Lo encontró Mae, su mujer, desnudo en la bañera del baño principal de la enorme mansión estilo colonial que había comprado en Florida cuando todavía reinaba en el mundo del hampa. Su rostro había perdido el color y su cuerpo, ya más frío que el agua en el que estaba sumergido, no era ni la sombra de la robusta figura que mostraban las fotografías de sus tiempos de gloria. El almanaque estaba clavado en el 25 de enero de 1947 cuando Al Capone murió acosado por una demencia -consecuencia de una sífilis mal curada en su juventud- que lo confundía y a veces lo hacía viajar al pasado. Tenía 48 años, pero parecía un hombre mucho más viejo que decía incongruencias, babeaba sin control y era incapaz de caminar. Solo eso quedaba de “Scarface”, el peligroso gánster que las fuerzas federales habían calificado durante años como el “enemigo público número uno”.
Nunca pudieron condenarlo por las más de cien muertes que se le adjudicaban y solo fue a parar detrás de las rejas por evasión de impuestos. Lo penaron con once años de cárcel, pero no había cumplido nueve cuando lo liberaron en a fines de 1939 “por motivos de salud”. Desde entonces vivía con Mae y estaba al cuidado de su familia, que nunca lo abandonó. Porque, así como era despiadado en el submundo del hampa, actuaba de manera muy diferente puertas adentro de su casa. Amable y cariñoso con su mujer y su hijo, además de generoso con toda la parentela, a la que sacó de la pobreza dándole empleos o, simplemente, dinero a manos abiertas.
Su sobrina Deidre, que lo conoció y convivió con él, lo describe así en Al Capone: su vida, su legado y su leyenda, la biografía del Rey del hampa que publicó en 2020: “Esta es la historia de un asesino despiadado, un hombre que despreciaba la ley, que poseía prostíbulos, que no pagaba impuestos, que cometía estafas: un delincuente convicto y confeso, un enfermo lloriqueante e inconsciente. Y es también la historia de un hijo, marido y padre cariñoso que se consideraba un empresario que trabajaba dando al público lo que el público quería. Al Capone fue todas esas cosas”.
Nace “Scarface”
Hijo de un matrimonio de inmigrantes italianos proveniente de Salerno, Nápoles, Alphonse -nacido en Brooklyn el 17 de enero de 1899- y sus ocho hermanos habían vivido una infancia de privaciones. Su padre, Gabriele Capone, trabajaba como barbero, y su madre, Teresina Raiola, era costurera. Tuvo que dejar la escuela a los 14 años, cuando cursaba a duras penas quinto grado, expulsado por pegarle a una profesora. Durante los dos años siguientes trabajó de lo que se le presentaba. Fue dependiente en una confitería, empleado en un bowling y obrero en una fábrica de cartón.
Alphonse tenía 16 años conoció al hombre que le cambiaría la vida, el calabrés Johnny Torrio, un capo conocido en el mundo del hampa como “el gánster caballeroso”, que controlaba los negocios y las operaciones ilegales de la Costa Este. Impresionado por la historia de la agresión de Al a la profesora, Torrio lo destinó a una de las bandas juveniles que le respondía, los “Five Points Gang”, especializada en dar palizas a los comerciantes que se retrasaban en pagarle las “cuotas de protección”. Con ellos, Capone aprendió a utilizar armas y también a matar. El siguiente peldaño en su carrera criminal lo dio como guardaespaldas de los mafiosos Frankie Yale y Tony “El Malo” Torelli. En eso estaba cuando una noche le hicieron las marcas en el rostro que le darían su apodo.
Una de las tareas del joven Al era la seguridad de los clubes nocturnos propiedad de Yale, de los que sacaba a los borrachos molestos y obligaba a pagar a los clientes reacios a abrir sus billeteras. Con él trabajaba otro pesado de Yale, Frank Gallucio, con quien se cuidaban mutuamente las espaldas y solían pasar los ratos libres. Pero una noche, a la lengua de Al, pastosa de alcohol, se le escapó el insulto contra la hermana de Frank, que era alternadora del local. Fue eso y ponerse frente a frente los dos amigos, mirándose a los ojos y con cuchillos en las manos. Al llevó las de perder, porque Gallucio manejaba mejor que él los filos y le marcó tres veces la cara. La pelea no tuvo un desenlace fatal por la intervención del propio Frankie Yale que, además, obligó a Capone a disculparse.
A pesar de ese sangriento enfrentamiento, Al y Frankie seguirían siendo amigos, tanto que cuando Capone se convirtió en jefe del hampa lo llamó a su lado para tenerlo como guardaespaldas de confianza. Frankie jamás lo traicionó. Desde entonces, Al pasó a ser conocido como “Scarface” (“Caracortada”) por las tres cicatrices que le quedaron en la cara, aunque ocultaba la verdadera razón por las que las tenía y decía que se las había provocado una granada cuando combatía en Francia, durante la Gran Guerra, de la cual en realidad no había participado.
Por esa misma época, el 30 de diciembre de 1918, se casó con Mae Josephine Coughiln, que ya estaba embarazada de quien sería su único hijo, Albert Francis, a quien todos llamaron “Sonny”.
El alcohol y el poder
El recién casado Al Capone ya cargaba con dos muertes sobre sus espaldas y Yale decidió que dejara Nueva York y se fuera a Chicago, donde lo esperaba quien había sido su iniciador en el mundo del crimen, Johnny Torrio, que también tenía negocios en esa ciudad. Estaba allí cuando se aprobó la “Ley Seca”. Porque el 7 de enero de 1920, el mismo día que “Scarface” cumplía 21 años, se aprobó la Enmienda XVIII a la Constitución de los Estados Unidos, que prohibía a los norteamericanos la venta y el consumo de alcohol.
Torrio vio la veta y, secundado por Capone, montó una verdadera cadena de bares ilegales (conocidos como “speakeasies”), integrada con la red de prostíbulos y casas de juego clandestino que ya tenía en funcionamiento. Para trabajar con tranquilidad compraron a policías y políticos, al mismo tiempo que expandían su territorio gracias a la muerte -adjudicada a Capone, pero nunca probada- del principal rival de Torrio, “Big Jim” Colosimo.
Tres años más tarde eran los dueños de la ciudad. Incluso habían impuesto a su candidato en las elecciones municipales después de una campaña que incluyó el secuestro de varios de sus rivales y el amedrentamiento de votantes.
Poco después -tras un atentado en el que salvó milagrosamente la vida-, Torrio decidió retirarse y volver a su Italia natal para terminar tranquilamente sus días. Dejó todos sus negocios en manos de quien ya era su consiglieri, Alphonse Gabriel Capone, convertido así en el jefe indiscutido del hampa de Chicago. Corría 1925 y el bueno de Al acababa de cumplir 26 años.
El Rey del Hampa
A la red de negocios clandestinos, que ya nadie le disputaba abiertamente, Capone le sumó una serie de negocios legales para lavar sus ganancias, todos ellos a nombre de testaferros que sabían que cualquier traición les costaría la vida. Así “Scarface” también buscó convertirse en un ciudadano respetado, que participaba de actividades sociales y destinaba grandes sumas a la beneficencia.
Para ese momento, todas las bandas de la ciudad se le habían sometido, a excepción de dos que pretendían tener todavía cierta autonomía, la de Joe Aiello y la de Bugs Morán. El grupo de Aiello fue masacrado de manera vertiginosa: en menos de un mes los hombres de Capone mataron a todos sus miembros.
Lo de Morán pasó a la historia como uno de los episodios más sangrientos del mundo del hampa. El 14 de febrero de 1929, un Cadillac negro se detuvo frente a un almacén de Morán. Bajaron cuatro hombres, dos de ellos vestidos de policías, y entraron al local mientras un quinto sujeto quedaba al volante del auto en marcha. En el interior sorprendieron a siete hombres de la banda de Morán que, creyendo que se trataba de policías, no ofrecieron resistencia. Bugs Morán tenía arreglos con la autoridad, de modo que no se preocuparon. Los “policías” los hicieron alinear contra una pared y les quitaron las armas. Luego se alejaron y los fusilaron con sus metralletas. Los medios bautizaron el hecho como “la masacre de San Valentín” y aunque nadie pudo adjudicárselo a Capone, desde ese día a “Scarface” no le quedaron rivales en Chicago.
Menos de tres meses más tarde, Capone decidió utilizar sus propias manos para acabar con una traición que se estaba gestando dentro de su propia organización, al descubrir que sus cercanos colaboradores John Scalise, Albert Anselmi y Joseph Giunta planeaban eliminarlo. Los citó a una reunión con otros jefes y los mató delante de todos aplastándoles las cabezas contra la mesa con un bate de béisbol. Los cadáveres de los tres traidores aparecieron en un camino solitario de Indiana el 8 de mayo de 1929.
Nadie más le disputaría a “Scarface” su reinado. Por entonces, se calculaba que había amasado una fortuna de 125 millones de dólares y que cargaba con más de cien muertos. “Me han echado la culpa de todos los muertos, con la excepción de los de la lista de bajas de la Guerra Mundial, pero no han podido probarme ninguna”, repetía en todo provocador.
Elliot Ness, el “intocable”
Durante años los agentes de la Agencia de Prohibición liderados por Elliot Ness y conocidos como “Los Intocables” intentaron probar sin suerte que Capone estaba violando la Ley Seca. Al mismo tiempo, un agente de inteligencia del gobierno de los Estados Unidos llamado Frank Wilson buscaba pruebas que pudieran relacionar sus ingresos con el juego ilegal.
Eran los únicos que lo perseguían, porque al resto de la ley y el orden “Scarface” lo tenía comprado. Parecía que era imposible tocar al “Rey del Hampa” hasta que descubrieron que, a partir de una nueva ley promulgada en 1927, era posible procesarlo por evasión de impuestos. Un delito menor, si se lo comparaba con las muertes que se le adjudicaban, pero que daba la posibilidad de ponerlo detrás de las rejas. Lo lograron convenciendo al abogado Edward O’Hare, uno de los asesores de negocios de Capone, para que descifrara un incomprensible libro de contabilidad que los agentes federales habían encontrado en un allanamiento. Con esa prueba lo llevaron a juicio acusado de 22 cargos de evasión impositiva.
Sin embargo, Capone no se mostraba preocupado. Creía que todavía tenía cartas ganadoras para eludir a la justicia federal. La primera fue “convencer” al fiscal de la causa, de apellido Johnson, para que aceptara que “Scarface” se declarara culpable a cambio de una condena de dos años de prisión en suspenso. El fiscal aceptó firmar el “acuerdo” que le presentaban los abogados de Capone pero cuando todo parecía arreglado se encontraron con un obstáculo inesperado: el juez federal James Wilkerson no aceptó el arreglo y decidió realizar el juicio.
Cuando finalmente se seleccionaron los doce jurados que deberían dictaminar la culpabilidad o inocencia del Rey del Hampa, Capone jugó su siguiente carta: los compró a todos haciéndoles una oferta de dinero que ninguno pudo rechazar, porque hacerlo le costaría la vida.
Un jurado nuevo
Alphonse Capone parecía tener todo resuelto cuando el 6 de octubre de 1931 bajó por primera vez de su auto blindado frente al Tribunal Federal de Chicago y, antes de entrar, le compró la primera manzana al italiano del puesto de frutas con un billete de 100 dólares. Después entró sonriente a la sala del tribunal y miró también sonriendo a todos y cada uno de los miembros del jurado que lo absolvería. Seguía sonriendo cuando el juez James Wilkerson entró a la sala y se sentó en el estrado. Entonces escuchó las primeras palabras del juez: “El jurado puede retirarse, lo voy a reemplazar por el que está en la otra sala”, dijo inesperadamente y sorprendió a todos.
El Rey del Hampa dejó de sonreír y la palidez que lo invadió remarcó como nunca las tres cicatrices que cruzaban su cara. La noche anterior al inicio del juicio, Elliot Ness le había advertido al juez que el jurado estaba comprado por Capone. No podía probarlo, pero a Wilkerson le quedaba el recurso de reemplazarlo por los jurados elegidos para otro juicio. Con los nuevos jurados aislados por orden del Tribunal, los hombres de “Scarface” no tuvieron oportunidad de llegar hasta ellos con sus ofertas y amenazas.
El 17 de octubre de 1931, el fiscal pronunció su alegato final: “¿Quién es este hombre? ¿Es un boy scout que se encontró con un tarro lleno de oro al final de un arco iris? ¿O es Robin Hood, como sugiere su abogado? ¿Acaso pagó 8.000 dólares por una hebilla de cinturón hecha de diamantes para dársela a los pobres? No. ¿Compró 6.500 dólares de carne para regalarla? No. ¿Alguna vez se lo vio ligado a un negocio legal? No. ¡Y su abogado todavía insiste en que este hombre no tiene ningún ingreso!”, dijo cerrando su discurso.
Los doce jurados debatieron casi nueve horas antes de declarar a Capone culpable de tres cargos de evasión impositiva y lo condenó a once años de prisión. Cuando lo sacaban esposado de la sala, se cruzó con Elliot Ness, el jefe de “Los Intocables” que lo había perseguido durante años.
“Algunos tienen suerte. Yo no. De todas formas, el negocio me estaba generando demasiados gastos. Deberían legitimarlo”, le dijo “Scarface”.
“Si fuera legítimo, te alejarías del negocio”, le contestó el jefe de “Los Intocables”.
Cárcel, locura y muerte
“Once años para el Rey del Hampa”, tituló The New Yorker al día siguiente, mientras Capone era llevado a una prisión en Atlanta. Estuvo poco tiempo allí porque, unos meses después, al descubrir que vivía en la cárcel con las comodidades de un hotel, lo trasladaron a la temible penitenciería de Alcatraz.
Lo que más extrañó Capone mientras estuvo allí fue a su familia y sobre todo a su hijo Sonny, a quien le mandaba cartas: “A mi querido hijo. Hijo de mi corazón, aquí está tu querido padre, que te ama con todo mi corazón y orgulloso de tener un hijo tan inteligente como tú”, le escribió con la letra temblorosa que le provocaba una enfermedad que se le desató cuando estaba en prisión.
Su salud se deterioró tanto que lo liberaron cuando había cumplido sólo seis años y cinco meses de condena. Estaba al borde de la demencia a causa de una sífilis contraída en la adolescencia y nunca tratada. Desde entonces vivió prácticamente recluido en su mansión de Florida: ya no era el poderoso Rey del Hampa a quién todos temían, sino un hombre que ni siquiera podía valerse por sí mismo.
Cuando murió, la familia lo despidió con auténtico dolor. Por decisión de Mae, su mujer, en la lápida de su tumba podía leerse una inscripción: “Jesús mío, ten compasión”. Pese a ser católico practicante, como correspondía a un buen hijo de italianos, seguramente Al Capone hubiese preferido que en lugar de ese ruego se tallara alguna de las frases que solía decir a sus secuaces y que son dignas de un personaje de Raymond Chandler o de Dashiell Hammett. Una como esta, que lo pinta de cuerpo entero: “Podés llegar lejos con una sonrisa. Pero llegarás todavía más lejos con una sonrisa y un revólver”.