
En Colonia Caroya lo conocen todos. Camina lento, pero firme, por las calles anchas y arboladas del cordobés famoso por sus salames. Tiene 104 años y, hace unos días, fue noticia porque quiso votar y no pudo. En el padrón ya no estaba. Él, que votó toda su vida. Pero lo que empezó como un reclamo se volvió otra cosa: una conversación sobre el tiempo, la historia y la memoria. Ocho mil argentinos tienen más de cien años, y uno de ellos es Oscar D’Olivo. Cuando habla se oyen todavía los ecos de un país que fue, que quiso ser y que sigue intentando serlo.
Habla de su pueblo como quien habla de una patria pequeña. Entre recuerdos de salames de picado grueso y vecinos que aún dejan las puertas sin llave, Oscar dibuja el mapa moral de Colonia Caroya. Luego, el diálogo se acomoda hacia su historia política.
—¿Usted votó siempre hasta ahora?
—Toda mi vida he votado. En la última elección, hará un año y pico, voté sin problema. Y ahora me hicieron lío. Dijeron que no figuraba en el padrón. Es la primera vez que me pasa. Vengo de una familia radical. Mis hermanos mayores eran dirigentes. Yo, cuando joven, tenía ideas del socialismo, pero el socialismo de antes, que era distinto. Los personajes de hoy son baratitos —dice, y ríe—. Pausa. Respira.
—Yo te digo la verdad: iba a votar a Milei. Quería que el país se enderezara. Yo vengo de una época en que el dólar valía un peso con veinticinco centavos.

Don Oscar tiene antepasados italianos y eso se relaciona con la historia del lugar. Colonia Caroya nació de un gesto político y de una promesa cumplida. Nicolás Avellaneda, cuando todavía era un joven estudiante del Colegio Monserrat, pasaba los veranos en una estancia cercana. Años más tarde, ya presidente, quiso devolver algo de aquella tierra que lo había albergado. Siguiendo el consejo de su primo Nemesio González, fundó una colonia con riego y convocó a agricultores italianos para poblarla. Así, el 15 de marzo de 1878, llegaron las primeras familias friulanas al pie de las sierras cordobesas.

Con ellas desembarcaron los oficios, la lengua, los rezos y una forma de entender el trabajo que aún persiste en las calles, en las viñas y en los sótanos donde se curan los salames. Ese salame —grueso, de textura rústica, con aroma a historia— se volvió emblema del lugar. No solo por su sabor, sino porque guarda en cada loncha la memoria de los inmigrantes que trajeron el frío del Friuli y lo mezclaron con el sol de Córdoba.
La conversación se mueve como un péndulo entre la política y la nostalgia.
—¿Se acuerda de la primera vez que votó?
—Hace ochenta años. Estaba Yrigoyen. Mirá de quién te hablo —dice—. Después tuvimos al doctor Illia, de Cruz del Eje, un hombre honesto. Lo corrieron porque no podían robar. Tuvimos dictadores, Videla, Massera... Pero el mejor momento fue con Lanusse.
—¿Lanusse?
—La inflación anual era del tres por ciento. Tres. Siete años seguidos. Después lo sacaron, y vino el desastre. Este hombre ahora nos está acomodando un poco, ¿sabés? Bajó la inflación. El país se está volviendo normal.
Oscar no habla de economía: habla de supervivencia. De la manera en que un país puede parecerse a un almacén familiar donde cada gasto debe explicarse. “Así tendría que ser Argentina”, dice más adelante.

—¿Qué es lo más lindo que tiene la Argentina para usted?
—El clima, la gente. En Colonia Caroya vivimos con las puertas sin llave. Es otro mundo. Acá la plata se hace con transpiración, con sacrificio.
Después cuenta su historia familiar. Su padre, Maximiliano D’Olivo, llegó de Italia a los siete años y trabajó desde los 11 en el ferrocarril. “Empezó pelando papas. Después lo ascendieron, fue intendente cuatro veces, siempre con honestidad. En aquellos tiempos los concejales estaban orgullosos de serlo. Venían de puro patriotismo.”
Oscar fue el menor de 14 hermanos.
“Mi madre, Catalina, hizo las cosas bien —dice—. Ocho mujeres y seis varones. Cuando me tocaba estudiar, mi padre se había fundido por la sequía. Me dijo: ‘para vos no hay estudio, quedate en el negocio conmigo’. Así empecé, y fue duro: el que sacaba plata tenía que explicar en qué la gastaba.”

—¿Qué negocio era?
—Un almacén. Después, mayorista. Vendíamos alimentos. Hacíamos operaciones con Buenos Aires, traíamos madera de Inglaterra.
Los recuerdos se suceden como si pasaran por una pantalla de televisión antigua. “Inauguraron la televisión color y vino Mariano Mores. Me invitó a bailar con mi señora. Un honor.” Y enseguida, otro salto en el tiempo: “Tengo una foto con Fangio. Comimos un asado juntos. Tengo también camisetas de Dybala. Tres. Una por cada año desde que cumplí noventa y nueve. Todas firmadas. Dybala es como Messi —dice con una sonrisa—, solo que el padre lo maneja de otra forma.”

En algún momento, me pregunta en dónde trabajo. “¿Para qué medio es la nota?” “Es para Infobae”. Oscar se endereza, su tono cambia:
—Infobae está en la cumbre. Ha marcado un camino limpio, que ayuda al periodismo a hacer las cosas bien. Mis felicitaciones para el director y para vos. Si Dios quiere, el 18 de enero cumplo 105. Espero llegar.
La conversación se ablanda cuando nombra a su esposa.
—Estuve casado 65 años con María Enriqueta. Una gran mujer. Falleció hace ocho años. Tuvimos cuatro hijos: dos mujeres, dos varones. Ocho nietos y cinco bisnietos. “La familia es lo más grande —dice—. Mis hijas estudiaron, mis hijos siguieron en el comercio.”
La charla vira al cine, al fútbol, a los ídolos.
—¿Se acuerda cuando debutó Mirtha Legrand?
—Sí, sí. La escucho seguido. Tengo buena memoria para los viejos y también para los nuevos —dice, y se ríe.
—¿Hizo algún deporte?
—Fui delantero, número nueve.

—¿Y el mejor jugador argentino de todos los tiempos?
—Di Stéfano. Una excelencia. Gran jugador y gran persona. Maradona también, pero no me gustó su vida personal. Ahí están los resultados.
Habla de Boca Juniors, del expresidente boquense Alberto J. Armando, de los almuerzos en el campo. “Tengo la camiseta de Talleres, me la regaló el presidente. Me invitó a comer con dos obispos, uno católico y otro judío. Yo respeto a todos. Soy humilde, pero tengo amistades fenomenales.”

Antes de terminar, la pregunta más vieja del periodismo:
—¿Todo tiempo pasado fue mejor o lo mejor está por venir?
Oscar piensa.
—Han sido años duros, difíciles. Pero nada es difícil si uno se sacrifica. Tengo buena memoria del pasado, pero el presente también es hermoso. La juventud no está perdida. Hay que saber cultivarla. La naturaleza nos dio la materia gris, y hay que alimentarla con estudio. Si la alimentás con cosas buenas, hacés un bien a tu persona, a tu familia, a tu pueblo y a tu país.
Y ahí se queda, en silencio. Con la voz de quien no necesita más pruebas para demostrar que vivir —a veces— también es un acto cívico.
La imposibilidad de votar y la falta de respuestas
Don Oscar aseguró que nunca fue notificado de su exclusión del padrón y solicitó una explicación formal a la Junta Electoral Nacional. Desde el ámbito judicial señalaron que las bajas pueden originarse por errores administrativos o por actualizaciones automáticas de los registros civiles, una situación que suele afectar a personas de edad avanzada.
Consultado por Cadena 3, el secretario electoral de Córdoba, Guillermo Fernández, precisó que los ciudadanos mayores de 102 años deben ratificar su inscripción en el padrón durante los períodos de revisión fijados por la Justicia Nacional Electoral.
La fiesta de la vida
Ahora, a los 104 años, Oscar prepara su próxima fiesta. Dice que será la más grande de todas. “Para seiscientas personas”, aclara, con la misma precisión con la que un almacenero calcula el vuelto. La celebrará cuando cumpla 105, en el mismo pueblo que lo vio nacer y que todavía lo saluda por la calle. Habrá música, vino de la zona, salames colgando en largas sogas y un desfile de amigos que vendrán de todos lados.
“Va a ser un reencuentro con la vida”, dice. Porque en Caroya, como en la memoria de Oscar, la fiesta es también una forma de resistencia.
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