
Ese muchacho de estatura mediana, de espaldas anchas, cara redonda, frente amplia y de nariz un tanto hundida debido a un puñetazo recibido por un aprendiz, había ido a contramano a los deseos de sus padres Francesca di Neri di Miniato del Sera y Ludovico di Leonardo di Buonarroti di Simone. Ya desde niño -era el segundo de cinco hermanos- ellos tenían otros planes, deseaban que se formase en gramática y nadie se explica cómo pudo evadirse de la imposición paterna.
Miguel Ángel Buonarroti nació en el castillo de Caprese, en la Toscana, cerca de Arezzo cuando aún no había amanecido el 6 de marzo de 1475. Fue criado por una nodriza que era esposa e hija de cinceladores: “Tomé de la leche de mi nodriza los cinceles y el mazo con los que hago las figuras”, escribió.
Resignado, su padre firmó un compromiso mediante el cual lo mandaba a lo del maestro Ghirlandaio por tres años, pagando 24 florines, para que aprendiese a pintar. Eso sí, le solicitó que se le abonase doce libras a cuenta del salario de su hijo. Ghirlandaio, viendo las condiciones de Miguel Ángel, lo hizo sin vacilar.
Aún así, los padres le advirtieron que estaba tomando el camino equivocado. El tiempo demostraría lo contrario: fue arquitecto, escultor y pintor, pero además poeta, sabía de música, ciencias y fue un estudioso de la anatomía, a la que le dedicó doce años de su vida.
Domenico y David Ghirlandaio eran los mejores pintores florentinos de la época. No cumplió los tres años en este taller y comenzó a frecuentar el jardín de San Marcos, de los Médicis, donde se nutrió de la colección de esculturas que allí se atesoraban.
Estudió detenidamente la anatomía del cuerpo humano gracias a los cadáveres que le conseguía el prior del convento de Santo Espíritu. Su primera gran obra fue la Virgen de la Escalera y luego se lució con La batalla de los centauros. Cuando a los 20 años esculpió Cupido Durmiendo, le aconsejaron que la avejentase para que pareciese antigua y se vendiese mejor. Y así fue.

Cuando Lorenzo de Médicis falleció, Miguel Ángel se fue a Roma, donde se convertiría en un famoso artista. Esculpió a Baco y tenía solo 23 años cuando se dedicó a darle forma a una de sus obras más célebres, La Piedad, que completó un año más tarde. Entre 1501 y 1504 talló El David.
Dejó la ciudad de Roma en abril de 1506 más que contrariado. El Papa Julio II había dado marcha atrás con el proyecto de su propio mausoleo por el que le hubieran pagado la fortuna de diez mil ducados. Sería un monumento de quince metros de alto con cuarenta estatuas tamaño natural. No solo lamentaba el tiempo que había perdido de mayo a diciembre del año anterior cuando estuvo en Carrara buscando las mejores piezas de mármol, sino que le adelantaron que no le pagarían el dinero que había invertido.
El propio artista describió la cancelación como la mayor tragedia de su vida, en donde había puesto todo su empeño. La decisión exacerbó su mal carácter, y mientras mascullaba su rabia camino a Florencia, el Sumo Pontífice debió enviarle cinco mensajeros para convencerlo de regresar, ya que lo quería sí o sí para otros planes que tenía entre manos: la decoración de la bóveda de la Capilla Sixtina.
El Papa Sixto IV, elegido en 1471, había hecho demoler lo que entonces era la vieja cappella magna y mandado a construir una nueva, que pasó a ser conocida por su nombre, Sixtina. Ahora con Julio II el Vaticano estaba superpoblado de obreros: por un lado Bramante reconstruía la basílica de San Pedro y Rafael se ocupaba de los frescos en las habitaciones papales.
Miguel Ángel sospechó de la propuesta papal. Creyó que los otros artistas habían persuadido al Pontífice de contratarlo, sabiendo que no era ducho en la técnica de los frescos. Porque a pesar que la conocía, aún no la había practicado, ya que la mayoría de sus obras eran esculturas.
Como no le creían que a sus 24 años había creado La Piedad -encargada por el cardenal de Saint Denis, embajador francés ante la Santa Sede- incluyó una especie de cinta que cruza el pecho de la virgen, en la que grabó “Miguel Ángel Buonarroti, florentino, lo hizo”, algo de lo que se arrepentiría. Quince años más tarde, la obra Moisés, pensada para el sepulcro de Julio II, guardaba una marca del martillo que supuestamente le había arrojado al terminarla al grito de “¡Habla!”, por el realismo que había logrado. Aunque se sostiene que fue un invento para disimular un error de uno de sus aprendices.
La Capilla Sixtina
El primer proyecto que pensó para los 500 metros cuadrados de bóveda de la Capilla Sixtina, que era el de concentrarse en las figuras de los apóstoles, no lo convenció. Renegoció el contrato con el Papa, quien le dio vía libre al artista para que echara a volar su imaginación y decidió incluir casi 300 figuras humanas. Pintó desde la Creación del mundo hasta la vigilia de la Encarnación del hijo de Dios.

Había tenido un duro comienzo. Porque además de preparar la pared, la mezcla que usó para luego pintar arriba no se adhería lo suficiente como consecuencia del clima romano. Con el correr de las semanas aparecieron manchas de moho en la representación del Diluvio Universal, que subsanó cuando logró dominar la técnica del fresco. En septiembre de 1510 ya estaba la mitad de la bóveda realizada.
Ángeles sin sastres
Julio II, también conocido como el Papa Guerrero o el Papa Terrible, que se comportaba más como un jefe de Estado que como cabeza de la Iglesia, estaba impaciente, y concurría a preguntarle una y otra vez cuándo finalizaría. Hasta dicen que en una oportunidad llegó a pegarle al artista con un palo. Es que Miguel Ángel debió suspender un tiempo el trabajo porque enfermó y por un viaje pendiente a Bolonia y Florencia.
El monumental trabajo de la bóveda fue descubierto el 31 de octubre de 1512. La primera misa con los frescos fue la del Día de Todos los Santos. El resultado final de la obra que le había demandado cuatro años, dejó sin palabras a todos, despertó gran asombro y recibió una catarata de elogios.
Sin embargo, hubo una queja. La de Biagio De Cesana, maestro de ceremonias en el Vaticano. Le comentó al Papa que era inconcebible que los santos apareciesen desnudos. Cuando el Pontífice le pidió a Miguel Ángel que lo enmendase, le contestó que los santos no tenían sastre. De todas maneras, se ordenó que se colocasen gasas para tapar los sexos. El artista no olvidaría esta observación.
Volvería a Roma en septiembre de 1534. Julio II había fallecido en febrero de 1513; vendrían León X, Adriano VI, Clemente VII y luego Pablo III, que lo nombró en septiembre de 1535 pintor, escultor y arquitecto del palacio apostólico. Le encargó que pintase el Juicio Final.
Cuando representó a Minos, el rey de los infiernos -que puede apreciarse abajo a la derecha- lo hizo con grandes orejas de burro y con una serpiente enroscada en su cuerpo, que muerde los testículos del monarca infernal. Minos tiene el rostro de Biagio De Cesana.

Inmortalizado su rostro para toda la eternidad en el Juicio Final, el prelado fue a quejarse al Papa, quien se encogió de hombros. Le explicó que si lo hubiese dibujado en el Purgatorio, algo podría haber hecho, pero que resultaba imposible sacarlo del infierno.
Buonarroti no se casó ni tuvo hijos, y estudiosos de su vida remarcan la cercana relación que tuvo con el joven Tommaso Cavalieri, ya sexagenario, y también cultivó una profunda amistad con Vittoria Colonna, de familia noble y con sólidos conocimientos de arte y literatura.
Sus últimos años los pasó como arquitecto de la Basílica de San Pedro. Si bien vivía como una persona humilde, tenía una importante fortuna, que no estaba en el banco, de los que desconfiaba.
Falleció el 18 de febrero de 1464. Sepultado en la iglesia de los Santos Apóstoles, su sobrino, temeroso de alguna represalia contra sus restos, los trasladó en secreto a Florencia, ocultos entre bultos de ropa. Allí descansan en la nave derecha en la Basílica de la Santa Cruz. Tiene tres esculturas que representan a la pintura, la escultura y la arquitectura.
Cuando revisaron su casa cercana al Foro Trajano, descubrieron que debajo de su cama guardaba unos ocho mil ducados en oro que, trasladados a los valores actuales, serían varios millones de dólares. Fue uno de los artistas más ricos de su época. Y de los más geniales también.
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