Ninguno de los invitados se dio cuenta de lo que estaba pasando, pero Lady Churchill lo supo enseguida. Algo de la actitud de su marido, el primer ministro británico Winston Churchill, no estaba como siempre. Era junio de 1953. Churchill iba por su segundo mandato como premier y ya había sido el hombre que lideró la victoria del Reino Unido, junto al resto de los Aliados, en la Segunda Guerra Mundial. Ya había hecho mucho de lo que, medio siglo después, llevaría a los británicos a votarlo como el más importante de los suyos en una encuesta de la BBC.
El cambio de actitud de Churchill en esa cena en Downing Street, la emblemática residencia de los primeros ministros británicos, no se relacionaba con un cambio en su estado de ánimo. El gobernante acababa de tener un accidente cerebrovascular. Uno de los dos más graves que tuvo en los noventa años que vivió. En total fueron ocho ACVs a lo largo de esa larga e histórica vida que terminó el 24 de enero de 1965, mucho después de lo que los mejores médicos de Londres pronosticaban.
Fue Lady Churchill, su compañera de siempre, la que convenció a Winston de que el estricto secreto que pretendía para su condición médica debía tener una excepción: la Reina. Isabel II llevaba apenas un año en el trono, título al que había accedido prematuramente tras la enfermedad fulminante que padeció su padre, Jorge VI.
Winston accedió a que la monarca supiera la verdad y ella tomó una decisión inmediata: ese británico distinto a todos los demás británicos merecía un gran funeral de Estado. Dio instrucciones inmediatas al duque de Norfolk, que en su rol de conde mariscal debía ocuparse de la organización de esas exequias. En su carta, Isabel II ordenó que la despedida de Churchill debía ser “en una escala acorde con su posición en la historia”.
Más de una década
Desde el ACV de 1953 hasta el momento en el que Winston Churchill murió pasaron 129 meses. Terminaron siendo más de doce años de preparación de su funeral, desde que un grupo reducido de personas supo sobre el derrame casi fatal hasta que, efectivamente, el líder británico murió.
En medio de todos esos años, Churchill completó su segundo mandato, sufrió una neumonía que casi lo mata en 1958 y una fractura de cadera muy complicada hacia 1962. Ocurrió en Francia e hizo desplegar un enorme operativo para que, en el peor de los desenlaces, se contemplara el deseo que Winston había expresado años antes: morir en Inglaterra.
Los años que, inesperadamente, pasaron entre la puesta en marcha del operativo y su ejecución permitieron preparar un funeral de Estado que terminaría siendo el más potente y vistoso hasta 2022, cuando murió la mismísima Isabel II.
El operativo, que acumuló más de cuatrocientas páginas de instrucciones, mapas, cartas de autorización y demás documentos, fue llamado Hope not (Ojalá que no). Como los años corrían y Churchill insistía en seguir viviendo, el plan sufrió modificaciones sujetas exclusivamente a ese paso del tiempo.
El propio Lord Mountbatten, mentor histórico de Felipe, el esposo de Isabel II, diría en sus memorias que a medida que pasaban los años debían preverse nuevos encargados de llevar cada una de las manijas del féretro. ¿El motivo? Quienes habían sido seleccionados envejecían y morían.
A la vez, como el tiempo pasaba, se modificó varias veces el buque oficial que trasladaría el féretro de Churchill a lo largo del río Támesis. El cambio se producía cada vez que la nave designada entraba en reparaciones. Estuvieron previstas no menos de cuatro embarcaciones a lo largo de los doce años de puesta a punto del operativo que parecía tan cercano y, sin embargo, nunca llegaba.
Los años hicieron, incluso, que el propio Churchill tuviera la posibilidad de participar en algunas de las decisiones. Instruyó por ejemplo que su despedida estuviera acompañada de bandas militares y de melodías que él había previsto. Había indicado que prefería obras que sonaran alegres y vinculadas a la victoria. Esa victoria que él había sabido simbolizar con los dedos “en V” para dar ánimo a su población en medio de un verdadero drama.
Poco después de las 8 de la mañana del 24 de enero de 1965, cuando sonó el teléfono del Palacio de Buckingham para confirmar la muerte de Churchill, el operativo Hope Not estaba listo para ponerse en marcha. El primer ministro vigente en ese momento se enteró apenas después que Isabel II, y a las 9 la BBC difundió la noticia en todo el Reino Unido. El último de los derrames cerebrales no había dado tregua. Fue hace sesenta años.
Despedida de varios días
La ceremonia para honrar al gran estadista británico empezó el mismo 24 de enero, cuando se embalsamó su cuerpo en la misma habitación en la que había muerto. Se ocupó la compañía que tenía a cargo desde hacía décadas los funerales de la familia real. Después de que su cuerpo atravesara ese proceso, Churchill fue vestido con su pijama de seda y su bata para que sus familiares y amigos más íntimos pudieran despedirlo en su hogar, en Hyde Park Gate.
El 26, dos días después de su muerte y tal como lo había decretado la monarca, el cuerpo de Churchill fue trasladado a Westminster Hall, el salón más antiguo del Parlamento británico. Un único repique del Big Ben, seguido de un silencio sepulcral, dio por iniciado el funeral. En el Hall, desde las 6 de la mañana del día siguiente, empezarían a rendirle homenaje.
En ese recinto medieval que hacia el año 1000 era el espacio de reuniones oficiales más grande de Europa, más de 300.000 personas se hicieron presentes para despedir a ese hombre que los había liderado. En promedio, hacían filas que duraban entre tres y cinco horas. Además, la transmisión televisiva de ese último adiós sacudía a todo el mundo: se estima que, en total, unas 350 millones de personas vieron el funeral. Fue tal la atención que concitó aquel hecho que en Estados Unidos tuvo incluso más audiencia que la despedida de JFK, asesinado a fines de 1963.
El 30 de enero, después de esa larga despedida pública en el edificio de la Cámara de los Lores y la de los Comunes, el féretro de Churchill fue llevado a la Catedral de San Pablo. La muerte de Winston, que además de haber sido primer ministro se convirtió en un amigo de gran confianza y un guía político para la Reina, hizo que Isabel II rompiera con los protocolos. El primero de ellos fue, en concreto, asistir a un funeral que fuera de alguien no perteneciente a la realeza. A la vez, en vez de llegar última a San Pablo, que era lo indicado por ser la persona más importante entre los asistentes, estuvo allí antes de que llegaran el ataúd y la familia Churchill para asegurarse de que ella misma recibiría a Lady Churchill y sus hijos en medio del dolor.
No fueron los únicos gestos de Isabel II ese 30 de enero. Tampoco fue la primera en salir de la catedral, como indica la tradición, sino que esperó a que la familia del homenajeado saliera y caminó detrás de ellos. The Times reproducía al otro día el testimonio de Nicholas Soames, uno de los nietos de Winston: “Es absolutamente excepcional, si no único, que la Reina le otorgue precedencia a alguien. Que ella llegara ante el ataúd y ante mi abuelo fue un gesto hermoso y muy conmovedor”.
A la despedida en la catedral fueron no sólo los integrantes más importantes de la familia real, el primer ministro de ese entonces, Harold Wilson, y todos los ex primeros ministros que estuvieran vivos, sino también los más destacados líderes de Europa, como el francés Charles De Gaulle. Lyndon Johnson, presidente de los Estados Unidos, no viajó porque estaba recuperándose de una operación, pero envió un mensaje que decía, entre otras cosas: “Es hijo de la Historia, y lo que dijo y lo que hizo nunca morirá”. Por primera vez, la bandera estadounidense fue izada a media asta por la muerte de un líder de otro país. Dwight Eisenhower, quien comandó las tropas aliadas duranta parte de la Segunda Guerra Mundial y que había presidido los Estados Unidos, fue una de las voces que lo homenajeó a través de la BBC.
El viaje final
Después de la ceremonia fúnebre en la Catedral, el féretro fue trasladado a través del río Támesis en el buque MV Havengore hasta la estación de trenes de Waterloo. En una formación fúnebre que había estada lista para ese recorrido desde 1953, esperando en un taller ferroviario, el ataúd de Churchill viajó hasta la estación de Bladon, en Oxfordshire. Allí, en la Iglesia de Saint Martin, fue enterrado al lado de las tumbas de su padre y de su madre, muy cerca del lugar en el que había nacido.
Su última despedida fue tan íntima como la que había ocurrido en su habitación después de que lo embalsamaran. A lo largo de los días que duró su funeral, participaron 18 batallones militares, 16 aviones de combate de la Fuerza Aérea Real, el buque que surcó el Támesis y el tren fúnebre que lo había estado aguardando.
Al día siguiente, The Observer publicó: “Esta fue la última vez que Londres sería la capital del mundo. Este fue un acto de luto por el pasado imperial. Esto marcó el acto final en la grandeza de Gran Bretaña... Fue un triunfo. Fue una celebración de algo grande que hicimos en el pasado”.
“El mundo entero es más pobre por la pérdida de su genio multifacético, mientras que la supervivencia de este país y las naciones hermanas de la Commonwealth, frente al mayor peligro que jamás los haya amenazado, será un recuerdo perpetuo de su liderazgo, su visión y coraje indomable”, dijo Isabel II, su amiga y, también, una de sus aprendices, en el comunicado en el que lo despidió como Reina de los británicos.
Había terminado no sólo el funeral de Estado más impactante hasta ese momento sino también, para estar a la altura, la mayor operación de seguridad de Inglaterra. Lo habían despedido funcionarios de casi 120 países: recién en los funerales de Juan Pablo II y de Nelson Mandela iban a producirse reuniones tan grandes de dignatarios de todo el mundo.
Antes de morir, en una última conversación con uno de sus yernos, Churchill, que había visto el mundo cambiar delante de sus ojos, que había protagonizado su tiempo durante décadas y que había sobrevivido a una salud frágil, dijo: “Estoy tan aburrido de todo esto”. Después, el coma, la muerte y un adiós a la altura de lo que su monarca y su pueblo sentían por él.