La fecha para la lectura del fallo había sido cuidadosamente elegida por los propios jueces de la Cámara Federal de modo que las sentencias a los integrantes de las juntas militares de la dictadura estuvieran en la tapa de todos los diarios al día siguiente, 10 de diciembre de 1985, Día Internacional de los Derechos Humanos y también a dos años exactos de la recuperación de la democracia en la Argentina con la asunción del presidente radical Raúl Ricardo Alfonsín.
En el país se vivían días de tensión, con rumores sobre la supuesta preparación de un golpe de estado en el que estaban comprometidos unos doscientos militares, en actividad y retirados. Por eso el gobierno había decretado el estado de sitio, una medida que muchos consideraban exagerada y, quizás -como esos rumores- una jugada política del gobierno radical. Sin embargo, la “inquietud en los cuarteles”, como se solía escribir en los medios de la época, existía y se cristalizará un año después con la primera intentona de impunidad de los “carapintadas”.
Esa era la situación cuando la tarde del lunes 9 se abrió la sala del Palacio de Tribunales. En el estrado se sentaron los seis jueces de la Cámara Federal de la Capital Federal: León Carlos Arslanián, Jorge Torlasco, Ricardo Gil Lavedra, Jorge Valerga Aráoz, Guillermo Ledesma y Andrés D’Alessio. A su derecha se ubicaron el fiscal Julio César Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo. En los banquillos de los acusados, los miembros de las tres primeras juntas militares: los generales Jorge Rafael Videla, Leopoldo Galtieri y Roberto Viola; los almirantes Emilio Massera, Armando Lambruschini, Jorge Anaya y los brigadieres Orlando Agosti, Omar Graffigna y Basilio Lami Dozo. Ocho de ellos habían sido defendidos por abogados particulares, solo Videla decidió ser representado por un defensor oficial.
Unos días antes, el 20 de noviembre, se habían cumplido 40 años del Juicio de Núremberg a los criminales de guerra nazis. Aquel había sido un “tribunal especial” designado por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra; en cambio, el que ahora dictaría sentencia contra los máximos responsables militares de los crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura -y no en el marco de una guerra sino de una represión ilegal, clandestina y despiadada- era un tribunal ordinario.
Eran las 17:50 cuando el titular del tribunal -cuya presidencia había sido rotativa durante las audiencias juicio- acomodó el micrófono que tenía delante. Enfundado en un traje oscuro, con camisa blanca y corbata a rayas oblicuas de tres tonos, León Arslanián demoró unos segundos más en empezar a leer la parte dispositiva de la sentencia.
Habían pasado siete meses y 17 días desde el inicio del juicio, el 22 de abril, pero para llegar hasta ese momento el recorrido había resultado largo y, por momentos, sinuoso.
Testimonios del horror
Raúl Alfonsín había prometido en la campaña electoral de 1983 que se iba a juzgar a los dictadores y, en la primera semana de mandato, estableció que el juicio a los responsables de las violaciones a los derechos humanos lo realizaría el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas y que la instancia de apelación debía ser la Cámara Federal de la Capital. Para que eso sucediera se tuvo que modificar, luego de una ardua negociación en el Congreso, el Código de Justicia Militar. No fueron pocos los diputados y senadores que se opusieron, para ellos la represión de la dictadura estaba justificada.
En septiembre de 1984, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas comunicó a la Cámara Federal que no iba a emitir sentencia en la causa que se había iniciado en diciembre de 1983. Fue entonces que la Cámara Federal tomó el control del juicio y ordenó que el Consejo Supremo le enviara las fojas del expediente, que eran miles.
La fiscalía presentó 709 casos y la Cámara Federal examinó 282. En el desarrollo de la parte testimonial se escuchó a 833 testigos: 546 hombre y 287 mujeres, de los cuales 64 habían sido o eran militares, 15 periodistas, 13 sacerdotes y 12 extranjeros. Durante esos días, los testimonios de los sobrevivientes de la represión ilegal hicieron conocer por primera vez a muchos argentinos -y al mundo entero- la magnitud del infierno montado por la dictadura con sus centros clandestinos distribuidos por todo el país.
Resulta difícil seleccionar un testimonio para dar cuenta de lo que se vivió en la sala del tribunal a medida que iban declarando testigos y sobrevivientes del plan sistemático de represión ilegal perpetrado en la Argentina. El cronista prefiere, entonces, recordar las impresiones de Jorge Luis Borges luego de asistir a una de las audiencias, en la que declaró un sobreviviente del campo clandestino de detención y exterminio de la Escuela de Mecánica de la Armada.
Víctor Basterra declaró el 22 de julio de 1985, exactamente al cumplirse tres meses del inicio del juicio. Su testimonio era muy esperado porque durante su cautiverio lo habían destinado a sacar fotografías para falsificar documentos. Arriesgando su vida diariamente, comenzó a hacer copias de las fotos de cada uno de los represores a los que les falsificaban los documentos. Cuando lo empezaron a llevar su casa para visitar a su familia, las fue sacando ocultas entre sus ropas. Eso permitiría después identificarlos.
Antes de relatar eso, Basterra contó las condiciones en que sobrevivían cotidianamente los secuestrados en la ESMA. Esto es parte de su testimonio:
-¿En qué condiciones estaba? ¿Atado, engrillado? – le preguntó uno de los jueces.
-El estado en que uno se encontraba en esos momentos era con una capucha puesta en la cabeza, esposado y con grilletes en las piernas. Eso era permanente, para sentarse había que llamar al guardia, si lo permitía. Yo recuerdo que tenía mucha sed y hacía mucho frio, y le pedí al guardia que me trajera agua, por favor, y el guardia dijo: “¿Así que vos querés agua?”, y me tiró un jarro de agua encima de las ropas. Era permanente un trato así, denigratorio y violento - respondió.
Sentado en la sala del tribunal, Jorge Luis Borges lo escuchaba horrorizado. “He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. He escuchado a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico pero el hombre hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz”, escribió pocos días después para exorcizar su espanto en una columna que publicó uno de los diarios de mayor tirada del país y que fue reproducida en todo el mundo.
El alegato de Strassera
En septiembre llegó la etapa de los alegatos. El de la fiscalía, para cuya lectura se fueron turnando Strassera y Moreno Ocampo, comenzó el 11 de septiembre y por primera vez todos los acusados debieron estar juntos en el tribunal, para escucharlo. Strassera comenzó a hablar poco después de las tres de la tarde, una vez que hubo ordenado sus papeles y tras acomodarse los anteojos de marco grueso que utilizaba para leer. Su voz sonó firme cuando dijo: “La comunidad argentina en particular, pero también la conciencia jurídica universal, me han encomendado la augusta misión de presentarme ante ustedes para reclamar justicia (…). Pero no estoy solo en esta empresa. Me acompañan en el reclamo más de nueve mil desaparecidos que han dejado, a través de las voces de aquellos que tuvieron la suerte de volver de las sombras, su mudo pero no por ello menos elocuente testimonio acusador”.
Con el número de “más de nueve mil” se refería solo a los casos recogidos por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y no a la totalidad de desapariciones forzosas perpetradas por la dictadura. Además, Strassera señalaba dos cuestiones centrales: la excepcionalidad de lo que se estaba juzgando y la magnitud de las violaciones de los Derechos Humanos cometidas en el marco del plan sistemático de represión ilegal perpetrado por la dictadura. Y no solo eso: calificaba a los delitos de genocidio, una caracterización que -aunque en ese momento no se supiera- abriría un camino judicial y sería decisiva en el futuro.
La lectura terminó el miércoles 18 de septiembre, cuando Strassera cerró su alegato con una frase que ha quedado grabada para siempre en la memoria de varias generaciones de argentinos: “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.
Cuando terminó de decirlas, la sala arrancó un aplauso cerrado que pareció no querer acabarse y desde las bandejas también llovieron vivas a los fiscales e insultos a los genocidas que empezaban a retirarse. Varios periodistas vieron a Viola levantar la cabeza hacia las bandejas y mover los labios para decir algo que fue posible leer: “Hijos de puta”.
La “cocina” del fallo
La Fiscalía pidió la condena de las juntas como tales, es decir, imputar los hechos año por año a quienes las integraban en cada momento, pero los miembros del tribunal no aceptaron esa tesis. “Para noviembre, los seis jueces ya tenían una definición de cómo encararían la sentencia (…). Ricardo Gil Lavedra, durante las audiencias, había creado un sistema distinto para resolver el problema central: lo llamó ‘el colchón’. Era la forma que permitiría finalmente condenar a los excomandantes en forma separada. A cada general, brigadier o almirante le imputarían solamente los hechos cuya prueba indicaba la participación de su fuerza”, escribe el periodista y abogado Pablo Llonto en su El juicio que no se vio, un libro indispensable para conocer la cocina del Juicio a las Juntas.
Cuando comenzaron a evaluar las pruebas y discutir las penas, los magistrados no estaban de acuerdo en la magnitud de las condenas que aplicarían. Con el correr de los años se supo que, entre los seis, Gil Lavedra y Ledesma eran los partidarios de producir las sentencias más duras. Sin embargo, en un juicio que estaba siendo seguido en todo el mundo, ninguno de los magistrados quería dar la imagen de un tribunal dividido: las decisiones debían ser unánimes.
Lograron el acuerdo final al mediodía del 8 de diciembre en una escena que solo se conoció años después y que es toda una nota de color. “Si en diciembre de 1985 nos hubiésemos enterado de que las penas y las absoluciones de los excomandantes juzgados en el Juicio a las Juntas se resolvieron sobre una servilleta de la pizzería Banchero, una extraordinaria historia habríamos conocido. Pero ni el más avezado periodista se enteró ni vio a los seis camaristas reunidos el domingo 8 de diciembre en el local de los inventores de la fugazza con queso (…) entre muzzarela y fainá (decidieron) no brindar al mundo la sensación de un tribunal dividido. En otro momento histórico, seguramente la condena hubiese contado con votos en disidencia”, relata Llonto.
El día de la sentencia
La mañana del lunes 9, el presidente Alfonsín levantó mediante un decreto el estado de sitio. Ni él, ni los jueces, ni la mayoría del arco político querían que la transparencia del juicio se viera empañada por una medida que restringía libertades. Además, la lectura de la sentencia iba a ser transmitida en vivo y el directo por televisión. Visto en desde hoy parece algo lógico, incluso de manual, pero contradecía la decisión que había impedido poner en pantalla todo el desarrollo del juicio, un síntoma más de los temores que reinaban por entonces en un país donde gran parte de la población recién se iba enterando de los crímenes dictatoriales: por desconocerlos o por haber mirado hacia otro lado para no verlos.
El inicio de la lectura de la sentencia estaba previsto para las 17:30, pero otro hecho, que tuvo como protagonista a Hebe de Bonafini y que también forma parte de la historia de ese día, demoró el comienzo. La entonces presidenta de Madres de Plaza de Mayo -cuando la agrupación aún no se había dividido- lo recordó así: “Nos habían dado una sola entrada así que fui yo. No les gustaba que me pusiera el pañuelo porque decían que era un símbolo político, y yo respondía: ‘¿Cómo, los milicos entran con la gorra y yo no puedo entrar con el pañuelo?’. Entonces me había llevado varios pañuelos porque pensé que me los iban a sacar, así que cuando ingresé me puse el pañuelo, y ahí noté que me cuestionaban porque me decían que no empezaba el juicio hasta que no me sacara el pañuelo. Moreno Ocampo y Strassera vinieron a hablarme, a pedirme que por favor, que me quitara el pañuelo, yo me lo saqué y se lo llevaron, pero como me había puesto uno entre la bombacha y la pollera, saqué ese otro pañuelo y me lo puse. Pero ahí de nuevo todos los organismos estaban en contra nuestra y decían que no permitíamos que empezara la audiencia, y no era así, no era que nosotras no lo permitíamos, eran ellos que no querían empezar. Entonces al final llegamos a un acuerdo, me lo puse arriba del pecho y les dije: a la primera absolución me levanto y me voy”.
Cuando se terminaron de leer las sentencias hubo sensaciones encontradas en todo el país. Videla y Massera fueron condenados a reclusión perpetua e inhabilitación absoluta con accesoria de destitución; Viola fue penado con 17 años de prisión y a inhabilitación absoluta perpetua con la accesoria de destitución; Lambruschini fue condenado a 8 años de prisión y a inhabilitación absoluta perpetua con la accesoria de destitución; y Agosti recibió 4 años y 6 meses de prisión y a inhabilitación absoluta perpetua con la accesoria de destitución. Omar Domingo Rubens Graffigna y Arturo Basilio Lami Dozo fueron absueltos porque asumieron la comandancia después que se cerrara el único centro de detención de su fuerza. Leopoldo Fortunato Galtieri y Jorge Isaac Anaya fueron absueltos porque no se pudo demostrar que personal a su cargo siguiera cometiendo alguno de los delitos del sistema ilegal de represión implementado cuando ellos asumieron el poder.
Cuando Arslanian comenzó a leer las absoluciones, empezando por Graffigna, parte de la sala estalló. “No terminó de decirlo cuando advirtió la puteada y el revuelo. Se dio cuenta de que allí estaba, una vez más, Hebe con el pañuelo de las Madres en la cabeza (…) Vinieron tres absoluciones más. La mayoría del público emitió como un bufido de disgusto (…). Las cuatro absoluciones habían ocasionado un efecto como el de un escupitajo”, cuenta Llonto. Juicios posteriores, a partir de nuevas pruebas y testimonios, demostrarían la responsabilidad de los absueltos, que también serían condenados. Por eso en aquel momento hubo muchos argentinos pensaron que el tribunal había hecho el juego de “una de cal y otra de arena”, una sentencia “salomónica” con la que brindaban impunidad a cuatro de los máximos responsables del Estado Terrorista.
Han pasado 39 años de la sentencia del Juicio a las Juntas, un día que hay quienes en la Argentina de hoy quisieran que sea olvidado o que quedara cristalizado en esa historia que se enseña como un pasado que nada tiene que ver con el presente. Es todo lo contrario, porque fue el primer hito del camino sinuoso, con avances y retrocesos, que llevó a poner a los ojos del mundo -y de buena parte de la sociedad argentina- el genocidio cometido por la última dictadura, muchos de cuyos responsables todavía acechan desde las cárceles donde cumplen sus penas y algunos pretenden sacarlos.