial destruyó todas sus expectativas. Zweig comenzó a temer que Alemania invadiera Gran Bretaña y sintió que su vida corría riesgo, porque sus obras estaban prohibidas por los nazis y sus libros se quemaban en ceremonias públicas. Stefan y Lotte viajaron entonces a Nueva York, la siguiente escala del exilio. El escritor no fue muy bien recibido por parte de la opinión pública, porque a pesar de ser perseguido por los nazis, hasta ese momento se había negado a pronunciarse abiertamente contra Hitler y la expansión alemana en Europa.
No se sintió cómodo en Manhattan, donde se instaló con Lotte y siguió escribiendo una de sus obras cumbre, que dejaría terminada pero inédita al suicidarse, “El mundo de ayer”. Por eso, apenas publicó, en 1941, “Novela de ajedrez”, viajó a Sudamérica, pasó por la Argentina y terminó en Brasil, un país que había conocido en 1936, durante una gira para dar conferencias.
Brasil, el paraíso y la muerte
El gobierno brasileño de Getúlio Vargas se negaba a recibir en su territorio y dar refugio a los judíos europeos perseguidos por los nazis, pero hizo una excepción con Stefan Zweig y su mujer. El prestigio mundial del escritor vienés fue la llave que le abrió las puertas del país y le permitió alquilar un bungalow en Petrópolis, una ciudad a unos 70 kilómetros de Río de Janeiro.
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Se fascinó con el país y su cultura, tanto que lo vio como un modelo de convivencia, donde los descendientes de inmigrantes africanos, portugueses, alemanes, italianos, sirios y japoneses se mezclaron libremente. Escribió: “Todas estas diferentes razas viven en completa armonía entre ellas”. En pocos meses produjo su último libro, “Brasil: Tierra del futuro”, donde hizo exaltación lírica de su sociedad y la mostró como la contracara de la oscuridad de una Europa en poder de los nazis. “Mientras que nuestro viejo mundo está más que nunca gobernado por el insano intento de criar a personas racialmente puras, como caballos de raza y perros, la nación brasileña ha sido construida durante siglos sobre el principio de un mestizaje libre y desinhibido... No hay barrera de color, ninguna segregación, ninguna clasificación arrogante... ¿quién aquí se jactaría de absoluta pureza racial?”, dejó escrito allí. La obra generó una fuerte polémica, porque su defensa del gobierno de Getúlio Vargas molestó a parte de la sociedad brasileña, que consideraba un dictador al presidente que unos años antes había disuelto en Congreso.
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La admiración que Zweig sintió por Brasil y su gente no alcanzó para vender su pesimismo y su desesperación. La soledad del exilio y el avance de las potencias del Eje, ya no solo en Europa sino en el Norte de África, fueron golpes que no pudo soportar. Temía que, a pesar de la distancia, los nazis llegaran también al país que lo refugiaba. “¿Creés honestamente que los nazis no vendrán aquí? Nada puede detenerlos ahora”, le escribió a un amigo durante el carnaval de 1942. Tampoco toleraba ya estar lejos de su país y su lengua natal: “Mi crisis interna consiste en que no soy capaz de identificarme con el yo de mi pasaporte, el yo del exilio”, decía en la misma carta.
Faltaban pocos días para la fatídica noche del martes 21 de febrero, cuando finalmente Stefan Zweig y Lotte Altmann se acostaron para morir abrazados en la cama después de tomar una dosis letal de barbitúricos. Habían vivido juntos y decidieron irse del mundo de la misma manera. “No tenemos presente ni futuro... Decidimos, enlazados por el amor, no dejarnos el uno al otro”, dejó escrito Zweig en la carta de despedida que dejó para uno de sus amigos. Lotte, en cambio, no dejó mensaje alguno que explicara su decisión. Las autopsias revelaron que el escritor había muerto primero y que su mujer esperó unas horas más antes de tomar las pastillas y recostarse abrazada a él mientras esperaba la muerte.
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El periplo de una carta
La carta de despedida que Stefan Zweig dejó sobre la mesita de luz, detrás del vaso vacío, fue protagonista de una historia aparte, no exenta de misterio. El deseo del escritor era que fuera entregada al presidente del Club de Escritores de Brasil, Claudio de Souza, pero nunca llegó a sus manos, sino que inició un periplo que duraría décadas y fue finalmente reconstruido por el periodista Robert Schild en un artículo que se publicó en el periódico alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung en mayo de 2020.
De Souza no recibió la carta porque la policía la incluyó entre las pruebas de la investigación que realizó sobre las muertes de Zweig y su mujer. El primero en leerla fue otro exiliado alemán en Petrópolis, el empresario textil Friedrich Weil, cuando el comisario José de Morais, a cargo del caso, le pidió ayuda para traducirla. Weil cumplió con la solicitud del policía y también le hizo un pedido: que cuando terminara la investigación le entregaran la carta a él, porque quería y admiraba a Zweig. El comisario le respondió que era imposible, ya que la ley brasileña establecía que ese tipo de pruebas debía permanecer como mínimo tres décadas en los archivos oficiales.
Parecía un caso perdido, pero exactamente cuando se cumplieron los treinta años de la muerte del escritor, un policía que había trabajado en la investigación se comunicó con Weil y le hizo una propuesta: le vendería la carta por 10.000 dólares y la condición de que nunca revelara su identidad. El empresario alemán aceptó e hicieron el intercambio – el dinero por la carta – en el bar del hotel Serrador de Rio de Janeiro. De regreso en su casa, el alemán guardó el último texto de Zweig en una caja fuerte. Desde entonces y hasta su muerte, contó a sus amigos una y otra vez la historia del intercambio, pero sin mostrar la carta.
Cuando Weil murió en 2000, se creyó que la carta póstuma había quedado en poder de algunos de sus herederos, pero el periodista Schild descubrió que no era así. En el curso de su investigación, el director de Ciencias Humanas de la Biblioteca Nacional de Jerusalén, se comunicó con él y le dijo que el texto estaba en poder de la institución desde 1992, gracias a una donación del propio Friedrich Weil. Hoy sigue formando parte del patrimonio de la Biblioteca.
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