Una doctora en peligro, una luna de miel casi trágica y una heroína inesperada en pleno vuelo

Jacquelyn Lacera regresaba de Hawái cuando su corazón entró en fibrilación. Solo una desconocida se levantó a asistirla, sin garantías ni protocolo, en el momento más crítico de su vida

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(Captura de video- WBAL-TV 11
(Captura de video- WBAL-TV 11 Baltimore)

El avión acababa de alcanzar altitud de crucero cuando Jacquelyn Lacera, médica de familia de Riverside, California, empezó a sentir que algo en su cuerpo no andaba bien. Viajaba en primera clase con su esposo, Leonardo, regresando de lo que había sido su luna de miel en Hawái. Pero lo que debía ser un regreso tranquilo se convirtió, en cuestión de minutos, en una lucha por mantenerse con vida.

“Era un dolor de pecho terrible, un diez sobre diez”, declaró a USA Today. Estaba acostumbrada al sufrimiento físico. Había tenido un hijo. Pero esto era distinto. Un miedo silencioso la invadió al recordar a su hermana, que murió repentinamente de una falla cardíaca a los 37 años. Algo le decía que su corazón estaba repitiendo la historia.

Mientras el resto del pasaje dormía, veía películas o repasaba las postales del viaje, Lacera se levantaba una y otra vez para vomitar en el baño. No sabía cuánto tiempo más podría mantenerse en pie. A medida que el dolor se intensificaba, la sospecha se volvió certeza interna: podía estar sufriendo un infarto en pleno vuelo, a más de nueve mil metros de altura, sin acceso a un hospital, sin asistencia médica inmediata. En el aire, el tiempo adquiere otro espesor. Y para una persona con un corazón en peligro, cada segundo se estira como una cuerda que amenaza con romperse.

El personal de a bordo, al percibir la situación, activó el altavoz: “¿Hay algún profesional médico?”. La llamada, una de esas frases que todos temen oír en medio de un vuelo, fue el punto de inflexión. Porque aunque Lacera no lo sabía aún, alguien estaba por responder.

La aparición de Emily Haley

En la última fila del avión, Emily Haley no se había enterado de la urgencia hasta que su esposo presionó el botón de llamada. Iban con sus hijos, de regreso a Baltimore después de visitar a una tía en Hawái. La voz por los altavoces pidiendo ayuda médica rompió la normalidad del vuelo, y antes de procesarlo del todo, la mujer ya estaba de pie.

Tenía 43 años y más de una década de experiencia en salas de urgencias. Pero esa noche, su conocimiento iba a ser puesto a prueba, sin monitores, sin colegas, sin protocolo hospitalario. Apenas alcanzó a ver a Lacera, sintió que algo estaba muy mal. “Estaba con una máscara de oxígeno, agarrándose el pecho. Cuando dijo que era médica, creo que fue casi peor”, contó después a USA Today. Porque para que un médico pida ayuda, tiene que saber que su situación ya está más allá de su control.

Haley se acercó con rapidez y pidió revisar los signos vitales. Pero lo que debía ser una evaluación rutinaria se volvió un ejercicio de improvisación. El oxímetro y el medidor de glucosa del avión no funcionaban. El estetoscopio estaba torcido, inutilizable. En una cabina presurizada, con equipos defectuosos, tuvo que pensar con creatividad. Usó el Apple Watch de Lacera. Lo que vio la sobresaltó: 220 latidos por minuto. El corazón de la médica estaba desbocado. Se trataba de una fibrilación auricular, una arritmia peligrosa que podía volverse mortal.

Intentó estabilizarla con lo poco que había. Insertó una vía intravenosa sin torniquete. Hizo lo que pudo, pero nada parecía mejorar. “Iba en picada”, diría después. Mientras Lacera perdía fuerza y se recostaba en el suelo, Haley empezaba a contemplar lo impensado: usar el desfibrilador.

Tras sobrevivir a una situación
Tras sobrevivir a una situación límite, las dos profesionales mantienen contacto y alzan la voz por mejores protocolos en aviones. (Imagen Ilustrativa Infobae)

Un instante al borde de lo irreversible

Jacquelyn Lacera estaba en el piso, debilitada, con la mirada perdida. No había anestesia. No había sedación. Solo una médica asistente en medio de un avión nocturno, enfrentada a la decisión de aplicar una descarga eléctrica a una paciente consciente. Una paciente que, además, era colega.

La tripulación, según relató Haley al medio, demoró en entregar el desfibrilador automático externo (AED). El dispositivo, que por normativa debe estar presente en todos los vuelos comerciales de Estados Unidos, no apareció de inmediato. “En el hospital se lleva todo al paciente enseguida”, explicó. Pero allí no era un hospital. Era una cabina de avión a 30.000 pies de altitud.

La enfermera sabía que la descarga eléctrica era dolorosa, más aún en una persona que no estaba sedada. Pero también sabía que no hacerlo podía significar la muerte de Lacera. Eligió actuar. Aplicó el choque eléctrico con el AED. Un grito desgarrador atravesó la cabina. “Estoy segura de que desperté a todo el avión”, expresó Lacera a USA Today.

Para Haley, ese grito fue alivio. Gritar significaba que su paciente seguía viva.

A partir de ese momento, el cuadro comenzó a estabilizarse. Lacera recuperó parte de su conciencia. El ritmo cardíaco bajó. Y aunque faltaban todavía casi sesenta minutos para el aterrizaje, por primera vez en lo que pareció una eternidad, el tiempo dejó de correr en contra.

El aterrizaje, la hospitalización y una segunda oportunidad

Desde el momento de la descarga, cada minuto valía el doble. Haley, aún arrodillada junto a Lacera, intentaba mantenerla estable mientras el avión descendía rumbo a Los Ángeles. Fue un tramo breve en términos de distancia, pero denso, tenso y alargado por la incertidumbre. La enfermera lo resumió luego con una frase precisa: “el vuelo más rápido y más largo de mi vida”.

Una ambulancia esperaba al pie de la pista. Apenas se abrieron las puertas, personal médico ingresó a la aeronave y trasladó a Lacera al hospital. Allí permaneció internada tres días. Sobrevivió. Hoy, después del susto, realiza rehabilitación cardíaca y se prepara para someterse a un procedimiento especializado.

La luna de miel con la que celebraba su nueva vida estuvo a punto de cerrarse con una despedida definitiva. No fue así. Sobrevivió, en parte, por su propia fortaleza física y experiencia médica, pero sobre todo por la decisión de una mujer a la que no conocía y que, en el momento más oscuro, decidió ponerse de pie y actuar.

Lo que nace después del susto

Del caos emergió algo inesperado. Entre la doctora que casi muere y la asistente médica que la salvó, se forjó una conexión. Lo que comenzó como un encuentro fugaz en condiciones extremas se transformó en una relación duradera. Hoy, Jacquelyn Lacera y Emily Haley siguen en contacto. Se escriben. Comparten ideas. Y, sobre todo, comparten una causa.

Ambas han comenzado a alzar la voz sobre las fallas que vivieron a bordo: instrumental que no funcionaba, medicación limitada, equipamiento obsoleto. La intervención fue exitosa no por el sistema, sino a pesar de él. Y eso, dicen, no puede aceptarse como norma.

“La física del vuelo pone a ciertas poblaciones en riesgo”, explicó Haley. Con cabinas presurizadas a niveles equivalentes a 2.100 metros de altura, espacios reducidos, deshidratación y estrés, las condiciones pueden disparar arritmias, coágulos o infartos, sobre todo en pasajeros mayores o con antecedentes. Lacera, con su historia familiar y su edad, era una candidata más vulnerable de lo que imaginaba.