No se sabe, y ya nunca se sabrá, a cuántas mujeres mató. Llegó a admitir treinta y seis asesinatos que incluían una conducta patrón que siguen los asesinos seriales: ésta, la que siguió Ted Bundy a lo largo de siete estados americanos entre 1974 y 1978, consistía en secuestro, golpes, violación y muerte. En algunos casos, no siempre, volvía a los sitios donde había ocultado el cadáver de su víctima y lo visitaba durante horas: mantenía relaciones sexuales con aquellos restos humanos hasta que la descomposición, o su destrucción por animales salvajes, se lo impedía.
Decapitó al menos a doce de sus víctimas y guardó sus cabezas en su departamento durante mucho tiempo, a modo de recuerdo, junto a objetos personales, fotos y documentos atesorados como trofeos de caza, otro hábito común en los asesinos seriales. Su objetivo eran las mujeres de entre quince y veinticinco años, blancas y en su mayoría universitarias. En algunos casos, por pura compulsión, alteró también su manera de operar para cazar a sus víctimas, y entró directamente en las residencias universitarias y mató a golpes a las estudiantes mientras dormían.
El FBI comprobó treinta y seis de sus múltiples asesinatos, todos en el breve lapso de cuatro años entre 1974 y 1978, lo que le valió a Bundy una condena a muerte en la silla eléctrica. Lo ejecutaron el 24 de enero de 1989, hace treinta y seis años, en la prisión estatal de Florida. Pero las autoridades recorrieron el camino inverso, volvieron a peinar los siete estados donde Bundy mató a placer esos años, Washington, Oregón, Utah, Colorado, Idaho, Florida y California, y encontró decenas de mujeres desaparecidas, decenas de cadáveres, algunos sin identificar, que habían sido hallados en parajes solitarios; decenas de mujeres que se habían esfumado de sus ciudades, sin que nadie, ni familia, ni amigos, pudieran dar con ellas. Lo que el FBI pensó y sostuvo es que los asesinatos de Bundy fueron muchos más de los que el criminal admitió antes de su ejecución. Y que tal vez su instinto asesino lo hizo empezar a matar antes del punto de partida de sus crímenes, fijado en 1974.
Eso ya nunca se sabrá. Bundy calló incluso los datos que podían llevar al sitio donde enterró los cadáveres de sus víctimas. Hasta el final, jugó con los sentimientos y las esperanzas de decenas de familias que querían saber qué había sido de sus hijas, de sus hermanas, de sus esposas, de sus novias. John Douglas, el agente del FBI que trazó el perfil de los asesinos seriales y dejó plasmada su experiencia en un libro extraordinario y dramático, explicó que también esa es una conducta habitual en este tipo de criminales: dominar a quien sea, víctimas, familiares, detectives, fiscales, jueces, por el tiempo que sea. Un juego diabólico donde todas las cartas están en manos del delincuente. Douglas entrevistó en la prisión a Bundy y a otros asesinos como él en su búsqueda de un patrón de conducta común; rastreó sus orígenes, su infancia, sus relaciones familiares, sus obsesiones. Sus conclusiones son estremecedoras. En su libro narra haber descubierto que sus entrevistados hablaban más, se confiaban más, se mostraban más abiertos a dar respuestas, si él, el entrevistador, se sentaba en un plano más bajo que su entrevistado. Una tarde puso a prueba su descubrimiento: se sentó al mismo nivel que el asesino, frente a frente. El tipo, con un gesto natural y espontáneo, dio un pequeño salto y se sentó sobre la mesa de la entrevista, un poquito más alto que Douglas.
Ted Bundy era un monstruo; vestido de seda, es verdad, pero un monstruo letal, inasible y poderoso. Era educado, lúcido, intuitivo, apuesto, seductor, pulcro, bien vestido, agradable, elocuente, encantador. Un lobo en la piel de un cordero. Era también inteligentísimo y por alguna razón resultaba muy atractivo para las mujeres. La mitología que sigue por lo general a todo gran caso policial lo ha pintado siempre como a un modelo publicitario exitoso, o como a un chico universitario como tantos, amante de los deportes y las fiestas. No lo era. Era un ser con una asombrosa capacidad para la maldad y de una vileza extraordinaria. El criminólogo Robert Ressler, que alertó siempre sobre la “humanización” de estos asesinos, lo definió con una frase que es también una advertencia: “La prensa interpretó muy mal el encanto personal de Ted Bundy. No era el Rodolfo Valentino de los asesinos seriales. Era un hombre brutal, sádico y pervertido”.
Bundy tenía tres maneras de acercarse a sus víctimas. Si no lo hacía de manera violenta cuando ingresaba a los dormitorios estudiantiles de las universidades, fingía estar impedido por una lesión, andaba con un brazo en cabestrillo que se suponía estaba enyesado, caminaba cargado de libros y pedía ayuda. ¿Quién no iba a socorrer a un muchacho encantador que estaba en dificultades? La otra táctica era la de mostrarse con problemas para arrancar su Volkswagen “Beetle” amarillo. Y también pedía ayuda.
El 31 de enero de 1974 Bundy entró al dormitorio de Lynda Ann Healy, una estudiante de psicología de veintiún años de la Universidad de Washington, la desmayó de un golpe y se la llevó. Nadie notó su ausencia sino hasta la mañana siguiente. Los restos de Lynda Ann fueron hallados un año después en una montaña cercana a la universidad. Durante el invierno y verano de 1974, entre enero y agosto, las autoridades, aunque a estas conclusiones llegaron después, calculan que Bundy atacó a otras ocho mujeres, siempre de noche. Así fue hasta que empezó a atacar de día. Los escasos testigos describieron siempre a un muchacho con el brazo enyesado, cargado de libros, que pedía ayuda a chicas que jamás volvían a aparecer. Otros describieron a un hombre joven que tenía “dificultades” para poner en marcha su Volkswagen, al que habían visto dar vueltas por el campus universitario donde se habían esfumado dos jóvenes que aparecieron luego asesinadas.
Hubo más víctimas que lograron salvar la vida y callaron. El 11 de octubre de 1974, Rhonda Stapley, una estudiante de farmacia de veintiún años que esperaba el ómnibus para viajar a la facultad, aceptó que un joven muy amable la acercara. Era Bundy. Minutos después, estacionó su auto en un sitio apartado y violó a Stapley durante horas mientras la estrangulaba y aflojaba la presión a último momento para que siguiera con vida. De alguna manera, en un descuido de Bundy, la chica logró escapar del auto y llegar a la facultad. No sólo no lo denunció, calló el episodio durante cuarenta años por miedo a ser rechazada por la sociedad.
¿Quién era ese monstruo llamado Ted Bundy? Había nacido el 24 de noviembre de 1946 en Burlington, Vermont, como Tehodore Robert Cowell. Era hijo de un veterano de la Fuerza Aérea a quien nunca conoció, y de Louise Cowell. Vivió sus primeros años en casa de sus abuelos maternos: durante esos años el chico creyó que sus abuelos eran sus padres y que su madre era su hermana mayor. En los años 50, madre e hijo dejaron la casa familiar por el maltrato que el abuelo ejercía sobre su mujer y su hija. Se mudaron a Tacoma, Washington, donde Louise conoció a Johnnie Culpeper Bundy, un cocinero del ejército con quien se casó en 1951. Ted adoptó el apellido de la pareja de su madre pero nunca estableció un lazo afectivo con el hombre.
Estudió idiomas chinos en la Universidad de Washington donde se unió a una compañera de clases, Stephanie Brooks. La relación duró dos años, hasta que ella se graduó en Psicología y puso fin a la historia porque juzgó que su pareja era indiscreta y carecía de un objetivo claro en la vida. Bundy se obsesionó con reconquistarla. En 1968 dejó la universidad y se ofreció como voluntario en Seattle, estado de Washington, para ayudar en la campaña presidencial Nelson Rockefeller, Bundy era republicano, y llegó a ser chofer y guardaespaldas de Arthur Fletcher mientras duró su campaña para ser vicegobernador de Washington.
En 1970, unido a Elizabeth Kloepfer (su nombre real era Meg Anders) volvió a la Universidad de Washington para especializarse en psicología. Se graduó con buenas notas en 1972. Al año siguiente, intentó seguir Derecho mientras se relacionaba con dirigentes del Partido Republicano. Bundy, de 30 años, que ya no tenía buenas calificaciones fue admitido, sin embargo, en las facultades de Derecho de las Universidades de Puget Sound y de Utah, gracias a la recomendación del gobernador de Washington, Daniel Evans. Recibió incluso una condecoración de la policía de Seattle porque salvó de morir ahogado a un chico de tres años. Un buen samaritano. Se reencontró en California con su ex novia, Stephanie Brooks y estuvieron juntos el verano de ese año y el invierno de 1974. Bundy presentó a Brooks como su prometida al presidente del Partido Republicano de Washington, Ross Davis, pero, sin mediar palabra, abandonó a Brooke que no volvió a saber nada de él. En abril de 1974 dejó de ir a sus clases de Derecho: para esa fecha, empezaron a desaparecer mujeres en Washington.
Pese a las descripciones que halaban del muchacho del brazo enyesado y del que tenía dificultades con su auto, la policía de Washington no dio con Bundy que cambiaba siempre de apariencia: el peinado, la barba, el bigote, la cara afeitada, anteojos. Por fin, huyó del estado de Washington y el 30 de agosto de 1974, se matriculó como estudiante en la Facultad de Derecho de la Universidad de Utah. El 2 de octubre, asesinó a Nancy Wilcox, de dieciséis años: su cuerpo nunca fue hallado.
Hasta entonces, Bundy había atacado a mujeres jóvenes sólo en Washington, en el noroeste de Estados Unidos. La lista, siempre incompleta, dice que el 9 de febrero de 1974, Carol Valenzuela, de 20 años, desapareció de Vancouver (Canadá). Su cadáver no fue descubierto hasta el mes de octubre junto a otro cuerpo sin identificar. El 12 de marzo Donna Manson de diecinueve años, fue vista por última vez en un concierto de jazz en el campus de su universidad. El 17 de abril, desapareció Susan Rancourt, de dieciocho años, cuando caminaba por los jardines del Central Washington State College. El 6 de mayo, Roberta Parks, de veinte años, que había quedado en tomar café con unas amigas, nunca llegó al bar de la cita. Al parecer se topó con un hombre joven, lesionado, que le pidió ayuda para subir algunos objetos a su vehículo. No la vieron nunca más. El 1 de junio, Brenda Ball, de veintidós años, dejó una taberna de Washington y dijo a sus amigos que buscaría alguien que la llevara a Sun City, en California. La vieron por última vez mientras hablaba con un hombre con el brazo en cabestrillo. El 11 de junio desapareció Gerogann Hawkins, de dieciocho años, se había despedido de su novio para ir a buscar unos libros y preparar su examen de español. El 14 de julio, la estudiante Janice Ott dejó una nota a su compañera de habitación: pensaba ir en bicicleta al parque vecino al lago Sammamish. Allí la vieron conversar con un hombre joven que tenía el brazo enyesado. El mismo día, Bundy secuestró a Denise Naslund, que pasaba el día con su novio y amigos. Sus restos fueron hallados días después a veintisiete kilómetros al este de Seattle y cerca del lago Sammamish. Aún hoy resulta increíble la incapacidad policial para dar con un criminal que mataba a un escalofriante promedio de una víctima al mes, o cada veinte días.
Los crímenes de Bundy siguieron en Utah. Al de Nancy Wilcox y al ataque a Rondha Stapley, que logró escapar de sus manos, siguieron, el 18 de octubre de 1974, el secuestro de Melissa Smith, hija del sheriff local. Su cadáver fue hallado nueve días después en Summit Park: había sido torturada y violada durante cinco días. El 30 de octubre desapareció Laura Aimee, de diecisiete años, cuando regresaba a casa de una fiesta de Halloween. Su cadáver fue hallado en unos montes cercanos con señales de haber sido golpeada en la cabeza con un objeto metálico, y violada. Bundy la conocía. Muchos amigos de la chica contaron a la policía que Laura había sido acosada por aquel hombre joven y de buena apariencia. La policía, por fin, empezó una investigación más seria y descubrió varias coincidencias, que más bien eran evidencias, entre los asesinatos de Washington y los de Utah. Los investigadores elaboraron un retrato robot del asesino.
El 8 de noviembre de 1974 el cerco empezó a cerrarse sobre Bundy. El asesino se acercó ese día a Carol DaRonch y se hizo pasar por un oficial de la policía de Utah; le dijo que le habían intentado robar su auto y la invitó a subir al suyo para ir a la comisaría y hacer la denuncia. Carol subió, cómo negarse a un oficial tan atento, pero Bundy detuvo el auto de pronto en un lugar apartado, sacó una pistola y esposó una muñeca de la muchacha. Cuando intentó esposar la otra a un parante del vehículo, Carol logró zafar de la mano de Bundy, le golpeó la cara y escapó de la trampa: pidió ayuda a otro conductor para que la llevara, ahora sí, con la policía.
Ahora los investigadores tenían una fidelísima descripción del atacante, de su vehículo y de su tipo de sangre. Sin embargo, esa misma noche, la del 8 de noviembre, Debby Kent, de diecisiete años, desapareció del estacionamiento del instituto escolar Viewmont, donde había ido con sus padres a ver una obra de teatro infantil. La muchacha, que jamás apareció, fue asesinada por Bundy y es uno de sus crímenes confesos. Esa noche, la policía encontró en el estacionamiento del colegio de Debby Kent las llaves de un par de esposas: correspondían a las que Carol DaRonch llevaba en una de sus muñecas al denunciar horas antes el ataque de Bundy.
Pese a que la policía lo seguía de cerca, Bundy se trasladó de Estado: empezó a asesinar mujeres en Colorado, cada vez más urgido por su compulsión. El 12 de enero de 1975 secuestró a Caryn Campbell, de veintitrés años, en un hotel de Aspen donde la mujer asistía a un seminario junto a su prometido. Su cadáver congelado fue hallado un mes después en un banco de nieve, a tres kilómetros del hotel: había sido violada y golpeada con ferocidad. El 1 de marzo la policía descubrió un cráneo en las montañas Taylor, en el estado de Washington. Era el de Brenda Ball, secuestrada en junio del año anterior. Una búsqueda más intensa dio con parte de los cuerpos de Lynda Ann Healy, Susan Rancourt y Roberta Parks. Luego se hallaron más restos que fueron identificados como de Donna Mason.
El descubrimiento de los restos en Washington no frenó las ansias criminales de Bundy. El 15 de marzo de 1975 secuestró a Julie Cunningham, de veintiséis años, cerca de una taberna de Vail, Colorado. Su cuerpo no ha sido hallado hasta hoy. El 6 de abril hizo lo mismo con Denise Oliverson, de veinticinco años quien, luego de una discusión con su marido, había viajado a la casa de sus padres, adonde jamás llegó. Su cuerpo tampoco fue hallado hasta hoy. Nueve días después, el 15 de abril, desapareció Melanie Cooley, de dieciocho años, cuando volvía del colegio. Un trabajador descubrió su cadáver el 23 de abril: había sido golpeada con una barra, tenía las manos atadas a la espalda y una funda de almohada alrededor del cuello.
El 6 de mayo, poco después de salir del colegio, fue secuestrada en el estado de Idaho Lynette Dawn Culver, de doce años. Es otro de los crímenes admitidos por Bundy. Dijo que había arrojado el cuerpo de la chica al río Snake. Pero el cadáver nunca fue hallado. El 28 de junio Susan Curtis, de quince años desapareció de un seminario juvenil en la Universidad de Brigham Young, en Provo, Utah. Había dejado a sus amigos para regresar a su dormitorio y lavarse los dientes. Bundy dijo haber enterrado su cadáver cerca de Price, a ciento veinte kilómetros de Provo. Pero el cuerpo nunca fue hallado.
El 1 de julio, Shelley Robertson de veinticuatro años, decidió lanzarse a la aventura de viajar por Estados Unidos haciendo dedo. Algunos testigos la vieron en una estación de servicio cuando hablaba con un hombre que manejaba un viejo camión. Su cadáver fue descubierto por dos estudiantes en el fondo del pozo de una mina vecina a Georgetown, Colorado.
Un llamado en principio anónimo marcó el principio del fin de Bundy. Una voz alertó a la policía; era una voz perentoria con un mensaje también perentorio: “Mi ex novio se llama Ted Bundy y podría tener que ver con esas muertes”. Era Meg Anders, conocida como Elizabeth Kloepfer, con quien Bundy había tenido relación en 1968 y a la que había dejado por Stephanie Brooks. La mujer había visto el retrato robot y sumó dos más dos. Pero los testigos de las últimas horas de las víctimas de Bundy no lo reconocieron en el retrato robot y la policía o bien desechó la pista, o la postergó. Hasta que el 16 de agosto de 1975, en un control de rutina, un patrullero detuvo a un Volkswagen para comprobar su matrícula y los documentos del conductor, que en vez de aportarlos, apretó el acelerador y huyó no muy lejos. Cuando lo detuvieron, leyeron en su documento Tehodore Robert Bundy, y hallaron en el auto una barra de hierro, esposas, cinta adhesiva entre otros objetos. Bundy fue a parar a la cárcel y su juicio empezó el 23 de febrero de 1976, acusado de secuestro agravado. Junto a sus abogados, se mostró confiado, tranquilo y sonriente: “No tienen pruebas contra mí”, dijo. Sí, las había. Carol DaRonch lo reconoció: “Es el hombre que trató de secuestrarme y amenazó con matarme”, dijo al tribunal
Lo condenaron a quince años de cárcel con posibilidad de obtener en su momento la libertad condicional. Era una pena leve aún para los casos de secuestros violentos. Las pericias sicológicas y toxicológicas sobre Bundy dijeron que no era un psicótico, no un drogadicto, ni un alcohólico, y que no presentaba signo alguno de daño cerebral. Unos pocos pelos de mujer hallados por los peritos en el Volkswagen de Bundy, revelaron que habían pertenecido a Melisa Smith, la hija del sheriff local de Utah y a Caryn Campbell. Las heridas en la cabeza de las dos mujeres, conservadas en fotos de la autopsia, coincidían con la barra metálica hallada en el auto de Bundy, que había sido usada en casi todos sus otros asesinatos.
Bundy fue a juicio otra vez, ahora no por secuestrador, sino por asesino. El acusado despidió a sus abogados y decidió ejercer su propia defensa. Le dieron permiso entonces para visitar la Biblioteca de la Corte de Justicia de Aspen, en Colorado. El 7 de junio de 1977 saltó de la ventana del edificio, se lastimó el tobillo pero eludió a la policía durante seis días en los que vivió de lo que pudo robar, y durmió en una cabaña abandonada. Lo apresaron cuando intentaba robar un auto, otro Volkswagen, que tenía las llaves puestas.
O Bundy era un as, o quienes lo vigilaban hacían un culto de la vida relajada. El criminal volvió a escapar de la cárcel el 30 de diciembre de 1977: accedió a los techos de la prisión y llegó hasta uno de los departamentos vacíos destinados a los funcionarios penitenciarios. Esperó a la madrugada y salió por la puerta delantera de uno de esos departamentos, como si hubiese sido un hombre de la ley y no un criminal. Recién notaron su ausencia a la mañana siguiente. Para entonces, Bundy viajaba a Chicago, y luego se iría al sur, a Florida, con una nueva cara y un nuevo nombre Kenneth Misner.
El 14 de enero de 1978 Bundy entró en el edificio de la fraternidad estudiantil femenina Chi-Omega, de la Universidad de la Florida. La estudiante Nita Neary, que volvía de madrugada, notó con sorpresa que la puerta de la casa estaba abierta. Temerosa, se escondió y vio salir a un hombre, con una gorra azul y una carpeta envuelta en una tela. Era Bundy. Neary pensó en un asalto a la fraternidad y fue a buscar a su compañera, Karen Chandler, a quien halló dando tumbos en los pasillos, herida de gravedad. Ambas encontraron a otra de sus compañeras en su habitación, Kathy Kleiner, también había sido atacada y estaba al borde de la muerte.
Más tarde, la policía encontró el cadáver de Lisa Levy, que había sido golpeada en la cabeza y violada con brutalidad. El asesino también había estrangulado a Margaret Bowman: le había destrozado el cráneo mientras dormía y la había estrangulado. No lejos de la fraternidad estudiantil, Bundy atacó esa noche a Cheryl Thomas que sobrevivió apenas a una paliza feroz que le dejó cinco fracturas de cráneo, la mandíbula rota y un hombro dislocado. La policía encontró pelos y sangre del atacante: era Bundy.
El 9 de febrero de 1978, el criminal secuestró en Lake City a Kimberly Leach, de doce años. Priscila, su amiga y compañera de colegio, dijo a la policía que la había visto subir a una camioneta blanca que manejaba un hombre del que no pudo dar más datos. Bundy la violó, fue asesinada durante la violación, y su cuerpo fue hallado dos meses después en un terreno cercano al parque Swannee River. Es la víctima conocida más joven del asesino.
Bundy regresó a su casa en Tallahassee, también en Florida, se deshizo de la camioneta blanca, borró todas las huellas que pudo de su domicilio y robó un auto, otro Volkswagen, para huir de la zona. Manejó hasta Pensacola, a trescientos cincuenta kilómetros, donde un policía, David Lee, sospechó de las patentes del auto de Bundy. Hizo bien: eran robadas. Hubo una breve persecución y un corto forcejeo. Bundy, el asesino más peligroso del mundo, había sido detenido en la calle por una infracción menor. El 17 de febrero lo interrogaron y reveló su nombre real. Cuando el oficial le preguntó cómo se escribía su apellido, Bundy se ofendió. ¿Cómo podía ser que no fuese conocido para ese pobre policía?
Lo juzgaron por los asesinatos en la fraternidad Chi-Omega. El jurado, después de deliberar seis horas y media, lo declaró culpable. Bundy escuchó el veredicto sin mostrar emoción; afirmó ser víctima de una farsa, de un juicio injusto y abusivo, y que no tenía por qué pedir clemencia por unos asesinatos que no había cometido. Días después, el juez Edward Cowart lo condenó a morir en la silla eléctrica.
Empezó entonces una batalla legal de Bundy para retrasar su muerte. Aquel hombre que despreciaba la vida ajena, intentaba a cualquier costo salvar la suya. Reiteró su inocencia y agotó todas sus apelaciones para demorar la ejecución. Lo logró tres veces: la primera el 4 de marzo de 1986, quince minutos antes de la hora señalada. La segunda el 2 de julio de ese mismo año y la tercera el 18 de noviembre, a sólo siete horas del cumplimiento de la sentencia.
Buscó incluso colaborar con la policía y con el FBI para desentrañar el paradero de otro asesino serial, Gary Ridgway, conocido como “El asesino del río Verde”. Accedió, a cambio de tiempo, a revelar los sitios donde había guardado los restos de muchas de sus víctimas. Fue entonces cuando la policía halló en su casa varias cabezas humanas de las muchachas a las que Bundy había asesinado. Su conducta fue catalogada como de “perversión y compulsión necrofílica”.
Bundy usó todas sus armas de seducción para retrasar el cumplimiento de la sentencia. Prometió incluso revelar más crímenes que dijo haber cometido, con la esperanza de ganar tiempo hasta que los investigadores comprobaran sus dichos y con la búsqueda de restos humanos en los sitios donde él diría haberlos enterrado. Los expertos dijeron que Bundy era un mentiroso compulsivo que había tenido la osadía de pretender engañar a la policía y al FBI con la promesa de confesar más crímenes. Pero si Bundy decía la verdad o no, si sus crímenes fueron más de los que admitió, que es una sospecha fundada, es un secreto que el criminal se llevó a la tumba.
El 17 de enero de 1989 le comunicaron la fecha de su muerte: sería ejecutado en una semana, el 24 de enero. Entonces sucedió algo extraordinario. El condenado y sus abogados pidieron a los familiares de las víctimas que solicitaran a la Corte un plazo de tres años para que le permitieran a Bundy revelar el destino de los cuerpos de sus víctimas, incluidos los asesinatos que no había admitido. Las familias, que ignoraban el destino final de sus hijas, de sus hermanas, de sus novias y de sus esposas, dijeron que no. Prefirieron ignorarlo todo, a cambio de que sacaran cuanto antes de este mundo a ese execrable espécimen humano.
En los últimos días de su vida, Bundy dejó en claro con cuál extraño material repulsivo estaba cincelado. Lo había hecho años antes, en una de sus tantas cartas que le servían de trampa publicitaria: “He conocido a personas que irradian vulnerabilidad... Sus expresiones faciales dicen: ‘Tengo miedo de ti’. Estas personas invitan al abuso. Esperando ser lastimadas, ¿sutilmente lo fomentan?”. Así las víctimas eran responsables de propia su muerte, y no su asesino. Y en 1980, en una entrevista en la que intentó rebajar la entidad de sus crímenes, sugirió: “¿Qué es uno menos? ¿Qué significa una persona menos en la faz del planeta?”
A poco de su ejecución, los detectives de Florida pidieron a Bundy que les dijera dónde había abandonado alguno de los cuerpos de sus víctimas que no habían sido hallados, que diera algún detalle que pudiera llevar algo de paz a las atormentadas familias, entre ellas la de Kimberley Leach, la chica de doce años a la que había secuestrado y que había muerto mientras Bundy la violaba. Bundy sólo dijo entonces : “¡Pero si soy el hijo de puta más duro que jamás han conocido…!”. Lo era.
El último día de su vida, llamó por teléfono a su madre. Por la noche rechazó la tradicional última cena que se ofrece a los condenados a muerte. Al amanecer del helado 24 de enero de 1989 Ted Bundy se sentó en la silla eléctrica de la prisión estatal de Florida. Fue declarado muerto a las 7:16. Tenía cuarenta y dos años. Su cadáver fue incinerado y sus cenizas esparcidas en la Cordillera de las Cascadas, una gran cadena montañosa frente a la costa del Pacífico, que abarca el sur de Canadá y los estados americanos de Washington y Oregón hasta el norte de California.
Un lugar de ensueño para el descanso eterno de un alma miserable.