Pasaron 65 años -un lapso durante el cual el hombre llegó a la Luna y puso en órbita estaciones espaciales tripuladas- y el récord logrado por Jacques Piccard el 23 de enero de 1960 sigue vigente. Ese día, a bordo del batiscafo “Trieste” y acompañado por el teniente de la marina estadounidense Don Walsh, el oceanógrafo y explorador suizo se convirtió en el hombre que más lejos llegó en las profundidades del mar al descender hasta el abismo Challenger, en el Océano Pacífico, el punto más profundo conocido en la hidrósfera de los fondos marinos del planeta. Ubicada en lo más hondo de la Fosa de las Marianas, en la sima Challenger -como también se la llama-, Piccard y su compañero descendieron 10.911 metros, es decir, una profundidad que supera en más de dos kilómetros la altura del Everest, la montaña más alta del mundo.
Pero la inmersión del “Trieste” representó más que un viaje que rompió un récord, lo cual ya era una hazaña por sí misma. También abrió la puerta a un mundo oceánico nunca antes estudiado por la ciencia, y que hasta ese entonces se consideraba desprovisto de vida marina. Al tocar el fondo, Piccard y Walsh utilizaron las lámparas de vapor de mercurio del batiscafo para inspeccionar un área completamente oscura y constataron que distaba mucho de estar despoblado. “Por mucho, el descubrimiento más interesante fue un pez plano o pleuronectiforme que pudimos observar al acecho en el piso del océano, a través de la escotilla. Encontrar formas complejas de vida marina allí abajo nos dejó boquiabiertos”, contó después el oceanógrafo.
La hazaña y sus descubrimientos habrían sido imposibles sin la participación de otro Piccard, Auguste, el padre de Jacques y responsable de diseñar el batiscafo, llamado así su capacidad para sumergirse y maniobrar sin estar atado a un barco, a diferencia de una batisfera. Auguste no solo fue el inventor de la máquina, también era un explorador audaz, que había batido sus propios récords y descubrimientos.
Padre e hijo
Amigo de Albert Einstein y del matrimonio Curie, Auguste Piccard no solo era conocido como inventor sino también por poner el cuerpo para probar los artilugios que diseñaba. En 1931, probando en compañía de su mujer -fotógrafa- una cápsula presurizada colgada de un globo que había diseñado y construido, alcanzó la altura récord de 16.200 metros y estudió los rayos cósmicos y los estratos ionizados de la estratósfera. Sus observaciones fueron recogidas por la revista Popular Science en su edición de agosto de ese año.
“Piccard y su asistente encontraron rayos cósmicos, radiaciones misteriosas del espacio exterior, mucho más poderosas que en la superficie de la tierra, y midieron su intensidad. Los exploradores atraparon muestras del aire superior, ‘aire azul’, como Piccard informó que apareciera, en cilindros. El análisis puede demostrar que es excepcionalmente rico en ozono, el gas azul intenso supuestamente responsable de la capa Heaviside o ‘techo de radio’”, se puede leer en el artículo. Y agrega: “A través de las ventanillas, los observadores vieron la tierra. Lucía como un disco plano con los bordes levantados. Al nivel de 10 millas, el cielo mostró un azul profundo y oscuro”.
Sobre la base de la cápsula presurizada que había desarrollado para elevarse en el cielo, Auguste Piccard construyó su primer batiscafo en 1937, que utilizó para investigar las profundidades oceánicas. Fue perfeccionando el diseño y en septiembre 1953 logró sumergirse a 3.150 metros cerca del archipiélago de Cabo Verde. Lo hizo con su último modelo, el “Trieste”, construido ese mismo año en Italia.
El nuevo batiscafo consistía en una esfera de tripulación pesada suspendida de un casco que contenía tanques llenos de combustible para flotabilidad, tolvas de lastre llenas de plomada de hierro y tanques de agua inundables para hundirse. Tenía quince metros de longitud y la esfera de presión estaba unida a la parte inferior del casco y alojaba a dos tripulantes que accedían a ella a través de un eje vertical que no estaba presurizado y se inundaba con agua de mar al descender. La esfera era completamente autónoma, con un sistema de recirculación de aire cerrado con oxígeno suministrado desde cilindros, mientras que el dióxido de carbono era eliminado del aire al pasar por cartuchos de soda cáustica.
En diciembre 1958, Auguste hizo reemplazar la esfera original del “Trieste” por otra fundida en Alemania, que según sus cálculos era capaz de resistir una presión de 1250 kilogramos por centímetro cuadrado, aproximadamente la que debía soportar para que su hijo Jacques y el teniente Walsh pudieran descender hasta las nunca alcanzadas profundidades del abismo Challenger.
Hasta el fondo
El “Trieste”, con Jacques Piccard, de 37 años, y Don Walsh, de 28, apretados dentro de la esfera, fue depositado en el mar desde una embarcación de la Armada estadounidense la mañana del 23 de enero de 1960. El mar de Filipinas estaba agitado, lo que dificultó la maniobra que, finalmente, terminó con éxito y el batiscafo comenzó a descender.
El viaje hacia las profundidades se desarrollaba con tranquilidad y según lo previsto hasta que, al llegar a los 9.000 metros, Piccard y Walsh escucharon un ruido muy fuerte. “Sonó como una explosión, pero después no pasó nada más. No representó un peligro de muerte, por lo menos no inmediato”, contó Walsh. Más tarde, descubrieron que una ventana exterior de Plexiglás se había resquebrajado bajo la presión que llegó a medir hasta una tonelada por centímetro cuadrado, o casi 1000 veces la presión que existe en la superficie.
Llevaban cinco horas de descenso cuando, finalmente el “Trieste” llegó al fondo de la Fosa de las Marianas. El lugar más profundo de la Tierra, a 10.911 metros, donde la oscuridad es absoluta. Los tripulantes activaron las lámparas de vapor de mercurio y se dedicaron a observar maravillados el paisaje que tenían frente a sus ojos. “Tuvimos la inmensa suerte de ver, justo en medio del círculo de luz que proyectaba uno de nuestros reflectores, un pez. Así, en un segundo, pero después de años de preparación, pudimos responder a la pregunta que miles de oceanógrafos se habían hecho. La vida, bajo una forma superiormente organizada, era posible en cualquier profundidad”, relató Piccard. Ese descubrimiento tuvo una consecuencia determinante, porque al descubrir la existencia de vida a esa profundidad se prohibió el vertido de desechos nucleares en los abismos oceánicos.
El tiempo apremiaba y el riesgo de la presión sobre la cápsula era enorme, por lo que Piccard y Walsh estuvieron solo 20 minutos observando el fondo del mar y emprendieron el ascenso. Demoraron tres horas y quince minutos en volver a la superficie, cuando sumaban más de ocho horas y media debajo del agua. Cuando izaron el batiscafo hasta la cubierta del buque de la Armada estadounidense, la primera cara que vieron fue la de Auguste Piccard, que los esperaba con los brazos abiertos.
La leyenda continúa
Piccard padre murió en marzo de 1962, menos de dos años después de la hazaña lograda con su invención, pero su hijo Jacques continuó con la obra que había iniciado y se dedicó a construir mesoscafos (sumergibles de profundidades medias), y también botó el primer submarino turístico que llevó hasta 33.000 pasajeros hasta las profundidades del Lago Ginebra durante la Exhibición Nacional Suiza de 1964.
En 1969, protagonizó un nuevo récord, cuando estuvo un mes bajo el agua en uno de sus submarinos y recorrió 3.000 kilómetros con una tripulación de seis personas para investigar la corriente del Golfo. Una hazaña que, más allá de los descubrimientos marinos, permitió también importantes avances sobre las consecuencias psicológicas en una tripulación confinada en condiciones extremas, que fueron de gran valor para la NASA.
Jacques Piccard murió el 1° de noviembre de 2008, a los 86 años, en La Tour-de-Peilz, Suiza, con la tranquilidad que la audaz estirpe exploradora de la familia no se agotaría con él. Para entonces, su hijo Bertrand Piccard, siguiendo la tradición de su padre y de su abuelo, se había convertido en el primer ser humano en dar la vuelta al mundo sin escalas en un globo aerostático, cuando recorrió 45.755 kilómetros en un vuelo de 19 días, 21 horas y 47 minutos.