El último harakiri: el célebre escritor japonés que se suicidó en un ritual sangriento para llamar la atención de la sociedad

Yukio Mishima se mató en el despacho de un importante general nipón. Quería rescatar el honor del Imperio luego de la derrota de la Segunda Guerra Mundial. El pedido póstumo y las palabras de su madre

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Yukio Mishima se suicidó mediante
Yukio Mishima se suicidó mediante la técnica llamada Seppuku, un ritual de los guerreros japoneses que se realiza a través de la apertura del vientre, también es conocido como Harakiri.

Es la mañana del 25 de noviembre de 1970. Yukio Mishima escribe, con su lapicera de siempre, una breve esquela, la última, que deja sobre su escritorio, al lado del manuscrito de la novela: “La vida es breve, pero yo deseo vivir para siempre”.

Después coloca con prolijidad, a su lado, el manuscrito definitivo de su última novela, La corrupción de un ángel, con la que completa la ambiciosa tetralogía El mar de la fertilidad. Es la fecha en que había comprometido la entrega al editor.

Tiene 45 años y es la mayor celebridad de Japón, después del emperador Hiroito. Nadie –que no hay tenido categoría divina- es más conocido que él en esas tierras. Es un escritor prestigioso y una especie de personaje mediático –grave pero espectacular-: cada una de sus intervenciones públicas concita muchísimo interés. Tiene el físico cincelado y formó una fuerza paramilitar que ya tiene cien hombres. Añora el Japón imperial. Vende decenas de miles de ejemplares.

Luego se viste con el uniforme de la Sociedad de los Escudos –su fuerza paramilitar- que él mismo diseñó: dos filas de botones, colores vivos, diseño fastuoso, imperial. Cuatro de sus acólitos lo pasan a buscar. Se dirigen al despacho del general Kanetoshi Mashita, Comandante en Jefe del ejército japonés. Tienen una cita concertada a las once de la mañana. El general Mashita le concedió la reunión haciendo lugar en su agenda: era un honor recibir a tal celebridad.

Después de los saludos formales, Mashita alaba el vestuario de sus visitantes. Se sorprende al ver que Mishima porta, colgando de su cintura, una katana del siglo XVI. Pide verla. Es un arma bella y única, digna de admiración. Al inclinarse contra la luz para admirar el brillo de la hoja filosa es amarrado por la espalda por los jóvenes acompañantes de Mishima. Lo maniatan y lo amordazan. Mishima expone sus exigencias. Pide que se reúnan en el patio del edificio todos los soldados, caso contrario matarán al general Mashita.

Su verdadero nombre fue Kimitake
Su verdadero nombre fue Kimitake Hiraoka. Se hizo conocido como​ Yukio Mishima. Fue fue un novelista, ensayista, poeta, guionista, dramaturgo y crítico japonés

Una vez reunidos los soldados, Mishima se dirige a ellos montado sobre la balaustrada de un balcón del primer piso. Los soldados no escuchan la arenga. Abuchean, insultan, se ríen. La arenga debía durar treinta minutos. A los cinco minutos Mishima desiste y reingresa al despacho de Mashita. No debe demorar más su cometido. Mishima se quita la chaqueta y se arrodilla en el suelo con el torso desnudo. Los ojos de Mashita se desorbitan. Los cuatro acólitos de Mishima ocupan sus lugares. El rito va a comenzar.

Celebridad

En ese entonces Yukio Mishima- de quien hoy se cumple el centenario de su nacimiento- tenía 45 años y era el escritor más exitoso de Japón. Había publicado 40 novelas, 20 libros de cuentos, alrededor de 20 ensayos y 18 obras de teatro. Había dirigido, escrito y actuado varias películas. Sus obras se leían con devoción en Japón y se difundían profusamente por el mundo.

Su popularidad era descomunal. Un año antes había sido serio candidato al Premio Nobel, que finalmente fuera concedido a uno de sus mentores, Yasunari Kawabata, quien dijo de Mishima: “Un genio literario como el de Mishima la humanidad sólo lo produce cada dos o tres siglos”. Sin embargo, el acto por el que obtuvo más repercusión fue posterior a todo eso. Ocurrió el 25 de noviembre de 1970. Fue su acto final.

Cuatro años antes de esa fecha, Mishima (su verdadero nombre era Kimitake Hitaoka) había creado un ejército de 100 hombres jóvenes, Tate No Kai, la Sociedad de los Escudos. Una fuerza paramilitar, a la que el ejército japonés permitió formarse y manifestar públicamente en virtud de la notoriedad de su fundador.

En Japón pensaron que se trataba de otro acto extravagante de Mishima, un hombre acostumbrado a provocar impacto en la opinión pública. La Sociedad de los Escudos tenía como fin proteger al Emperador, no como una mera guardia personal. Su finalidad era más profunda: el retorno al Japón imperial, al respeto de las tradiciones, al del orgullo no negociable. Querían restaurar plenamente la dignidad imperial, recuperar al ejército. Reinstalar el honor.

Las últimas palabras de Mishima,
Las últimas palabras de Mishima, que repitió tres veces, fueron: Larga vida al Emperador (EFE)

“La hipocresía del Japón de posguerra me provoca náuseas” escribió Mishima al cumplirse un año de la fundación de la Sociedad. Y definió a su milicia personal: “La Sociedad de los Escudos es un ejército en situación de espera. Imposible saber cuándo llegará nuestro día. Acaso nunca, tal vez mañana. Hasta entonces, permaneceremos en posición de firmes. Nada de demostraciones en las calles, ni de carteles, ni de discursos públicos, ni de cócteles Molotov o pedradas. Hasta el último y peor momento nos negamos a cometer estos actos. Porque somos el más pequeño ejército del mundo y el más grande por su espíritu”.

A cada miembro de la Sociedad se le entregaba una copia del Hagakure, tratado japonés del siglo XVIII, que define el espíritu samurai. Dos frases subrayadas: “Esperar cada día la muerte para que cuando llegue el momento, poder morir en paz”, “Morir con el pensamiento cada mañana y ya no temerás morir”.

En julio de 1970, Mishima publicó en el diario de mayor tirada de Japón un texto breve titulado Mis últimos veinticinco años. “En estos veinticinco años he perdido una a una mis esperanzas. Si hubiese concentrado mis esperanzas en desesperar, tal vez habría conseguido algo más –escribe Mishima en el párrafo final-. Cada día crece más en mí la certeza de que, si nada cambia, Japón está destinado a desaparecer. En su lugar quedará, en una punta del Asia extremo-oriental, un gran país productor, inorgánico, vacío, neutral y neutro, próspero y cauto. Con los que consideran que ello puede ser tolerable, prefiero ni siquiera hablar”.

Mishima creía en la posibilidad de otro Japón. Del Japón milenario. En el que el emperador era de origen divino. Le hace preguntarse a uno de los personajes de una de sus novelas más politizadas (Las voces de los muertos heroicos) qué sentido tuvieron las muertes de los kamikazes ordenados por un dios si apenas seis meses después ese dios ordena el final de la guerra y, además, ese dios ya no es un dios, se declara mortal. El personaje se pregunta “¿Por qué el emperador se ha convertido en un hombre?”.

Otra clave la da la anécdota con la que elige cerrar el discurso en la celebración del primer aniversario de la Sociedad de los Escudos. Estando en un cuartel, Mishima participó de la instrucción militar. Al finalizar el día, se reunió en su barraca con algunos jóvenes soldados. Uno de ellos sacó de un bolso una antigua flauta y se puso a tocar. Una música tenue, bella, melancólica. Antigua. Había sido compuesta en el siglo XI, en la época del Genji Monogatari. Escuchó absorto esa música. Y tuvo entonces la impresión que el Japón de la posguerra nunca existió. “En esa música se hacía realidad la feliz y perfecta armonía entre la elegancia y la tradición guerrera. Era exactamente eso lo que mi alma había buscado desde hacía muchos años”.

La noche anterior, la del 24 de noviembre de 1970, Mishima la pasa despierto. Da los últimos toques a su última novela. Llama a dos periodistas amigos, los convoca al cuartel del ejército para la mañana siguiente, sin darles mayores explicaciones. Escribe varias cartas. En una de ellas, dirigida a uno de sus fieles, le pide que vista a su cadáver con el uniforme del Ejército de los Escudos, con guantes blancos y una espada en la mano. Y que lo fotografíen, para “mostrar que muero no como un hombre de letras, sino como un soldado”.

En 1970 cuando se mató,
En 1970 cuando se mató, Mishima era la segunda celebridad de Japón, solo superado por el emperador

También escribe cartas para sus traductores: “Tras meditarlo concienzudamente durante cuatro años, he decidido sacrificarme por las viejas y hermosas tradiciones del Japón, que desaparecen velozmente, día a día. Esta es mi última carta. Le deseo una vida muy feliz”.

Se mira una vez más al espejo. Sus músculos marcados, el abdomen con los abdominales bien visibles, los muslos imponentes, la espalda ancha. Los ojos se llenan de lágrimas, aprieta la mandíbula y cae de rodillas contemplando su imagen por última vez.

Volvamos a la maña siguiente, a la del 25 de noviembre, al despacho del ahora perplejo general Mashita. El rito va a comenzar.

La ceremonia

Mishima blande en el aire la espada centenaria. Dos dedos de la mano izquierda masajean una zona del estómago. El cuerpo se balancea ritualmente. Por allí, con un suave silbido al atravesar el aire, ingresa el filo acerado. Mishima pronuncia sus últimas palabras: “¡Tenno heikai Banzai¡” (“¡Larga vida al emperador!”). Tres veces lo repite. Tensa el tórax. Y pega un grito gutural. Sordo, heroico, grotesco.

Uno de sus acompañantes, según lo planeado, debe completar la tarea: decapitar a su jefe. Fracasa en los dos primeros intentos. Los nervios le abarrotan los brazos, las lágrimas no le permiten ver con claridad, la posición del cuerpo de Mishima, volcado contra el piso del despacho, hace que la punta de la espada choque contra el suelo. El tercer intento tampoco prospera. La sangre inunda la alfombra. Otro de los milicianos del Ejército del Escudo le quita la espada de las manos temblorosas. Con decisión corta la cabeza de su jefe. La cabeza de Mishima rueda por el piso del despacho del comandante en jefe del ejército japonés.

El ritual no concluyó. Falta otra muerte. Otro Seppuku. El del segundo de la milicia, el que falló en terminar la tarea de rematar a Mishima. Sigue los mismos pasos. Otra cabeza rueda. Los tres sobrevivientes sufren en silencio. Contienen las lágrimas. Deben vivir para brindar testimonio. Ese es su sacrificio: resignar el honor de morir.

El general Mashita, ya sin la mordaza, también cumple con su parte en el ritual. Se inclina hasta lo que sus ataduras se lo permiten y con solemnidad pronuncia la oración budista para los muertos: “¡Namu Amida Butsu!”. Así terminó su vida Mishima. Así decidió terminarla. Lo planeó durante, al menos, cuatro años. El tiempo que se tomó para terminar su tetralogía. Los años en que formó su ejército. Ya no vivía en el lugar que quería. La que él pensaba que era la Tierra Noble. Fue su manera, la única que concebía, de intentar restituir el honor y la dignidad perdidos.

“La vida es breve, pero
“La vida es breve, pero yo deseo vivir para siempre”, escribió Mishima horas antes de suicidarse

“Aquel suicidio no fue, como creen los que nunca han pensado en tal final para sí mismos, -escribió Marguerite Yourcenar– un brillante y casi fácil gesto, sino un ascenso extenuante hacia lo que aquel hombre consideraba, en todos los sentidos de la palabra, su fin propio”.

Las exequias fueron multitudinarias. Habían pasado veinticinco años desde los últimos Seppukus llevados a cabo tras la rendición en la Segunda Guerra Mundial. La última actuación de Mishima había sorprendido y desagradado a muchos. Sin embargo, la gente concurrió en masa a despedir a su autor más celebrado. La madre del escritor pidió a sus amigos que no estén tristes. “Por primera vez en su vida ha hecho lo que deseaba hacer. Fue su día más feliz”, dijo la anciana con tranquilidad oriental.

La mujer de Mishima, antes de que cerraran el cajón, colocó en una de las manos del cuerpo la lapicera preferida del escritor; en la otra, empuñaba una espada. En los presentes, aún resonaban las últimas palabras públicas de Mishima, esa frase final que dijo mientras se retiraba del balcón desde el que les habló a los soldados que se burlaban de él, minutos antes del Seppuku: “Creo que no me han entendido bien”.

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