
La historia de la familia Astor es una de esas sagas que parecen extraídas de la ficción, pero que están profundamente ancladas en la realidad.
Es la crónica de un linaje que se alzó desde la nada para convertirse en la dinastía más rica de Estados Unidos, que dominó Nueva York durante generaciones y cuyo nombre quedó grabado en las calles, en los hoteles y en los escándalos.
Todo comenzó con John Jacob Astor, un inmigrante alemán que llegó a América a fines del siglo XVIII sin fortuna, pero con una aguda percepción de los negocios.

Según el libro Astor: The Rise and Fall of an American Fortune, escrito por Anderson Cooper y la historiadora Katherine Howe, Astor encontró su primer gran oportunidad en el comercio de pieles.
Compraba pieles de castor de los nativos americanos a precios irrisorios y las revendía en Londres con márgenes de ganancia de hasta el 800%.

No tenía escrúpulos en sus métodos y, como lo mencionó el propio Cooper en una entrevista con CBS News, utilizaba alcohol para engañar a los indígenas en las transacciones. Rápidamente, su riqueza creció hasta niveles impensados y, cuando el comercio de pieles comenzó a decaer, diversificó su fortuna con una jugada aún más inteligente: el mercado inmobiliario de Nueva York.
Astor compró grandes extensiones de tierra en Manhattan cuando la ciudad todavía estaba en desarrollo. Invirtió en zonas que luego se convertirían en el corazón de Nueva York, como Times Square y la ribera del Hudson.
Según Daily Mail, llegó a poseer casi 300.000 metros cuadrados en Manhattan y, en su lecho de muerte en 1848, se lamentó de no haber comprado más.

Con una fortuna de 30 millones de dólares, el equivalente a más de mil millones en la actualidad, se convirtió en el primer multimillonario de Estados Unidos.
Según Daily Mail, su hijo, William Backhouse Astor, heredó no solo su dinero, sino también su despiadada estrategia de negocios. Ampliando el imperio inmobiliario, se ganó el apodo de “Propietario de Nueva York”.

Sin embargo, el negocio no era limpio. Cooper y Howe explican que los Astor eran considerados auténticos “slumlords”, es decir, propietarios que alquilaban viviendas en condiciones deplorables.
No construían ni mantenían edificios; simplemente arrendaban los terrenos a intermediarios que levantaban edificaciones baratas, sin preocuparse por la calidad.
A los 20 años, las propiedades revertían nuevamente a la familia Astor, lo que los beneficiaba sin necesidad de invertir en mantenimiento.

Mientras miles de inmigrantes vivían hacinados en condiciones insalubres, los Astor aumentaban su fortuna sin restricciones.
Pero la familia no solo controlaba la economía de Nueva York; también dictaba las reglas de su sociedad. En la cúspide de la Era Dorada, la aristocracia neoyorquina estaba regida por Caroline Schermerhorn Astor, más conocida como “Mrs. Astor”.
Según Daily Mail, ella fue quien estableció la famosa lista de “Los 400”, el selecto grupo de familias que realmente importaban en la élite neoyorquina.
Si tu nombre no estaba en esa lista, sencillamente no existías. Mrs. Astor organizaba los bailes más prestigiosos, decidía quién podía ascender en la sociedad y despreciaba a los recién llegados con dinero nuevo. Pero su poder no era absoluto dentro de su propia familia.
Uno de sus mayores enemigos resultó ser su propio sobrino, William Waldorf Astor, quien detestaba su influencia y la manera en que imponía su autoridad sobre la familia.
Según Hever Castle, William Waldorf sentía que su esposa, Mary Dahlgren Paul, merecía el título de “Mrs. Astor”, pero su tía nunca le cedió ese honor. Harto de las disputas familiares y de la exposición pública, tomó una decisión drástica: abandonó Estados Unidos y se estableció en Inglaterra en 1891.

Con una fortuna de 100 millones de dólares, se convirtió en ciudadano británico, compró el castillo de Hever y realizó una enorme restauración.
Su contribución económica a Inglaterra fue tal que en 1917 fue nombrado Vizconde Astor, rompiendo definitivamente los lazos con su país de origen.
Mientras tanto, en Nueva York, la familia Astor seguía ampliando su imperio, pero no estaba exenta de tragedias. John Jacob Astor IV, bisnieto del fundador de la dinastía, se hizo un nombre propio como empresario, inventor y constructor del famoso hotel Waldorf-Astoria.

Sin embargo, su destino no estuvo ligado a sus logros comerciales, sino a una de las tragedias más icónicas de la historia: el hundimiento del Titanic.
Según All That’s Interesting, Astor abordó el barco en 1912 junto a su esposa, Madeleine Talmage Force, quien tenía 18 años, casi 30 menos que él.
Cuando el barco chocó con el iceberg, ayudó a su esposa a subir a un bote salvavidas y preguntó si podía acompañarla, ya que ella estaba embarazada.
Le dijeron que no. Su cuerpo fue recuperado diez días después, junto con un reloj de oro que pertenecía a su familia. En 2024, ese reloj fue subastado por 1.46 millones de dólares.

A medida que avanzaba el siglo XX, la influencia de los Astor comenzó a desplazarse más hacia Inglaterra que hacia Estados Unidos. Nancy Astor, esposa de Waldorf Astor, hizo historia al convertirse en la primera mujer en ocupar un escaño en el Parlamento Británico.
Según Vanity Fair, Nancy no solo era una política feroz, sino también una anfitriona influyente.
El último gran capítulo de los Astor en Estados Unidos lo protagonizó Brooke Astor, la última gran filántropa de la familia. Casada con Vincent Astor, heredó una fortuna millonaria y la dedicó a la caridad, donando grandes sumas a la Biblioteca Pública de Nueva York y a hospitales.
Sin embargo, su vejez estuvo marcada por el escándalo. Según All That’s Interesting, su hijo, Anthony Marshall, fue condenado en 2009 por explotar a su madre y robar millones de su fortuna.
Fue sentenciado a prisión por fraude, aunque pasó poco tiempo tras las rejas debido a su avanzada edad.
Hoy en día, los Astor siguen existiendo, pero su poder ya no es el de antes. En Nueva York, su nombre sigue presente en calles y estaciones de metro, mientras que en Inglaterra, William Waldorf Astor III ostenta el título de Vizconde Astor.
Sin embargo, la dinastía que dominó Nueva York durante más de un siglo, que definió la alta sociedad y acumuló una fortuna inconmensurable, ha visto cómo su riqueza y su influencia se han dispersado con el tiempo.