
La infancia de Diego Berazadi tuvo la libertad de los días sin rejas ni pantallas. Jugaban a los bicivoladores y construían refugios en los árboles, esos templos improvisados donde el tiempo se detenía. En los bordes del barrio, entre terrenos baldíos y casas a medio hacer, las excursiones eran expediciones con brújula y mapas dibujados a mano para no perderse.
Cada palo era una lanza, cada zanja un río por cruzar. Hoy, cuando lo cuenta, a veces duda si exagera. Tal vez la memoria le juega una broma. O tal vez no. Pero no, dice, eso pasó a solo veinticinco kilómetros del Obelisco. Lo que antes era campo hoy cuesta imaginarlo: para encontrar esa misma libertad habría que manejar más de cien kilómetros hasta que aparezcan las primeras chacras.
De aquellos días le quedó la costumbre de mirar el sol para orientarse, de trazar rutas de escape imaginarias, de amar los mapas y lo desconocido. Su brújula interior nació en esas tardes, pero también en las páginas de Julio Verne y Emilio Salgari, donde aprendió que el viaje empieza mucho antes de partir. A veces —dice— viajar es planificar, imaginar, desear. Sentir que el cuerpo todavía no se movió, pero el alma ya está en camino. Esta es la historia de un niño que soñó con surcar el mundo, retratarlo con imágenes y que después de los 50 empezó a hacerlo.

El comienzo de la pasión por las fotos
Diego Berazadi nació el 8 de junio de 1972. Tiene 53 años y vive en Buenos Aires con Karin, su compañera de toda la vida. Tienen dos hijos: Tomás, de 23, y Lucas, de 19. Fue Tomás quien lo empujó —sin saberlo— a mirar el mundo con otros ojos. Le mostró a los fotógrafos de naturaleza cuando Diego todavía no sabía qué era Instagram. Desde entonces, dice entre risas, se devuelven favores cruzados: él lo inició en los viajes, su hijo lo llevó a descubrir la mirada.
La cámara llegó como una excusa, un instrumento para salir al aire libre, como quien lleva una caña de pescar o una bicicleta. Pero terminó siendo una varita mágica. De chico soñaba con ser documentalista de National Geographic, y con el tiempo entendió que podía jugar de grande a lo que quería ser cuando era chico.
Lúdico, azaroso, guiado por un norte imaginario. Sin prisa, pero sin pausa. Empezó fotografiando fauna —pájaros, sobre todo, porque son los que más abundan— con una frase que lo acompañó desde el principio: “Todo lo que hago lo hago para sacarle una foto a un puma en libertad.”

Y sucedió. Antes, viajó al Pantanal en busca del yaguareté, el felino más grande de América, y después a África, donde lo deslumbraron los animales y, sobre todo, las personas. Cuando creyó que el ciclo de los animales había terminado y estuvo a punto de guardar la cámara, se encontró con el costado humano de ese continente. Vio fotos por todos lados. Entró en una especie de éxtasis: no entendía lo que le pasaba, pero supo que algo se había abierto en su mirada.
De regreso a Buenos Aires, comenzó a estudiar con el fotógrafo Guillermo Giagante y descubrió lo que llama el acto fotográfico: salir a sacar fotos al subte, el que pasa justo debajo de su departamento; mirar el mundo como si tuviera siempre la cámara en la mano. “Veo la vida en fotos”, dice. A veces dispara con el celular, otras simplemente mira.

El aprendizaje fue el que debía ser: hacer los palotes, entender la velocidad, el ISO, la apertura. Aprender del error, de los otros, de Google y de la intuición. Porteño al fin, empezó por la Reserva Ecológica Costanera Sur, siguió por la de Vicente López, por el río, por las lagunas cercanas.
En cada lugar, agrandó el círculo y encontró nuevas amistades. Se rodeó de gente buena y generosa, fotógrafos que le enseñaron y con los que aprendió a mirar. En uno de sus grupos, el más entrañable, los compañeros tienen entre 68 y 82 años; él es el benjamín. En otro, comparte salidas con dos jóvenes de 21, la misma edad que sus hijos. Entre ellos se enseña y se deja enseñar. “Yo oficio de pater —dice—, pero ellos me explican cómo usar Instagram.”
Recuerdos desde el África
El viaje a África fue el que Diego había soñado desde que veía los documentales en la tele de solo cuatro canales: 7, 9, 13 y 11. ‘La Aventura del Hombre’ siempre en primer plano, y cualquier otra posibilidad que apareciera para pescar algo de mundo. Primero estuvo el Pantanal, el humedal más grande del mundo, ubicado principalmente en Brasil y extendiéndose a Bolivia y Paraguay junto a un grupo de fotógrafos. Desde allí llamó a su mujer y le dijo: “Tenemos que ir ya a África los cuatro”. Sería la experiencia de sus vidas.

En casa, todos compartían la fascinación por los animales y los viajes. Como padres, sentían orgullo por haber enseñado casi todo su país a los hijos, que habían heredado ese entusiasmo. Pero África los desbordó: la conexión innata de sus gentes con la naturaleza, la Gran Migración que cruza Kenia y Tanzania sin muros ni alambres, la armonía entre hombre y animal, la valentía de un niño que cuidaba cabras y espantaba hiena a piedrazos sin pensar en matar.
Los colores de sus ropas y sus cantos, perfectos en la teoría del color y en la armonía vocal sin que nadie se los enseñara, lo enloquecieron. Cada escena era un descubrimiento antropológico y estético que Diego prometió repetir.

La búsqueda del puma
Durante tres años, Diego persiguió un sueño que había nacido con su cámara: fotografiar un puma en libertad. No era un capricho, sino la concreción de una frase que lo acompañaba desde el inicio de su viaje fotográfico: “Todo lo que hago lo hago para sacarle una foto a un puma.”
Cada salida, cada viaje a reservas y parques nacionales estaba guiado por ese objetivo, una mezcla de paciencia, respeto y fascinación por el felino más esquivo de Argentina. El encuentro ocurrió en Santiago del Estero, en un día que él jamás olvidará. Diego había ido a fotografiar osos hormigueros, con la cámara lista y la atención puesta en cada movimiento del bosque, cuando de repente apareció. El puma caminaba con calma, silencioso, como si se hubiera presentado en el momento exacto para él.
Diego sintió adrenalina y asombro, y todo el esfuerzo de los años se condensó en aquel instante. Disparó su cámara sin perder un segundo, mientras su compañero registraba la escena en video.

La foto salió perfecta, y con ella llegó la emoción: un sueño cumplido, un deseo largamente acariciado hecho realidad. Para Diego, ese momento fue mucho más que la viralización o el reconocimiento; fue la prueba de que la paciencia, la preparación y la pasión podían abrirle puertas al mundo.
Recordó haber pensado: “Se terminó, se cumplió el deseo. Gracias, puma, por este regalo de la vida. ¿Y ahora qué?” Esa imagen se convirtió en un hito personal, una lección de suerte, disciplina y conexión con la naturaleza que comparte hoy con todos los fotógrafos amigos: “Que la suerte te encuentre siempre con la cámara en la mano.”
Huellas de infancia y primeros mapas
La pasión de Diego por explorar y descubrir nació en familia. Su papá, Pepe, y su mamá, Silvia, lo llevaban desde bebé a recorrer el Parque Nacional Nahuel Huapi, acampando en Colonia Suiza, Bariloche. Diego recuerda el olor de las coníferas y los coihues, el viento patagónico y la sensación de dormir bajo la lona de una carpa mientras su padre manejaba fumando dentro del auto. Hoy, con ambos fallecidos por problemas de salud en los últimos años, esos recuerdos toman un valor doble: “Vi a mi generación anterior no llegar tan bien, y eso me hizo valorar cada instante y cada aprendizaje que ellos me dejaron”. A los siete años, su abuelo porteño le regaló un atlas.

Los nombres de lugares remotos —Amazonia, Yukón, Siberia, África, Polo Norte— lo transportaban a mundos posibles. Y más tarde, Raúl Chiesa y sus viajes con Fundación Vida Silvestre dejaron una marca indeleble: “Ver cómo alguien podía dedicarse a cuidar la naturaleza y sus animales me cambió la cabeza. Fue algo que me impactó sin que él siquiera lo propusiera”. Después de casi 40 años sin verlo, logró contactarlo y lo invitó a comer, agradeciendo personalmente la huella que había dejado en él.
La chispa en la pandemia
El detonante llegó con la pausa de la pandemia de COVID-19. Diego tuvo la fortuna de no perder seres queridos y de que su economía resistiera. Pero sentado frente a la ventana, mirando el mundo desde su departamento, a punto de cumplir 50, se preguntó: ¿Esto es todo? ¿Así será para siempre?

El síndrome del nido vacío, el tiempo disponible, y la coincidencia de dinero y salud lo empujaron a tomar decisiones meditabundas, entre risa y lógica: eligió la cámara como excusa para salir de nuevo a la naturaleza, para reconectar con el afuera.
El silencio de 2021 lo obligó a conversar consigo mismo. Al principio, la charla no fue amable, pero pronto armó un proyecto a largo plazo con su propio yo. No hubo miedo ni resistencia. No era un cambio de rumbo radical, sino retomar lo que había dejado: familia y trabajo ordenados, atención a la salud y al bienestar. Entrenamientos con profesionales que lo empujaban bajo lluvia y frío extremo, ajustes médicos hasta llegar a una intervención cardíaca en mayo de 2022, diez días antes de su cumpleaños: “No estaba dispuesto a empezar mis próximos 30 años con este temita”, dice, con la mezcla de humor y determinación.

En el día a día, el trabajo sigue siendo la rutina necesaria; los viajes no son baratos, y los equipos menos. Pero Diego tiene un norte claro: seguir explorando, planear los fines de semana con amigos, proyectar nuevas aventuras fotográficas y mantener su Instagram como un registro de pasiones diversas: el estudiante de periodismo que comenzó la carrera, el publicista que la terminó, el marketinero, el vendedor y hasta el disc jockey de la adolescencia.
Lo que antes era un canal unidireccional con sus hijos se transformó: ahora comparten conversaciones, reels de animales, noticias de otros fotógrafos y consejos sobre cómo subir historias. Sus hijos lo retan cuando escribe con letra grande —“porque es de viejo”— y él lo acepta con humor: para ellos, sí, es viejo… pero bien llevado.
El proyecto y la brújula de la vida
Su objetivo principal hoy es recorrer todos los parques nacionales pendientes y completar las provincias que aún no conoce, Malvinas, la Antártida, un proyecto que tomará tiempo, paciencia y planificación. Lo hará disfrutando cada kilómetro, sin apuros ni carreras, sabiendo que los viajes compartidos suman experiencias y compañeros, y que cada proyecto tiene su ritmo.

“Nada de andar corriendo”, dice; para el que mira sin mirar, la tierra es tierra nomás. Y siempre, hay un puma en la vida de cada uno: ese que hace soñar despierto, que emociona, que acelera los latidos y los despertares. Cada quien sabe cuál es ‘su puma’.
Fotografía como meditación y legado La fotografía se volvió un proceso transformacional: se fotografía como se es y cómo se siente, con cafés, libros y conversaciones acumuladas a lo largo de la vida. “Siento profundamente el estado de meditación cuando hago fotos de naturaleza”, dice Diego, y cuando conecta con la mirada de un animal, un segundo puede contener toda una vida. Para él, la fotografía es devolver algo al mundo, una manera de honrar talentos y gratitudes. Cuatro años después de iniciar este viaje —diciembre de 2021—, el balance es total ganancia.

El legado para sus hijos ya está construido. Junto con su mujer, les enseñó casi toda la Argentina, les mostró que un proyecto se puede iniciar y cumplir. Quiso que vean cómo encaró sus años con responsabilidad y felicidad, sin dejar de vivir apasionadamente, sin herir a quienes más ama.
A su yo de 20 años le diría: “No te preocupes por todas las caídas. Te vas a levantar, y esos errores te llevarán a donde estoy hoy. No lo cambiaría por nada, ni siquiera por la foto de un puma.”
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