Durante la Segunda Guerra Mundial, los hermanos de Simone Lagrange estaban en la Resistencia francesa. Un día una patrulla alemana irrumpió en su casa de Lyon. Patearon la puerta, dieron vuelta los muebles, golpearon a las tres personas que vivían allí: al matrimonio Lagrange y a Simone que tenía 13 años. A la cabeza del grupo estaba el jefe de la Gestapo local, Klaus Barbie. Le gustaba estar presente en estos operativos, desatar su sadismo sobre las víctimas; disfrutaba también de que se corriera la voz en toda la ciudad y de que el miedo hacia su persona se acrecentara. Quería ser temido.
Al padre lo golpearon brutalmente. No buscaban una confesión de él. Sólo querían que las mujeres aflojaran, que ellas les dieran el paradero de los buscados. Pero ni la madre ni la hermana hablaron. Barbie alejó a sus subordinados y quedó a cargo del interrogatorio. Tomó a Simone y la golpeó varias veces en la cara. Los ojos de la nena de 13 años se cerraron, la sangre caía por su cara y manchaba el vestido. Después, Barbie la tomó del pelo, y la acercó a la madre que no podía ocultar su espanto. “Mirá, mirá lo que le estás haciendo a tu hija”, le dijo el nazi a la señora que siguió sin delatar a sus hijos. Los tres fueron deportados a un campo de concentración. Al padre lo mataron delante de su hija; la madre murió de tifus. Solo la hija regresó. Y se juró no descansar hasta hacer justicia, hasta que Klaus Barbie, el “Carnicero de Lyon”, fuera condenado.
Tardó más de cuarenta años pero finalmente lo consiguió.
Klaus Barbie era un nazi de segundo orden. No era uno de los jerarcas que diseñaron las políticas de exterminio o que las coordinaron. Sin embargo, su ferocidad y sadismo lo hizo distinguirse del resto. Fue responsable de mucho daño y dolor. Un criminal de guerra.
En 1942 lo nombraron jefe de la Gestapo de Lyon. Desde el primer momento instaló el terror en la ciudad. Persiguió a los miembros de la Resistencia y deportó miles de judíos. No sólo daba órdenes. Predicaba con el ejemplo, disfrutaba de la acción. Concurría a los operativos para mostrarle a sus subalternos la dureza con la que debían desempeñarse. Torturó y mató a Jean Moulin, el jefe de la Resistencia. Fue el responsable de más de 4000 asesinatos y de 7.000 deportaciones. Y también de la muerte de 44 niños judíos que estaban en un asilo. En los momentos en los que la suerte nazi en Francia ya estaba echada, sin embargo sólo por el placer de asesinar, por su antisemitismo rampante, pergeñó el Último Tren, una deportación final, con los vagones atestados de judíos horas antes de que las fuerzas aliadas ingresaran a liberar la ciudad.
A pesar de esos antecedentes, tras la guerra consiguió quedar impune en base a su falta de escrúpulos, astucia, frialdad y la complicidad de muchos poderosos.
Apenas se produjo la rendición alemana, Barbie fue detenido. Pero se escapó del tren que lo llevaba al campo de prisioneros. Desde ese momento siempre consiguió que alguien lo refugiara.
Utilizó como tantos otros la Ratline, la Ruta de las Ratas. Cruz Roja, Génova, barco hacia Buenos Aires.
Allí comenzó su destino sudamericano. Las siguientes cuatro décadas las pasó entre la Argentina, Bolivia y Perú.
El continente le ofrecía protección por la lejanía y por la permeabilidad de los gobernantes de esos tiempos hacia los nazis escapados.
En Buenos Aires, según contó él mismo tiempo después, vivió en un hotel de la calle Maipú durante diez días. Después partió hacia Bolivia. Allí se asentaría. Trabajó en un aserradero hasta que consiguió hacer contacto con el dictador de turno. Lo nombraron director de una compañía de comercio marítimo.
Muy pronto, Barbie entendió cómo sería la Guerra Fría y utilizó el enfrentamiento de los vencedores en beneficio propio. Estados Unidos, con la excusa de la lucha contra el comunismo, no dudó en esas décadas en aliarse, prohijar y encubrir a dictadores latinoamericanos, tiranos africanos y hasta nazis. Barbie fue espía de la CIA y en 1951 fue ayudado por la agencia en su escape hacia Bolivia. No importaron las sentencias que pesaban sobre él: en Francia había sido juzgado dos veces en ausencia y condenado a muerte por sus delitos en ambas oportunidades.
Se supo también que colaboró en varias operaciones de inteligencia y en el contrabando de armas en favor de los gobernantes de facto. En Bolivia se hacía llamar Altman y tenía una activa vida pública con negocios con personajes conocidos y poderosos. No parecía un hombre con dos condenas a muerte sobre sus espaldas. Se sentía seguro. Muy seguro. Rápidamente obtuvo la ciudadanía boliviana. Pero, como sucedía siempre en las dictaduras latinoamericanas, un cambio de mando, una puja militar lo dejó sin protección. Debió mudarse, modificar su lugar de residencia. En 1968 se desplazó hacia Perú. Allí le agregó una N al apellido que usaba. Pasó a ser Altmann.
Allí muy velozmente, como en Bolivia, estaba muy cómodo. Proliferaban los negocios en las altas esferas. Su perfil era alto. Se sentía impune y protegido. No creía que debía esconderse de nadie. Tanto fue así que hasta se daba el lujo de salir en la tapa de los diarios. Una mujer, una de sus tantas víctimas, lo reconoció en la portada del diario limeño de mayor tirada, una nota que describía el encuentro entre algunos ministros peruanos y varios importantes hombres de negocios.
La víctima creyó reconocer al oficial nazi que la había torturado un cuarto de siglo antes en Francia. Envió el recorte a Beate y Serge Klarsfeld, un matrimonio que se dedicaba a perseguir y a cazar nazis. Ellos sólo podían comparar esa imagen poco nítida, algo borrosa, granulosa, con dos fotografías de Barbie sacadas en 1943 que tenían en su archivo. Con ayuda de expertos determinaron que las coincidencias fisonómicas eran múltiples. Era una pista que valía la pena seguir.
Era 1971. Empezaba un trabajo para los Klarsfeld que recién terminaría dieciséis años después. Se convirtieron en la sombra de Barbie. Serge Klarsfeld, casi en simultáneo, recibió en su pequeña oficina unas fotocopias. Era el dictamen de una fiscalía alemana archivando la causa con Klaus Barbie por crímenes contra la humanidad.
En ese momento podrían haber tirado la toalla, pero los Klarsfeld no se resignaron. Comenzaron una campaña en varios frentes. Sabían que necesitaban esfuerzo, paciencia e imaginación. Hicieron presentaciones judiciales en Alemania y en Francia. Sabían, también, que esto no se dirimía sólo en el plano legal. Debían alertar a la opinión pública.
La primera tarea fue movilizar al pueblo de Lyon. Si la gente que había sufrido las atrocidades perpetradas por el jefe de la Gestapo local no se quejaba e indignaba, difícilmente le hicieran caso los tribunales alemanes. Necesitaban que los franceses los acompañaran. Montaron una campaña similar en Múnich.
Beate Klarsfeld luego viajó a Perú. Alertado por sus amigos poderosos, Barbie huyó y volvió a Bolivia. Sentía al país del Altiplano como su refugio. La protección era doble: la que le brindaban sus amigos poderosos y la de la ley. Al ser ciudadano boliviano no podían extraditarlo a Francia pese a sus condenas previas en ausencia.
Los militares bolivianos le recordaron a la señora Klarsfeld que tenía visa de turista y que por lo tanto no podía movilizar a nadie ni utilizar la prensa. De todas maneras ella se las ingenió para hacer saber que esa persona a la que todas llamaban Altman era en realidad Klaus Barbie. Los diarios publicaron la noticia. El ambiente se enrareció para Barbie, muchos de sus protectores se hicieron a un lado por temor a perder sus negocios y terminó preso por una denuncia añeja por defraudación y estafas varias. A pesar de eso, los pedidos de extradición siguieron siendo denegados.
Sin importar el peso de las evidencias, él negaba ser Barbie. No lo admitía ante ninguna persona. Seguía firme con su coartada de Altman. Ladislas de Hoyos, un reconocido periodista francés, logró ingresar a la cárcel a entrevistarlo. Para eso tuvo que sobornar desde secretarios de estado hasta guardia cárceles. Con las cámaras prendidas y ante el detenido, de Hoyos comenzó un diálogo difícil y trabado. Barbie dijo no saber francés (pese a que múltiples testigos afirmaban que lo hablaba a la perfección, casi sin acento) y se expresaba en alemán. Se mostró indignado de que creyeran que era un asesino de masas. El periodista desplegó una estratagema efectiva. Le mostró fotos de algunas de sus víctimas, de sus oficinas de trabajo en Lyon y de sitios en los que había perpetrado alguna de sus matanzas. El hombre seguía negando. Cuando le exhibieron la de Jean Moulin, el líder de la Resistencia asesinado por él, Barbie tomó la foto, la inspeccionó con desdén y afirmó con firmeza que nunca en su vida había visto a ese hombre. El periodista francés no se inmutó. Había conseguido lo que quería. Lo más evidente: las imágenes de Barbie, mucho más nítidas que la foto granulosa en un diario, con sus gestos y su tono de voz. Cuando la entrevista se emitió por la televisión francesa, cientos de televidentes llamaron al canal y a los juzgados para asegurar que ese hombre era Barbie. Lo habían reconocido. Imposible olvidar al verdugo de sus seres más queridos.
Pero hubo un ardid que desplegó de Hoyos, confabulado con los Klarsfeld, que fue decisivo: en las fotos Barbie había dejado sus huellas digitales. A partir de ese momento le fue imposible negar su verdadera identidad.
Un año después, un periodista argentino logró también ingresar a la cárcel a conversar con Barbie. Alfredo Serra, enviado de la Revista Gente, logró que confesara su pasado nazi y su intervención en Francia. Barbie no se mostraba arrepentido y pregonaba su inocencia. Decía que él sólo había obedecido órdenes y ejecutado actos normales en una guerra. “En la guerra todos matan. No hay buenos ni malos. Soy un nazi convencido. Admiro la disciplina nazi. Estoy orgulloso de haber sido comandante del mejor cuerpo del Tercer Reich. Y si volviera a nacer mil veces, mil veces volvería a ser lo que fui”, se vanagloriaba. Sabía que la coartada Altman había muerto.
A pesar de su reconocimiento, de que ya no hubiera dudas sobre su identidad, al poco tiempo quedó en libertad y siguió relacionado con las cúpulas de los distintos gobiernos de la dictadura boliviana que desoía los pedidos de extradición que llegaban de Europa. En 1983 con el retorno de la democracia, su protección se terminó. Hernán Siles Suazo ordenó que fuera puesto a disposición de la justicia.
Finalmente Klaus Barbie, el Carnicero de Lyon, fue deportado. Tendría que rendir cuentas ante la justicia francesa. Habían pasado más de cuarenta años desde la caída del imperio nazi.
El juicio concitó gran atención. Comenzó en 1987. Las víctimas pudieron contar sus casos, ser oídas. Una de ellas, fue Simone Lagrange.
En el juicio, el testimonio de Simone fue contundente y desgarrador. Se enfrentó al monstruo que destruyó a su familia y contó paso a paso cada una de las acciones que había sufrido y presenciado.
Barbie fue defendido por Jacques Vergés, un célebre penalista francés. Vergés utilizó el argumento que popularizó Eichmann, el de obedecer las órdenes, sin importarle lo ineficaz que había mostrado resultar. Pese a la atención descomunal que había originado la causa, las sentencias previas y el cúmulo de pruebas que los medios habían mostrado, la habilidad del abogado fue tal que por varias semanas logró cambiar el centro de atención. Con sus preguntas y con las teorías que instalaba en medio de los cuestionamientos a los testigos, el defensor instaló la idea de la falibilidad de la Resistencia Francesa y atacó el mito de las gestas heroicas. Habló de debilidades, delaciones, malas decisiones y hasta traiciones. Los jueces cada tanto debían recordarle que el proceso versaba sobre otro asunto. También alegó que lo que hicieron los nazis en Francia era lo que por siglos había hecho Francia; nada más que una típica conducta colonialista y que el país nunca había condenado sus propias conductas.
En las audiencias, a Barbie se lo vio sereno. Sostenía su inocencia y se mostraba cínico y sobrador. Además del proceso con las debidas garantías, gozaba de otra ventaja respecto a sus víctimas. Sabía que no lo matarían: en Francia estaba abolida la pena de muerte.
Ese juicio fue un gran triunfo para los Klarsfeld y su perseverancia. No abandonaron nunca su búsqueda. Ellos fueron siempre delante de la justicia y la obligaron a actuar. Difundieron el caso, movilizaron a los tribunales, viajaron a Bolivia para encontrarlo, lo identificaron, pidieron su extradición, lograron expulsarlo y aportaron pruebas en el proceso. Se enfrentaron a la indiferencia y a la complicidad de varios.
La habilidad de Vergés para desviar la atención, previsiblemente, no bastó. Los crímenes de Barbie fueron condenados. Lo encontraron culpable de más de trecientos asesinatos y de miles de deportaciones. Los casos de los 44 niños y del Último Tren fueron los que mayor atención se llevaron. Varios de los crímenes que cometió no fueron juzgados porque habían prescripto. Evitó la horca pero no una condena perpetua.
Murió en prisión el 25 de septiembre de 1991 a causa de una leucemia. Tenía 77 años.