![La Conferencia de Yalta, en](https://www.infobae.com/resizer/v2/NN5TBDO25JAENDD32ABC7YHSCU.jpg?auth=42ee645f7992e0b5de3a66828c6909ecfdc1bcc6fb24d1c1635b0331fe96335f&smart=true&width=350&height=263&quality=85)
Después, cuando todo terminó, el mundo empezó de nuevo.
Después, cuando ya se habían apagado los ecos de los brindis fervorosos, la ilusión esperanzada de un mundo en paz; cuando ya se había evaporado el alcohol del vodka ruso, del whisky británico y del bourbon americano; cuando ya no quedaban rastros del caviar llegado de Moscú, ni del pollo frito al estilo texano servido con generosidad en las mesas de roble del Palacio Imperial de Livadia, mesas que habían sido enviadas por el Hotel Metropol de Moscú, porque el Livadia había sido saqueado por los nazis; después, cuando por fin la Conferencia de Yalta terminó, el 11 de febrero de 1945, hace ochenta años, luego de una semana de duros enfrentamientos entre los “Tres Grandes”, el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, el primer ministro británico Winston Churchill y el líder de la URSS, José Stalin, el mundo respiró con cierto alivio y empezó a transitar lo que pensó, era una nueva era. Lo era, pero a su modo. Y era un modo desconocido hasta entonces, que sería bautizado como “Guerra Fría”, que ni fue guerra, ni fue fría, y que mantendría en vilo durante décadas a ese mundo esperanzado. Aún hoy saltimbaquea entre Moscú, la Casa Blanca, Ucrania y el rearme alemán, cuando se la juzga muerta y enterrada.
En Yalta, en la península de Crimea, un sitio ideal para el verano, bañada por el Mar Negro, en la que los antiguos zares solían pasar sus largos estíos imperiales, Roosevelt, Churchill y Stalin delinearon un nuevo orden mundial que iba a tener como protagonistas a Estados Unidos y a la Unión Soviética, del que iba a quedar algo marginado y en deterioro el antes poderoso imperio británico: un acertado presentimiento de Churchill que ya pensaba en un enfrentamiento entre los dos bloques nacientes en la inminente posguerra.
Para que el nuevo orden mundial pudiera jugar sus cartas, había que acabar todavía con el mundo viejo: había que acabar con el nazismo. Pero en febrero de 1945, la Conferencia de Yalta empezó el domingo 4, los nazis estaban ya derrotados: el Ejército Rojo luchaba a sólo setenta kilómetros de Berlín y faltaban apenas tres meses para el suicidio de Hitler y el final de la guerra. La posición en el campo de batalla le deba a Stalin cierta ventaja sobre Roosevelt y Churchill en la mesa de negociaciones. El Ejército Rojo ocupaba ya, además, gran parte de Europa Oriental. Los acuerdos alcanzados en Yalta pasaron a la historia como “un reparto del mundo” entre los tres aliados. Es verdad que era un mundo en escombros, pero era un reparto al fin.
![Los líderes habían acordado que](https://www.infobae.com/resizer/v2/NB4F6HICFRHQTMDLZWCGCG3BTM.jpg?auth=05ac819071b269cc55177a39aaf974bf6d6ed6eea16a428b6b9686c90dcc2900&smart=true&width=350&height=233&quality=85)
Los acuerdos de Yalta, firmados después de largas y por momentos violentas discusiones, establecieron en lo básico: la desmilitarización de Alemania y su división en cuatro zonas de ocupación al mando de la URSS, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, incluida a pedido de Churchill, aunque el líder del gobierno provisional francés, Charles De Gaulle, fue marginado de Yalta. Alemania debería pagar los costos de la guerra calculados en veinte mil millones de dólares, después rebajados a diez mil millones porque, según Yalta, los vencedores no podían cometer el mismo error que había cometido el Tratado de Versalles en 1919, que sometió a Alemania a una deuda impagable, y también porque Churchill y Roosevelt insistieron en que la Alemania derrotada debía mantener viva su economía y su industria en la dura etapa de recuperación que seguiría a la guerra.
Yalta también estableció que un tribunal internacional juzgaría a los criminales de guerra nazis. Se daría paso a la creación de las Naciones Unidas con un Consejo de Seguridad integrado por las potencias vencedoras, Estados Unidos, Gran Bretaña, la URSS, Francia y también China. Se admitió, por pedido de Stalin, que las repúblicas socialistas de Ucrania y Bielorrusia fuesen consideradas miembros de la organización con pleno derecho.
Los aliados aprobaron una “Declaración de la Europa Liberada” con la que se comprometían a la reconstrucción de aquel continente devastado; la llevarían adelante gobiernos elegidos a través de la democracia, con participación de todos los sectores políticos de cada nación, excepto los sectores fascistas. Esto implicaba: elecciones libres, voto secreto y universal y respeto a la voluntad popular. Stalin nunca cumplió con esa parte del acuerdo. En un pacto secreto, los tres aliados establecieron que la URSS declarara la guerra a Japón dentro de los tres meses siguientes a la rendición alemana. A cambio, Stalin ocuparía las islas Kuriles y los territorios que Rusia había perdido en la guerra ruso-japonesa de 1905.
Stalin se había mostrado un poco renuente a entrar en guerra con Japón. Pero era una pose. Los aliados se quejaron porque el dictador soviético había pugnado, durante toda la guerra, por la apertura de un segundo frente en Europa, lo que implicaba la participación de Estados Unidos en el continente. Y ahora, que sus aliados le pedían a él la apertura de un nuevo frente contra Japón, se mostraba remilgoso. Terminó por aceptar porque para la URSS era una victoria previsible y para Stalin una revancha esperada.
![Stalin, hurchill y Roosevelt ya](https://www.infobae.com/resizer/v2/WE72EBSKTFHVDPYOTCORWYH3VY.jpg?auth=54ccdef65e6aed148b43b89e4f56b5127d1ea4e1422c7daf0486c3a47cef68de&smart=true&width=350&height=197&quality=85)
La gran preocupación de Yalta era Polonia. Sobre todo, era la gran preocupación de Churchill. La sufrida Polonia había sido desmembrada entre Alemania y la URSS cuando ambas naciones firmaron un pacto de no agresión en agosto de 1939, una semana antes del estallido de la Segunda Guerra. Pero los nazis rompieron el pacto en junio de 1941: invadieron la URSS y arrasaron con Polonia. Ahora, el país volvía a ser “repartido” en Yalta. Polonia sería “desplazada” hacia el oeste.; anexionaría los territorios que habían sido soviéticos y el llamado “Comité de Lublin”, que estaba a cargo de un gobierno provisional y que integraban sólo comunistas, llamaría a elecciones libres que permitirían la participación del gobierno polaco en el exilio, instalado en Londres. Eso tampoco sucedió nunca. Había petróleo en juego. Polonia perdió sus territorios orientales a manos de la URSS, fue compensada, no recompensada, con los territorios que tenían población alemana y que Hitler había reclamado como suyos, como la región de Lebus, la parte occidental de Pomerania, Prusia Oriental, Silesia y la ciudad de Danzig. Pero la nación entera quedó bajo dominio de la Unión Soviética.
Stalin incumplió gran parte de los acuerdos de Yalta. Pese a sus promesas, a sus discursos encendidos y emotivos y a los elogios que regaló a sus aliados británicos y estadounidenses, jamás permitió elecciones libres en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria. Estableció en cambio gobiernos comunistas en todas esas naciones, suprimió a los partidos y organizaciones no comunistas y nunca avaló la vigencia de instituciones democráticas. Se impuso por la fuerza, el terror y la represión. Churchill diría en 1946, en Estados Unidos y ante el presidente Harry Truman: “Una cortina de hierro ha caído sobre el continente”. Era un hierro helado por la Guerra Fría.
Tras la formalidad de los acuerdos, algunas curiosidades, que también hacen a la historia, hablan del clima de aquel encuentro histórico. Yalta empezó el domingo 4, pero el viernes 2 Roosevelt y Churchill se habían encontrado en La Valeta, la capital de la isla de Malta. Roosevelt había llegado a la isla a bordo del destructor pesado “USS Quincy”, para tratar de acordar con Churchill qué le iban a decir a Stalin. No se pusieron de acuerdo, en especial sobre el plan del general Dwight Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas aliadas en Europa, de llevar a sus tropas al otro lado del Rin en su avance hacia Alemania.
Churchill y Roosevelt cenaron juntos esa noche en el “USS Quincy”, pero pese a la cordialidad y la buena mesa, el ministro británico de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, anotó en su diario: “Fue imposible siquiera iniciar la discusión de los negocios. (…) Vamos a una conferencia decisiva y hasta ahora ninguno ha acordado qué vamos a discutir, o cómo vamos a manejar los temas con un Oso (por Stalin), que sin duda alguna sabe qué tiene en mente”. Por cierto, Stalin sí sabía lo que tenía en mente.
![Imagen de la cumbre entre](https://www.infobae.com/resizer/v2/7G2DOLODPREKNCDQTGWAJZFAZ4.jpg?auth=ba8b803075657bf0dc734f6677348f3b50d1742b98b1240d58bd7a4f9fb40746&smart=true&width=350&height=263&quality=85)
Churchill y Roosevelt viajaron a Yalta en un avión C-54 Skymaster remodelado para la ocasión. Fue el segundo viaje largo de Roosevelt en avión al que habían bautizado “La vaca sagrada” y fue en realidad el antecesor del “Air Force One” que sirve a los huéspedes de la Casa Blanca. Veinticinco aviones más, veinte Skymasters y cinco Avro York, llevaron a la península de Crimea a las más de setecientas personas que acompañaron a los dos líderes occidentales. Todas las aeronaves debieron seguir una ruta aérea más larga que la habitual para llegar a destino, porque debían evitar sobrevolar la isla griega de Creta: seguía en poder de los alemanes.
A Roosevelt y a Churchill los recibió en Crimea el canciller soviético, Viascheslav Molotov, el mismo que había firmado el pacto de no agresión con los nazis, el embajador americano en Moscú, Averell Harriman y el secretario de Estado, Edward Stettinius Jr. Roosevelt, que padecía parálisis, quedó alojado en el Palacio Livadia, el de las deliberaciones; Churchill fue al Palacio Vorontzov y Stalin, tal vez en un gesto simbólico, eligió dormir en el Palacio Yusúpov, un apellido que traía reminiscencias de los zares: en 1916, el joven príncipe Félix Yusúpov había asesinado al monje negro de los zares, Grigori Rasputín, y en ese palacio se había exiliado luego de su crimen.
La mañana anterior a la primera de las sesiones plenarias, así se llamaron las deliberaciones en Yalta, Roosevelt se reunió primero con sus jefes militares y los funcionarios del Departamento de Estado, entre ellos, Alger Hiss, que sería acusado luego, y condenado, por espionaje en favor de la URSS. Fueron los diplomáticos, espía incluido, y los jefes militares quienes decidieron la agenda del día de Roosevelt: las prioridades eran el futuro de Polonia, la creación de las Naciones Unidas, la división de Alemania y su reconstrucción, y el mejoramiento de las relaciones entre el partido gobernante en China y el ascendente Partido Comunista, que en 1949 llegaría al poder de la mano de Mao Tse Tung.
Stalin, que había llegado a Crimea en tren, visitó primero a Churchill a quien le aseguró que Alemania estaba a punto de ser derrotada: Hitler había destituido a varios de sus más capaces generales. Fue una charla amable, recordó luego Churchill, en la que ambos hablaron sobre la guerra con Alemania. El británico quiso saber qué harían los soviéticos si Hitler decidía huir al sur, a Dresde tal vez. Stalin contestó con un seco: “Lo seguiríamos”. Después, junto a Molotov, Stalin visitó a Roosevelt a quien le dijo que estaba furioso por el grado de destrucción que los nazis habían dejado en Crimea. Roosevelt le contestó con una chicana que tal vez intentó ser amable: “Espero –le dijo– que propongas de nuevo un brindis por la ejecución de cincuenta mil oficiales del ejército alemán”. Se refería a un brindis que Stalin había hecho al final de la conferencia de Teherán en 1943, y que había provocado primero, la inmediata salida de Churchill de la reunión y, de inmediato, la aclaración de Stalin: todo había sido una broma.
![El general Charles De Gaulle](https://www.infobae.com/resizer/v2/E33XMNWXP5E3LBEPGTIUBLSFBY.jpg?auth=09c87004d2f371aedc5c91985744e86c248944a18570989166751f6107d4b93d&smart=true&width=350&height=233&quality=85)
El presidente estadounidense y el líder soviético hablaron sobre el gran ausente de Yalta, el general Charles De Gaulle, de quien Stalin dijo que era una persona “poco realista” porque insistía en exigir iguales derechos para Francia que para Estados Unidos, la URSS y Gran Bretaña. Stalin creía que Francia había hecho poco en la guerra. A Roosevelt tampoco le gustaba demasiado De Gaulle, que no era un tipo capaz de derrochar simpatía, y que había mantenido durante la guerra violentos encuentros con Churchill en Londres, mientras era cabeza del gobierno francés en el exilio.
Las intensas sesiones plenarias de Yalta de los “Tres Grandes” oscilaron entre la simpatía y el enfrentamiento. La primera, a las cinco de la tarde del 4 de febrero, fue “de cooperación”, según anotó en su diario el canciller británico Eden. Diez soviéticos, diez americanos y ocho británicos se sentaron frente a la mesa de conferencias. La cordialidad siguió después del fin de la sesión, que terminó a las siete de la tarde, y se intensificó durante la cena en la que se sirvió caviar ruso y pollo frito al estilo texano. Churchill y Roosevelt le dijeron a Stalin que, a sus espaldas, lo llamaban “Uncle Joe - Tío Joe” y Stalin se enfureció un poquito. Churchill recordaría años más tarde que el líder soviético preguntó: “¿Cuándo puedo abandonar la mesa?”. Salvó el escollo un colaborador cercano de Roosevelt, James Byrnes, que le dijo a Stalin: “Después de todo, usted siempre habla del ‘Tío Sam’. ¿Por qué le parece mal lo de Tío Joe?”. Según Churchill: “El mariscal se tranquilizó con estas palabras y Molotov me aseguró luego que había comprendido la broma. Él ya sabía que en el extranjero mucha gente le decía ‘Tío Joe’ y comprendía que el término se le había adjudicado con intención amistosa y como expresión de afecto”. El mundo, que era un polvorín, se repartía sobre esas suspicacias a flor de piel.
Sin embargo, esa tarde entre amena y filosa, Roosevelt había hecho una declaración que sorprendió a Churchill y lo llenó de temor. Había afirmado que Estados Unidos haría lo necesario para preservar la paz mundial, pero no a costa de mantener un ejército en Europa, a cuatro mil kilómetros de su país: la ocupación americana sería entonces de dos años. Churchill pensó que, si Estados Unidos se retiraba, Inglaterra debería ocupar toda la zona occidental de la Alemania ahora dividida, una misión que estaba por encima de las posibilidades británicas.
Al día siguiente Churchill planteó la necesidad de que Francia aliviara la tarea que se avecinaba y pidió concederle a su insoportable aliado De Gaulle una zona de ocupación que, de manera alguna, era la solución del drama, aunque algo ayudaría: los franceses eran quienes podían liquidar las bases alemanas en Francia desde donde habían partido hacia Londres las bombas voladoras alemanas V1 y V2. Estados Unidos no se retiró de Europa en los dos años siguientes al fin de la guerra. Pese al clima de leve cordialidad de aquella sesión, el canciller británico la vio de otro modo. La calificó de “terrible” y juzgó “siniestro” el modo en el que Stalin veía a las pequeñas naciones europeas. El ánimo de Anthony Eden no mejoró cuando Churchill le dijo que iba a aceptar la propuesta de Stalin de dar a Ucrania y Bielorrusia el derecho a voto en las inminentes Naciones Unidas.
![Churchill reflexionó, en silencio y](https://www.infobae.com/resizer/v2/ME2S45PNVVEQNCIFJDQIPAVYN4.png?auth=cf25a60081370fc77223b8ae9f89a5c5bce0d651ef2efaaacc3681473af94e1a&smart=true&width=350&height=197&quality=85)
El secreto mejor guardado de Yalta tuvo poco que ver con la guerra, las ambiciones de las potencias, las discusiones feroces, la división de Alemania, la guerra con Japón y la tensión y la simpatía, fingida o no, de los protagonistas. El secreto mejor guardado fue la salud de Roosevelt. El presidente americano se moría. De hecho, murió por una hemorragia cerebral dos meses después de Yalta, el 12 de abril de 1945, en Warm Springs, poco antes del final de la guerra que había ayudado a ganar.
Las fotos de Yalta muestran a Roosevelt con el aspecto de un anciano enfermo; tenía sesenta y dos años, padecía poliomielitis, una cardiopatía hipertensiva y cierta deficiencia neuronal. En el otoño de 1944, había llevado adelante una dura campaña electoral para alcanzar su cuarto período en la Casa Blanca: el esfuerzo, en especial una larga gira de seis horas, bajo la lluvia, por el estado de New York, lo había dañado. Llegó a Crimea con el aspecto con el que lo había visto días antes el subsecretario de Estado, Dean Acheson, que anotó en su diario: “Todos estamos inquietos por el aspecto del presidente. Flaco, el rostro macilento, los ojos enmarcados en un círculo violáceo, sólo la elegante boquilla y el aire despreocupado con que allanaba las dificultades recordaban al Franklin D. Roosevelt de la primera época”.
Roosevelt fue reelecto por tercera vez en noviembre de 1944. En febrero de 1945, en Yalta, uno de los primeros en percibir su salud deteriorada fue el británico Eden: lo notó incluso confuso y algo impreciso en sus apreciaciones durante la primera noche junto a Churchill. En esa reunión también estaba el médico personal del primer ministro británico, Charles McMoran Wilson, conocido como Lord Moran. Él también echó un vistazo clínico a Roosevelt y llegó a una dramática conclusión: “Era un hombre próximo a morir”.
En cambio, los ayudantes de Roosevelt en Yalta, Averell Harriman, el almirante William Leahy y el secretario de Estado, Edward Stettinius Jr., pensaron que el presidente defendía con habilidad y eficacia los intereses de los Estados Unidos. Hubo pequeñas alertas. Después de un fuerte ataque de tos, en la noche que siguió a una de las primeras sesiones plenarias, el médico personal del presidente, Howard Bruenn no encontró ninguna afección pulmonar; el corazón y la presión arterial de Roosevelt no presentaban cambios. El 8 de febrero, después de una fuerte discusión con Stalin sobre Polonia, Roosevelt presentó un cuadro de alta presión arterial que hizo temer a Bruenn. El médico recomendó moderar la actividad presidencial y los horarios locos de Yalta y modificó parte de la dieta presidencial: en dos días, todo vestigio de enfermedad había desaparecido. Incluso Eden cambió de opinión. El canciller británico admitió que se había equivocado sobre la salud de Roosevelt y que “pese a su palidez y pérdida de peso, negocia con singular visión”.
![El viejo mundo en guerra](https://www.infobae.com/resizer/v2/OLL5SE7GPRAATES22GCLSBPUTU.png?auth=da610e3d17da4e24449ca5a97a19cbbc0ce202b27880ddfcdf0f864cd5c469c8&smart=true&width=350&height=263&quality=85)
El sábado 10 de febrero, con la tinta todavía fresca estampada al pie de los acuerdos de Yalta, Churchill presidió la cena de despedida. No era para muchos comensales, menos de una docena incluidos los intérpretes. Stalin, Churchill y Roosevelt habían intercambiado el jueves 8 unos elogios desmesurados que ya no volverían a repetirse. Ahora, todos reunidos por última vez en el Palacio Vorontzov Churchill alzó su copa para decir: “En diversas ocasiones he hecho este brindis. Esta vez voy a hacerlo con mayor afecto que en ocasiones anteriores, no porque ahora el mariscal sea un jefe victorioso, sino porque las grandes victorias y la gloria de las armas rusas le han hecho más flexible de lo que hubo de mostrarse en los tiempos duros que hemos tenido que atravesar (…) Creemos que en él tenemos un amigo en quien poder confiar, y espero que él continúe creyendo lo mismo de nosotros. Espero que viva para ver a su amada Rusia no sólo gloriosa en la guerra, sino también feliz en la paz”.
Stalin respondió, pero no hay rastros de sus palabras. Churchill no las recoge en sus “Memorias”. Sí recordó en ellas que, en una charla informal con Stalin, le comentó que se acercaban las elecciones en Gran Bretaña. Stalin predijo su victoria (se equivocó, Churchill fue derrotado) con una lógica de acero: “¿Quién más adecuado que el hombre que ganó una guerra?”. Churchill le dijo que en el Reino Unido existían dos partidos y que él sólo pertenecía a uno. Y Stalin contestó: “Un solo partido es mucho mejor”.
Al día siguiente, los “Tres Grandes” almorzaron en la sala de billar que había sido del zar, en el Palacio Livadia. Después firmaron los últimos documentos y Churchill reflexionó, en silencio y con sarcasmo: “Como es normal en estas reuniones, los asuntos graves quedaron sin resolver”. Polonia era el asunto grave que no había sido resuelto. Roosevelt dijo que estaba ansioso por regresar a Estados Unidos, previa escala en Egipto: se lo veía fatigado y su aspecto enfermizo no había cambiado demasiado. Los tres se despidieron así, como tres estudiantes de vacaciones en el mar que deben regresar a casa. Molotov acompañó a Roosevelt en su viaje de regreso a la vecina ciudad de Saky, e incluso subió al avión presidencial para despedirse del presidente. Churchill pasó la noche en Sebastopol, a bordo del transatlántico británico “Franconia”, para volar a Inglaterra al día siguiente. Para entonces, Stalin ya estaba en tren, camino a Moscú.
De todas las variadas interpretaciones que ha tenido y tiene aún hoy Yalta y sus acuerdos, hay una muy reveladora que Stalin se hartó de contar en forma de historia. El líder soviético narraba una partida de caza de la que él participaba junto a Roosevelt y Stalin. Sus aliados logran por fin matar a un oso. Churchill dice: “Me quedo con su piel. Que Roosevelt y Stalin se dividan la carne”. Roosevelt se opone: “No, yo me quedo con la piel y que Churchill y Stalin se repartan la carne”. Hasta que ambos le preguntan a Stalin que haría él: “El oso me pertenece: al fin y al cabo, lo maté yo”.
El oso era Hitler; la piel del oso, Europa del Este.
Así fue cómo el mundo siguió andando.
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