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El silencio pesaba dentro del escondite de Ana Frank. Era necesario mantener el silencio para evitar que la escuchen las patrullas nazis que recorrían Amsterdam. Dentro de ese espacio el tiempo se deslizaba entre susurros y pasos medidos. Miep Gies apoyó la espalda contra la pared y cerró los ojos por un instante. Luego, con la bolsa de pan colgando de su brazo, tocó suavemente la puerta.
—Miep, ¿sos vos? —La voz de Otto Frank llegaba apagada desde el otro lado.
—Sí. Tengo pan y papas.
La puerta se entreabrió, dejando entrever la silueta de Ana, que sonreía con timidez. Miep Gies le entregaba alimentos y también la contención de la familia que siempre estaba en alerta y epserando la posible irrupción de los nazis.
Fueron dos años de visitas clandestinas. De buscar comida sin levantar sospechas. De no delatar su propio temor. Ella, su esposo Jan y otros tres empleados de la empresa Opekta, arriesgaron sus vidas por los Frank y los otros escondidos.

Hasta el 4 de agosto de 1944, cuando los golpes en la puerta rompieron el frágil equilibrio. La Gestapo los había encontrado. Los Frank habían sido descubiertos y capturados. Entre ellos, la pequeña Ana, que había pasado de la niñez a la adolescencia metida en ese pozo conocido como “la casa de atrás”.
Ana había nacido el 12 de junio de 1929 en Frankfurt am Main, Hesse. El padre, Otto, había combatido por Alemania durante la Primera Guerra Mundial y era un pequeño empresario, dueño de Opekta.
El destino de una niña llamada Hermine
Miep Gies había nacido en Viena. Se llamaba Hermine Santrouschitz y llegó a Ámsterdam con 11 años, enviada por sus padres para escapar del hambre tras la Primera Guerra Mundial. Sus ojos grandes y su cabello rubio recordaban a la infancia perdida. “Desde el principio sentí que Holanda era mi hogar”, diría muchos años después.
A los veinte, encontró trabajo en Opekta, una empresa alemana especializada en pectina para mermeladas. Allí conoció a Otto Frank, un hombre de mirada tranquila y voz firme, que había huido de Alemania con su esposa Edith y sus hijas Margot y Ana. Pronto, Miep y su esposo, Jan Gies, se volvieron cercanos a la familia. Iban a cenar, compartían paseos, hablaban de la guerra que se avecinaba. Pero el miedo llegó más rápido de lo esperado.
En 1940, los nazis invadieron los Países Bajos y todo cambió. La estrella amarilla en la ropa para ser identificados como judíos. Las prohibiciones. La incertidumbre. Otto supo que era cuestión de tiempo antes de que vinieran por él. En Países Bajos, los nazis aplicaron las mismas leyes raciales, los judíos perdieron sus derechos, fueron apartados de la vida social, de las instituciones públicas y de los cargos oficiales. Y Miep tomó su decisión. Allí se armó el anexo secreto y la red de resistencia para esconder a la familia Frank.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Otto una noche en junio de 1942.
Miep sostuvo la mirada. Sabía lo que estaba por pedirle.
—Voy a ayudarte.
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El 6 de julio de 1942, los Frank desaparecieron del mundo. Se escondieron en un espacio angosto sobre la fábrica de Opekta, en Prinsengracht 263. Miep, Jan y otros tres empleados, los ayudaron a ocultarse junto con otra familia, los van Pels, y un dentista, Fritz Pfeffer. Cada día era un acto de equilibrio. Entre el silencio, la contención mutua y la espera de las provisiones que llegaban por parte de Miep.
En la casa de atrás, los Frank amanecían muy temprano. A partir de las 8:30 el silencio debía ser total. A esa hora entraban a trabajar los empleados del almacén. Solían comer todos juntos, con la radio sintonizada en la BBC de Londres, que daba los últimos partes de la guerra, y podían usar el baño de nuevo al mediodía cuando se volvía a vaciar la fábrica. Así durante más de dos años.
Mientras tanto, Miep recorría la ciudad, visitaba mercados diferentes, compraba en pequeñas cantidades para no despertar sospechas. Conseguía pan, azúcar, leche, usando cupones de racionamiento robados por Jan, que estaba en la resistencia holandesa. Caminaba con los hombros rectos, la mirada al frente, como si no tuviera nada que esconder. su respiración se aceleraba un poco cuando se cruzaba con algún grupo de soldados nazis por las calles de Amsterdam.
Mientras tanto, dentro del anexo, Ana escribía. Llenaba páginas con su mundo encerrado, con sus pensamientos de adolescente atrapada en un presente sin futuro.
“Querida Kitty”, empezaba siempre, como si hablara con una amiga imaginaria.
Miep nunca leyó una sola palabra.
—Es su diario —le decía a Otto cuando él le preguntaba.
No quería invadir ese refugio de tinta. No quería saber demasiado. Porque saber demasiado significaba morir.
El día que llegaron los nazis
El 4 de agosto de 1944 Miep estaba en su escritorio cuando el sonido de las botas retumbó en la escalera. Enseguida hubo golpes muy fuertes en la puerta. La oficina de la mujer se llenó de soldados. Gritos. Órdenes. La mirada helada de un oficial de la Gestapo se cruzó con los ojos de Miep.
Miep se quedó inmóvil. No podía hacer nada sin condenarse a sí misma. Desde el almacén, escuchó cómo los arrastraban. El llanto de Edith. La voz entrecortada de Otto. Un grito ahogado de Ana. Y luego, silencio.
El destino de la familia Frank fue Auschwitz, después de un breve paso por el campo de concentración de Westerbork, al noreste de los Países Bajos. Cuando llegan los Frank a Auschwitz, los nazis ya piensan en desalojar el campo y borrar las huellas. Que no queden rastros de los millones de muertos.
En septiembre de 1944, Estados Unidos desde Normandía y el Ejército Rojo desde Polonia marchan sobre Berlín. Como parte del vaciamiento de Auschwitz, las hermanas Frank son enviadas al campo de Bergen Belsen, en la baja Sajonia alemana. A las dos chicas las matará el tifus en marzo de 1945, con la guerra a punto de llegar a su fin.
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El diario que sobrevivió
Cuando los nazis se fueron de la casa de atrás, Miep subió las escaleras temblando. Abrió la puerta del escondite. Había ropa tirada, quedaba algo de comida y unos papeles desparramados por el suelo. Los recogió uno a uno. Eran las páginas del diario de Ana. Las guardó en un cajón. Sin leerlas. Sin saber que estaba sosteniendo un testimonio que cambiaría la historia.
Miep esperó. Esperó meses. Cuando la guerra terminó, Otto Frank volvió solo. La mujer lo recibió con los ojos llenos de lágrimas. No había palabras. Solo el peso de la ausencia. Luego, abrió el cajón y sacó el diario.
—Esto es de Ana.
Otto lo tomó en silencio. Fue él quien lo leyó por primera vez. Fue él quien decidió compartirlo con el mundo. Y así, las palabras de una niña que jamás pudo crecer se volvieron inmortales.
—Hicimos lo que había que hacer —decía Miep con humildad cuando le preguntaban.
Pero el mundo no lo olvidó. En 1995, fue condecorada por la reina Beatriz de los Países Bajos. Recibió premios en Alemania y Estados Unidos. La gente la llamaba “la salvadora del diario”. Ella solo sonreía con tristeza. Quizás hubiera entregado todos esos premios por lograr que Ana siguiera en su escondite hasta el final de la guerra- “Si hubiéramos sido realmente héroes -decía-, Ana seguiría viva.”
Miep Gies murió el 11 de enero de 2010, a los 100 años. Pero gracias a ella, el mundo conoció la historia de Ana Frank. Y el diario que rescató se convirtió en una de las voces más poderosas del siglo XX.
Y aunque insistía en que no hizo nada extraordinario, el mundo sabe la verdad. Sin Miep, Ana Frank hubiera desaparecido dos veces.
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