
Había sido educado como un rey. Pero duró solo 325 días en el trono. Eduardo VIII resignó su poder y privilegios para poder casarse con la norteamericana Wallis Simpson. Una mujer doblemente divorciada. El rey de Inglaterra la había hecho su amante y se había enamorado perdidamente.
Cuando salió a la luz el romance, la prensa se ocupó de castigar a la norteamericana, tildándola de bruja, lesbiana, hechicera sexual, espía nazi. También se mencionó un informe, el Expediente China, que aseguraba que ella había aprendido brujería y prácticas sexuales durante su estancia en ese país.
David de la casa Windsor de Inglaterra -tal su nombre original- creció como el primer hijo del rey Jorge V y estaba destinado a sucederlo. Mientras su padre agonizaba, él ya salía con la estadounidense Wallis Warfield -tal su apellido de soltera- que había nacido en Pensilvania y estaba todavía casada en segundas nupcias con Ernest Simpson, de quien adoptaría el apellido. Ni la familia real, ni el Parlamento británico veía con buenos ojos aquella relación de David con una mujer que, además de todo, hacía gala de un estilo de vida muy particular.
Al morir su padre, en enero de 1936, el príncipe asumió el trono como Eduardo VIII pero renunció diez meses después y antes de ser coronado, tras recibir una carta del secretario de la Casa Real, en la que le confirmaba que el Parlamento no aceptaría su casamiento con Simpson.

“Quiero que sepan que jamás olvido mi país, ni este Imperio que como príncipe de Gales y como rey serví fielmente. Tienen que creerme cuando les digo que sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo me resultaría imposible cumplir con mis deberes de rey”, aseguró Eduardo VIII en su discurso de abdicación, el 11 de diciembre del mismo año.
“¡Maldito imbécil!!”, dicen que le dijo Wallis entonces, que siempre lo había tratado de convencer de que diera batalla. Como fuera, asumió Alberto, su hermano menor, recordado por la firmeza con la que dirigió los destinos de Inglaterra durante la guerra y se sobrepuso a su tartamudez. Aquel que adoptó el nombre de Jorge VI y reinó hasta su muerte, en 1952, para dar paso a su hija, Isabel II.
Antes de verse obligado a abdicar, el rey se había comunicado con Baldwin, el primer ministro, para comunicar su deseo de convertir a Wallis Simpson en su consorte, una vez concluido el trámite de divorcio. El rechazo fue inmediato. La iglesia estaría en contra, por su condición de gobernador supremo de la iglesia de Inglaterra. Y el pueblo inglés tampoco aceptaría una mujer divorciada por partida doble.
La pareja se casó un 3 de junio de 1937, en el castillo de Candé, cerca de Tours, en Francia, prestado por un multimillonario. Ningún miembro de la familia real estuvo allí presente, por orden de su hermano, el nuevo rey Jorge VI. Solo asistieron sus amigos íntimos. Fueron 16 personas en total.

Ella llevó un vestido hecho por un diseñador estadounidense llamado Main Rosseau Bocher, más conocido como Mainbocher. Era de crepe de seda, fluido, en un tono azulado, que luego fue bautizado como “azul Wallis”. Un estilo completamente diferente al de cualquier vestido de novia miembro de la realeza, con solían ser más cargados y suntuosos. El diseño era cerrado al cuello. En la cabeza no llevó tiara. Lució un tocado con plumas hecho por la sombrerera Caroline Reboux. Para la elección de joyas fue sobria. Y elegante, por sobre todas las cosas. Llevó un brazalete que le había regalado su flamante esposo y el anillo de boda.
Ambos se exiliaron en París y en su casa de Bois de Boulogne, los duques de Windsor -ella había accedido al título- se dedicaron a hacer sociales con empresarios, científicos, diplomáticos y políticos de Europa y Estados Unidos.
Mientras Wallis daba rienda suelta a sus habilidades para entretener, en Inglaterra llovían las críticas por el despilfarro en joyas, pieles y vestidos, además de los hoteles. El duque se empeñaba en que su esposa luciera como una reina y le hacía regalos de joyas espectaculares de firmas como Cartier, por ejemplo. Uno de los aspectos más negativos fue que ambos simpatizaban con Adolf Hitler. Y eso explica porque la familia real nunca le dio a Wallis el título de Alteza Real, a pesar de los pedidos de David.

La nueva duquesa era dueña de un estilo muy personal. Era amiga de grandes modistos y las revistas de moda se inspiraban en ella, que a su vez posaba para producciones impactantes, como Vogue, llevando su pelo trenzado, joyas de oro con zafiros y rubíes, y guantes. Nunca se la vio con el pelo suelto. Lo llevaba con raya al medio y delicadamente sujeto, con un chignon. No era una gran belleza, pero captaba todas las miradas. The Guardian dijo: “puede que Wallis no sea la mujer más bella del mundo, pero podía compensarlo siendo la mejor vestida”.
El duque murió de un cáncer de garganta en 1972 y fue enterrado en el cementerio de Windsor, mientras Wallis se negaba a seguir el cortejo en el mismo carruaje que Isabel II, reina y sobrina del difunto.

Wallis murió catorce años después, senil y muy sola. Y fue enterrada junto a su marido, ante la presencia de la soberana. No tuvieron hijos. “Todas las ciudades del mundo deberían hacerle un monumento a Wallis Simpson”, solía decir Winston Churchill para referirse a la mujer que “salvó a Inglaterra del desastroso rey que hubiera sido Eduardo VIII”.
David fue ícono de las renuncias al trono por amor. Sin embargo, aquello que los unía era mucho más intrincado que una relación sentimental. Dominación, lujuria y tiranía son algunos de los adjetivos que hoy -y entonces- definen al vínculo entre la socialité norteamericana y el heredero al trono británico.
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