Iba a durar mil años. Duró apenas doce. Prometió la recuperación de Alemania, la devolución de su grandeza, el esplendor imperial que, dijo, le había sido arrebatado por un mundo injusto manejado por judíos. Terminó en la catastrófica derrota que mató a varias generaciones de alemanes, dejó al país en ruinas, hipotecó su futuro, partido en dos hasta 1989, cuando se abatió el Muro de Berlín, y dejó como legado un genocidio que provocó más de seis millones de muertos, parte de un plan destinado a eliminar a todos los judíos de Europa.
Adolfo Hitler prometió la gloria, terminó en el fango. Todo, en apenas doce años.
El 30 de enero de 1933, hace noventa y dos años, Hitler se hizo proclamar canciller del Reich. Dos días después, el 1° de febrero, hizo su primer llamamiento a la sociedad alemana. El 30 de enero de 1945, hace ochenta años, Hitler dio su último mensaje a la Alemania destruida. Tal como había hecho en el primero de sus mensajes, hizo privar la irrealidad sobre la evidencia, llamó a un sacrificio total de aquellos a quienes había augurado felicidad y abundancia. Puso a la muerte como única alternativa a una rendición impensable. Entre los dos discursos, reinaba la muerte y la destrucción.
¿Qué dijo Hitler en el primero de sus llamados a la sociedad alemana? Por empezar, ese primer discurso fue el último que pronunció con voz moderada y tono monocorde. Trazó un panorama siniestro de la herencia que recibía, nadie le había pedido que la recibiera, y cargó contra los políticos, los economistas y los teóricos sociales. Apuntaba contra el comunismo y en especial contra la socialdemocracia, a la que odiaba con fervor y a la que nunca había logrado vencer en elecciones.
“La discordia y el odio -dijo Hitler aquel día inaugural- hicieron su entrada. Millones y millones de alemanes pertenecientes a todas las clases sociales, hombres y mujeres, lo mejor de nuestro pueblo, ven con desolación profunda cómo la unidad de la nación se debilita y se disuelve en el tumulto de las opiniones políticas egoístas, de los intereses económicos y de los conflictos doctrinarios (…) La igualdad y la fraternidad prometidas no llegaron nunca, pero en cambio perdimos la libertad. A la pérdida de unidad espiritual, de la voluntad colectiva de nuestro pueblo, siguió la pérdida de su posición política en el mundo”.
Cargó también contra el Tratado de Versalles, que había impuesto a Alemania una gigantesca deuda por los costos de la Primera Guerra Mundial, había recortado su capacidad de rearmarse y, según su visión, había condenado a Alemania a la pobreza. “Nuestro pueblo se halla sumido en la más espantosa miseria. A los millones de desempleados y hambrientos del proletariado industrial, sigue la ruina de toda la clase media y de los pequeños industriales y comerciantes. Si esta decadencia llega a apoderarse también por completo de la clase campesina, la magnitud de la catástrofe será incalculable. No se tratará entonces únicamente de la ruina de un Estado, sino de la pérdida de un conjunto de los más altos bienes de la cultura y la civilización, acumulados en el curso de dos milenios”.
Hitler necesitaba esa pintura desgarradora de la realidad, más allá de los yerros de la fracasada experiencia de la República de Weimar, todavía vigente, para encaramarse como la única persona capaz de salvar a la nación. Se creyó un elegido, rasgo muy común a las personalidades de su tipo. Enseguida identificó al comunismo como el gran enemigo a vencer. Hitler ya tenía decidido, aunque no lo dijo en su discurso, que la expansión territorial alemana se lograría por la fuerza, hacia el territorio europeo del Este y previa eliminación, o posterior, de los judíos europeos. “En un esfuerzo supremo de voluntad y de violencia trata el comunismo, con sus métodos inadecuados, de envenenar y disolver definitivamente el espíritu del pueblo, desarraigado y perturbado ya en lo más íntimo de su ser, para llevarlo de este modo a tiempos que, comparados con las promesas de los actuales predicadores comunistas, habrían de resultar mucho peores todavía que no lo fue la época que acabamos de atravesar en relación con las promesas de los mismos apóstoles en 1918″.
Y puso sobre la mesa cuáles valores estaban en juego: “Empezando por la familia y hasta llegar a los eternos fundamentos de nuestra moral y de nuestra fe, pasando por los conceptos de honor y fidelidad, pueblo y patria, cultura y riqueza, nada hay que sea respetado por esta idea exclusivamente negativa y destructora. Catorce años de marxismo han llevado a Alemania a la ruina. Un año de bolchevismo significaría su destrucción. Los centros de cultura más ricos y más ilustres del mundo quedarían convertidos en un caos”.
Hitler puso bien alto el objetivo que se trazaba como flamante gobernante de Alemania, lo puso por encima de los límites humanos, mientras delineaba sus objetivos económicos para los que pedía cuatro años de confianza por parte de su pueblo: “La herencia que recogemos es terrible. La tarea que hemos de acometer en busca de una solución es la más difícil que, de memoria humana, ha sido impuesta a hombres de Estado alemanes. La confianza que a todos nos inspira es, no obstante, ilimitada: porque tenemos fe en nuestro pueblo y en los valores imperecederos que atesora. (…) Dentro de cuatro años el campesino alemán debe haber sido arrancado de la miseria. Dentro de cuatro años el desempleo forzoso debe haber sido definitivamente vencido. Con ello han de producirse, al mismo tiempo, las condiciones previas para el florecimiento de las demás actividades económicas. (…) A la par de esta tarea gigantesca de saneamiento de nuestra economía, el gobierno nacional acometerá el saneamiento del Reich, de los Estados autónomos y de los municipios, en su administración y su sistema tributario”.
En su primer mensaje como canciller, Hitler fue difuso, amplio e impreciso sobre cuál sería su política exterior y usó términos vagos, frases hechas, conceptos generales, para no revelar cuál era su decisión ya tomada y de alguna manera anunciada o esbozada en sus discursos de joven agitador de Múnich, en 1923: la expansión alemana que llevaría tal vez a una guerra europea inevitable. De paso, desató una ofensiva contra el parlamento alemán, convencido como estaba de que debía gobernar sin político y sin instituciones democráticas. “En política exterior, entenderá el gobierno nacional que su principal misión consiste en la defensa de los derechos vitales de nuestro pueblo, unida a la reconquista de su libertad. Dispuesto a acabar con la situación caótica que Alemania atraviesa, contribuirá con ello a incorporar en la comunidad de las naciones, un Estado de igual valor que los demás, pero al mismo tiempo también con iguales derechos. Con decisión y fieles a nuestro juramento queremos acudir directamente al pueblo alemán, vista la incapacidad del actual parlamento para hacerlo, al objeto de que nos preste su apoyo en la tarea que nos proponemos realizar.” Para terminar, invocó a Dios y pidió su ayuda: “Quiera Dios conceder su gracia a nuestra obra, orientar rectamente nuestra voluntad, bendecir nuestras intenciones y colmarnos con la confianza de nuestro pueblo. ¡No combatimos en nuestro interés propio, sino por Alemania!”.
No era la ayuda de Dios lo que buscaba Hitler, sino convertirse en un dictador, en un autócrata capaz de moldear a toda una nación según su particular visión del mundo, de las instituciones y de la sociedad. Cincuenta y tres días después del primero de sus discursos retóricos y ocultador, Hitler, había desmantelado la democracia alemana, como sostuvo el historiador Timothy M. Ryback en un fantástico artículo publicado por The Atlantic que reprodujo Infobae el pasado lunes 27.
El 27 de febrero un incendio destruyó el Reichstag, el parlamento que a Hitler tanto le molestaba. El incendio fue atribuido a un joven comunista que fue juzgado y ejecutado, aunque días después, fue el hombre fuerte del Reich, Herman Göring quien se jactó de haberlo provocado.
A sólo dos meses de asumir el poder, el ahora Führer se había adueñado del Reichstag y de sus restos humeantes: tenía ahora mayoría en el parlamento gracias a la ilegalización y anulación de los escaños comunistas, luego de las elecciones del 5 de marzo de 1933. Dieciocho días después de las elecciones, el 23 de marzo, ese parlamento adicto aprobó la llamada Ley de Habilitación, que dio a Hitler poderes dictatoriales. La ley derivó en la supresión de las libertades civiles más elementales, ya constreñidas después de que ardiera el Reichstag. En los siguientes cuatro meses, los principales dirigentes opositores o bien estaban presos, o habían huido de Alemania. Los poderosos sindicatos alemanes habían sido disueltos o habían decidido disolverse por propia voluntad, al igual que los partidos de la oposición.
El régimen nazi centralizó el poder en Berlín y terminó con la autonomía de los estados federados que Hitler había prometido mantener en aquel primer mensaje a la nación alemana. Göring, ministro del Interior de Prusia, reorganizó la policía estatal y lanzó a sus tropas de asalto, las SA de camisas pardas, como una fuerza auxiliar destinada a reprimir cualquier forma de disidencia. Alemania estaba a merced de Hitler. En ese mismo mes de marzo de 1933, se abrió el campo de concentración de Dachau, trece kilómetros al noroeste de Múnich. Allí fueron a parar los primeros políticos e intelectuales arrestados por el nazismo.
Hitler gobernaba ahora ya no con los altos preceptos republicanos que había enarbolado en su primer mensaje: moral, fe, honor, pueblo, patria, cultura y riqueza. Ya no pedía comprensión, sino lealtad. Exigió la obediencia como premisa ineludible para la construcción de toda comunidad humana. “La lealtad en la obediencia -dijo ahora ya sin disimulos- no puede sustituirse nunca por instituciones y disposiciones técnicas formales, sean del género que sean. (…) Una visión del mundo necesita para su difusión no funcionarios civiles, sino apóstoles fanáticos”.
Doce años después, la guerra que Hitler había hecho estallar en 1939 y que lo vio victorioso en gran parte de Europa occidental y en buena parte de la Europa oriental, marchaba directo hacia la derrota. Desde enero de 1943, cuando la capitulación alemana en Stalingrado, el Ejército Rojo seguía a las tropas nazis en su retirada hacia Alemania con un único objetivo: llegar a Berlín, apresar a Hitler y destruir al nazismo. Y desde junio de 1944, con el desembarco aliado en Normandía, el cerco se estrechaba cada vez más sobre los iniciales escombros de aquel imperio que pretendía durar mil años.
En enero de 1945, los rusos se habían adentrado profundo en Alemania. Se acercaban cada día a Berlín y los alemanes parecían incapaces de frenarlos. Hitler confiaba en que una vez tuviese disponibilidad del petróleo de Hungría, podría destinar divisiones adicionales de la Wehrmacht a defender Alta Silesia, una zona que es hoy parte de Polonia, la República Checa y Eslovaquia, pero que entonces estaba ocupada por los nazis y a punto de caer en manos soviéticas. Hitler necesitaba dos meses. No los tenía. Josef Goebbels, el fanático ministro de propaganda nazi que seguía al Führer con los ojos cerrados, dejó escrito en du diario que todo el pensamiento de Hitler tenía “cierto aire de irrealidad”.
El 30 de enero, duodécimo aniversario de su llegada a la Cancillería del Reich, Hitler quiso hablar a la Nación. Esa misma mañana, había recibido un informe demoledor de Albert Speer, arquitecto del Reich y ministro de Armamento. En el memorando, Speer le informó a Hitler que la economía de guerra y la producción bélica habían llegado a su fin. Tras la caída de alta Silesia, no había manera de proveer municiones, armas y tanques a las tropas del frente: “En consecuencia -decía Speer en su informe- no puede compensarse ya la superioridad material del enemigo con la bravura de nuestros soldados”. Hitler odiaba esas malas noticias. Ordenó a Speer que no enviase el memo a nadie más y le dijo que las conclusiones sobre recursos y armamentos eran su exclusiva responsabilidad. Después, le dijo a Goebbels que iba a hablar a los alemanes en el doce aniversario de “la toma del poder”.
Goebbels se sorprendió. Hitler llevaba dos años, desde Stalingrado, de total y empecinada resistencia a hablar en público. Tampoco lo iba a hacer ahora: lo que los alemanes iban a escuchar sería un mensaje grabado a emitirse a las diez de la noche de ese 30 de enero. Goebbels pensó, tal vez con razón, que con el enemigo en los arrabales de Alemania, el que el Führer no hablara en una fecha antes célebre en el calendario nazi, sería una admisión de la grave crisis por la que atravesaba la guerra, inocultable por otra parte, y una señal inequívoca de la derrota inminente. Era imprescindible reforzar la voluntad de lucha en las tropas y de resistencia en la sociedad civil.
En el que sería su último discurso público, a doce años del primero, Hitler apeló a levantar la moral de los alemanes, a infundir un imprescindible espíritu de lucha y a pedir, sino a exigir, “el sacrificio más extremo”. Por supuesto, culpó a una conspiración judía mundial por el destino que él mismo le había impuesto a su nación: “No es necesario discutir con esos eternos idiotas que sostienen que una Alemania desarmada, debido a su impotencia, no habría sido víctima de esta conspiración mundial internacional judía. Semejante razonamiento equivaldría a una inversión de todas las leyes de la naturaleza. ¿Cuándo un ganso indefenso no ha sido devorado por el zorro porque es constitucionalmente incapaz de albergar intenciones agresivas? ¿Y cuándo un lobo se ha reformado y se ha vuelto pacifista porque las ovejas no llevan armadura?”. Sus metáforas, de ásperas equivalencias, le evitaban hablar sobre lo que los alemanes querían escuchar: cuál era el futuro de la guerra.
Hitler había empezado su discurso con un recuerdo para su primer mensaje de febrero de 1933, y con una violenta crítica a los países de Europa que “sólo nos concedieron seis años de paz”. Eludió toda responsabilidad en el estallido de la guerra, que había empezado con la invasión alemana a Polonia en septiembre de 1939, y rescató su diabólica obra de gobierno, que lo había convertido en dictador a menos de dos meses de llegar al poder: “Pero lo decisivo fue que, durante esos seis años, con esfuerzos sobrehumanos, logramos restaurar militarmente la nación alemana, es decir, imbuirla de un espíritu de resistencia y autoafirmación en lugar de dotarla de un potencial bélico material.” Luego, pronosticó una victoria que sabía imposible: “El destino horrible que ahora se está configurando en el este y que extermina a cientos de miles de personas en los pueblos y plazas, en el campo y en las ciudades, será finalmente evitado y dominado por nosotros, con el máximo esfuerzo y a pesar de todos los reveses y duras pruebas”.
No había forma que ese vaticinio fuese cumplido.
Con los campos de concentración desperdigados en Polonia en plena evacuación, en un intento de borrar las huellas de un genocidio imborrable, y en especial aquella industria de la muerte que fue Auschwitz, Hitler culpó a los judíos de la destrucción alemana: “El judaísmo comenzó entonces a socavar sistemáticamente nuestra nación desde dentro y encontró su mejor aliado en esa burguesía de mente estrecha que no quería reconocer que la era del mundo burgués había terminado y nunca volvería, que la época del liberalismo económico desenfrenado ha sobrevivido y sólo puede conducir a su autodestrucción y, sobre todo, que las grandes tareas de nuestro tiempo sólo pueden ser dominadas bajo una coordinación autoritaria de la fuerza natural, basada en la ley de los mismos derechos para todos y, por lo tanto, de los mismos deberes”.
Hitler, que había dedicado varios párrafos insultantes de su arenga a los soviéticos, los tenía a las puertas de su casa, los puso ahora por encima de todos los males posibles en la que fue una débil, tal vez no consciente, admisión de una eventual derrota: “Cualquiera que sea el plan de nuestros enemigos, cualesquiera sean los sufrimientos que puedan infligir a nuestras ciudades alemanas, a los paisajes alemanes y, sobre todo, a nuestro pueblo, todo eso no puede compararse con la miseria irreparable, la tragedia que nos sobrevendría si triunfara la conspiración plutocrático-bolchevique”.
Auguró un similar destino a los países occidentales aliados contra el nazismo, en especial a Gran Bretaña. Hitler consideraba al primer ministro Winston Churchill el “padre de la guerra”. “Repito aquí mi profecía: Inglaterra no sólo no estará en condiciones de controlar el bolchevismo, sino que su desarrollo inevitablemente evolucionará cada vez más hacia los síntomas de esta enfermedad destructiva. Las democracias no pueden librarse ahora de las fuerzas que convocaron en las estepas de Asia. (…) Todas las pequeñas naciones europeas que capitularon, confiadas en las garantías de los aliados, se enfrentan a una aniquilación total. No tiene ningún interés si esta suerte les sobrevendrá un poco antes o un poco después; lo que cuenta es su implacabilidad. Los judíos del Kremlin están motivados sólo por consideraciones tácticas; tanto si actúan con brutalidad inmediata como si lo hacen con cierta reticencia en otro caso, el resultado será siempre el mismo.”
Sabedor de las decisiones que el presidente de Estados Unidos, Franklin Roosevelt, el primer ministro británico Winston Churchill y el dictador soviético José Stalin iban a tomar en Yalta sobre la división de Europa tras la guerra y sobre las condiciones que se debían exigir a Alemania para su rendición, Hitler atacó aquel acuerdo, sin mencionarlo: “Hace tan sólo unos meses y semanas, los estadistas aliados delinearon abiertamente el destino de Alemania. Algunos periódicos les advirtieron que fueran más inteligentes y que prometieran algo, aunque nadie tuviera la intención de cumplir esa promesa más tarde. (…) Como nacionalsocialista inexorable y luchador por mi pueblo, ahora deseo asegurarles a estos estadistas de una vez por todas que todo intento de influir en la Alemania nacionalsocialista mediante consignas, mentiras y distorsiones presupone una simpleza desconocida en la Alemania de hoy”.
Era una bravata insensata, retórica y dirigida, como todo su discurso, sólo a sus más fanáticos seguidores. Si en su primer discurso de 1933 fue retórico y ocultador, en el último mensaje público de su vida en enero de 1945 Hitler también fue grandilocuente y encubridor. No dijo una sola palabra sobre la marcha de la guerra y sobre los desastres militares de ese fatídico y decisivo mes de enero de 1945. ¿Qué le quedaba entonces a la sufrida y exhausta Alemania? La resistencia, primero; la aniquilación después.
Hitler tampoco habló de un eventual acuerdo con sus enemigos, de un intento de cese el fuego, mucho menos de una rendición. “En esta fatídica batalla, por lo tanto, para nosotros sólo hay una orden: quien lucha honorablemente puede salvar su propia vida y las vidas de sus seres queridos. Pero quien, por cobardía o falta de carácter, da la espalda a la nación, morirá inexorablemente de una muerte ignominiosa”, dijo el hombre que tres meses más tarde, el 30 de abril, se suicidaría en su bunker de la Cancillería, junto a su esposa flamante y después de matar a su perro, Blondie, para probar la eficacia del cianuro que iba a tragar.
En sus párrafos finales, Hitler, en otro rasgo común en personalidades de su tipo, volvió a presentarse como un hombre providencial, un elegido de Dios. “En este día no quiero dejar ninguna duda sobre otra cosa. (…) Mi vida hoy está determinada con igual exclusividad por los deberes que me incumben. Combinados, no son más que uno: trabajar por mi pueblo y luchar por él. Sólo puede liberarme de este deber aquel que me llamó a él. Estaba en manos de la Providencia apagarme con la bomba que explotó a sólo un metro y medio de mí el 20 de julio, y así terminar la obra de mi vida. El hecho de que el Todopoderoso me protegiera aquel día lo considero una nueva confirmación de la misión que me ha sido confiada”.
Pero no era la ayuda de la Providencia en lo que Hitler pensaba para su pueblo: una resistencia empecinada que desembocaría en la destrucción. Y llamó a esa resistencia fanática con la pasión y la decisión con la que había enviado a la muerte a millones de sus soldados y con la impiedad con la que había ordenado la aniquilación de millones de personas en los campos de concentración del nazismo: “Por eso, ahora hago un llamamiento a todo el pueblo alemán y, sobre todo, a mis antiguos compañeros de lucha y a todos los soldados para que se ciñan de un espíritu de resistencia aún mayor y más duro, hasta que podamos volver a poner -como hicimos antes- sobre las tumbas de los muertos de esta enorme lucha una corona con la inscripción: ‘Y sin embargo, salisteis victoriosos’”.
Su llamado al combate no dejó a un solo alemán libre de combatir hasta la muerte: “(…) Por eso espero que cada alemán cumpla con su deber hasta el final y esté dispuesto a asumir todos los sacrificios que se le pidan. Espero que todos los alemanes físicamente aptos luchen sin tener en cuenta su propia seguridad; espero que los enfermos, los débiles o los que no están en condiciones de cumplir con su deber militar trabajen con todas sus fuerzas; espero que los habitantes de las ciudades forjen las armas para esta lucha y que los campesinos, imponiéndose restricciones, proporcionen el pan a los soldados y a los trabajadores de esta lucha; espero que todas las mujeres y las niñas sigan apoyando esta lucha con el mayor fanatismo”. Días después de ese último mensaje público. Hitler se recluyó en el búnker de la Cancillería: no volvió a salir de él con vida.
Monstruos del nazismo. Los personajes más oscuros y siniestros
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El mensaje de Hitler se oyó en toda Alemania. También en Bamberg, una ciudad de Baviera a orillas del río Regnitz. Allí, un batallón de soldados de la Wehrmacht que había escuchado al Führer, se puso de pie porque seguido al mensaje, la emisora emitió el himno nacional alemán.
Dos soldados elevaron el brazo derecho en el clásico saludo nazi. Fueron los únicos.