
“La distorsión de la historia es tan antigua como la historia misma”, defiende Nora Berend. Esta catedrática de Historia Europea de la Universidad de Cambridge conoce bien el poder que pueden llegar a tener los hechos pasados en el presente. Toda buena historia, al fin y al cabo, depende de quien la escribe, aunque muchas veces nos encontramos con que buena parte de la misma ya ha sido construida: somos herederos de una serie de hechos y personajes históricos que marcan el camino, aunque muchas veces, el pasado pueda ser la primera (y más antigua) mentira que nos cuenten.
En España, puede que una de las grandes mentiras de nuestra historia sea la de Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido como El Cid. A lo largo de los siglos, este personaje ha sido utilizado como ejemplo de cristianismo, bondad, valentía y fuerza. Se convirtió, en fin, en un modelo a seguir y en una leyenda fundacional de (la buena) España y sus (buenos) españoles. Sin embargo, desde hace décadas los historiadores han ido desmontando la figura del guerrero más famoso de la Península Ibérica, mostrando una versión real: la de un hombre ambicioso, exiliado y violento; un mercenario que luchó tanto contra los cristianos como contra los musulmanes.
En su nuevo libro, El Cid. Vida y leyenda de un mercenario medieval (Editorial Crítica), Nora Berend se encarga de enmarcar ese nuevo y verdadero Cid para repasar, a su vez, cómo este personaje pudo acabar convertiéndose en leyenda. En el proceso, muestra tanto las complejidades sociopolíticas de al-Ándalus como la influencia de quienes estuvieron junto a Rodrigo Díaz Vivar: desde las mujeres de su familia (mucho más influyentes de lo que se ha destacado) como los monjes que se encargaron, inmediatamente después de su muerte, a construir las primeras versiones del mito. La tarea de la historiadora, entonces, y aunque suene paradójico, es deconstruir la historia: desmontar, capa a capa, la leyenda que muchos han tomado e impuesto como verdadera, para acabar mostrándonos la figura histórica real.

Rodrigo, “un hombre de su época”
Toda historia tiene un buen principio, y esta empieza con una península dividida en diferentes ciudades-estado conocidas como taifas. En el siglo XI, los reinos cristianos del norte, como León, Castilla y Aragón, comenzaban a expandirse a través de incursiones que, más que obedecer a motivos religiosos, en realidad, no eran sino luchas oportunistas y pragmáticas. De hecho, tal y como escribe la propia Berend en su libro, los reyes cristianos “tenían más probabilidades de morir a consecuencia de las hostilidades con otros cristianos que luchando contra los musulmanes”.
Además, tal y como explica la historiadora a Infobae España a través de un correo electrónico, pese a que en teoría en aquella época la religión “no se consideraba una esfera separada de la vida” y por lo tanto dictaba las normas, en muchas ocasiones estas se interpretaban según mejor conviniera. “En la época en la que vivió Rodrigo, el éxito de los saqueos se consideraba un signo del favor de Dios”, pone como ejemplo. “Y, al mismo tiempo, la narrativa eclesiástica de la guerra contra los ‘agarenos’ (los hijos de Agar, es decir, los musulmanes), coexistía con la lucha indiscriminada”.
En ese sentido, en el libro se deja bien claro desde el principio que El Cid, el verdadero, no fue sino “un hombre de su época”: un hombre que nació de la aristocracia (y no de la baja nobleza, como se escribió posteriormente) que, tras servir a Sancho II de Castilla y a Alfonso VI de León y Castilla acabó siendo exiliado por este último después de un ataque no autorizado contra la taifa de Toledo: una ciudad gobernada por los musulmanes que los reyes católicos protegían. Ocho años después, paradójicamente, volvería a ser desterrado por no querer unirse al asedio de la ciudad de Aledo.

Había más de un Cid en España
De este modo, El Cid acabo entrando al servicio del rey musulmán de Zaragoza, al-Muqtadir, como comandante mercenario, lo que muestra hasta qué poco le importaba a Rodrigo Díaz de Vivar el credo de sus amigos y enemigos. Al final, acabó conquistando de manera independiente Valencia, estableciendo un principado independiente de Alfonso VI con aspiraciones, incluso, de fundar su propio reino. Para la conquista, por cierto, contó con musulmanes tanto en la organización como en el ejército, si bien estos le consideraron un “tirano” lleno de orgullo y avaricia. Por aquel entonces, se le empezó a conocer como Campeador, un término relacionado con su “pericia militar” que dejaba clara su maestría en el campo de batalla.
Hablando de apodos, uno de los primeros elementos que ya contradicen la visión mayoritaria de Rodrigo es que este sobrenombre, en realidad, era frecuente por aquellos años. La palabra viene de la palabra árabe sid o sidi, que significa señor. ”Me parece interesante“, destaca Nora Brend al respecto, “ya que demuestra que no se le llamaba ‘mío Cid’ debido a su extraordinario estatus”. Y, sin embargo, la posteridad se ha encargado de añadirle incluso un artículo determinado: El Cid, “elevándolo como si hubiera sido el único”. En lo único que destacó verdaderamente Rodrigo Víaz de Vivar frente al resto fue, tal y como explica la historiadora, “en la lucha y el pillaje, que fue el tema principal de su vida”. Una realidad que está “totalmente en contradicción con el héroe nacional”.

Un héroe rentable
Según los documentos, Rodrigo Díaz de Vivar murió en 1099. Un año antes, sus donaciones a la iglesia ya le habían valido un diploma eclesiástico que lo definía como “salvador cristiano” e invencible guerrero en el campo de batalla. Poco después de su muerte, Valencia cayó de nuevo en manos musulmanas, y su viuda, Jimena, tuvo que trasladar su cuerpo al monasterio de San Pedro de Cardeña, lugar en el que se explotó al máximo su culto, incluyendo una versión en la que el propio aristócrata pidió ser enterrado allí y no en Valencia.
“Fue el hecho de poseer su cuerpo lo que abrió esa vía”, incide Nora Berend. “Como su fama militar condujo a una revisión de su papel, poseer las reliquias de un héroe cristiano era de gran valor”. Así, y dados los apuros económicos del monasterio por aquel entonces, tener “una figura de santidad podía significar tanto tener un patrón de otro mundo como atraer donaciones”. “Podía servir para defender los intereses y las propiedades monásticas, y utilizarse para presionar a los reyes", concluye.
En este punto, la fascinación por El Cid entronca con otro tema de gran interés: la fascinación por sus restos mortales. “Sospecho que el culto medieval a los santos proyecta una sombra muy alargada en Europa; no solo los restos corporales de los santos, sino diversos objetos asociados a ellos”, dice la historiadora. “El interés que despiertan los personajes célebres se extiende a sus pertenencias y, por supuesto, puede haber una configuración más consciente del interés público con algún fin, incluida la ganancia monetaria”.

La ceguera de los historiadores
La leyenda, a partir de ahí, fue en aumento, aunque si hay una pieza fundamental en esta historia sobre la propia historia es la del famoso Cantar de Mío Cid. En este texto, la primera obra poética extensa de la literatura en español y el único cantar épico castellano que conservamos casi en su totalidad, se nos muestra a un héroe cristiano dedicado a la guerra contra el enemigo musulmán. Un vasallo leal, piadoso e invicto que, gracias a sus méritos militares, logra ascender de clase social. Como colofón, es en este poema donde se inventa la conocida Afrenta de Corpes, donde las hijas del Cid son maltratadas por los infantes de Carrión, lo que permite realzar la nobleza del héroe español y su capacidad de venganza justa.
No fue esta la única obra en favor de Rodrigo Díaz de Vivar, y como apunta Nora Berend, tampoco “la más importante en su momento”. “El hecho de que sobreviviera en un único manuscrito sufiere una difusión limitada inicialmente”, subraya. Sin embargo, con la cada vez mayor necesidad de una historia nacional que diera unidad a una naciente España, “su retrato de Rodrigo como vasallo leal, patriota castellano y luchador dedicado a la causa cristiana influyó en la versión de Ramón Menéndez Pidal”, filólogo e historiador clave del siglo XIX y adalid del hispanismo y los estudios de la cultura española. Su versión del Cid a partir del famoso poema medieval fue la que, tal y como apunta la catedrática de Cambridge, “se convirtió en canónica durante mucho tiempo”.
Sin embargo, tal y como no tardaron en advertir algunos historiadores, el ejercicio historiográfico de Menéndez Pidal fue, a todos los efectos, un “blanqueamiento” de la historia. Uno de los más relevantes fue el neerlandés Reinhart Dozy, especialista en temas orientales. Dozy decidió trabajar con diferentes textos árabes que también hablaban de Rodrigo Díaz de Vivar (y que habían sido ignorados hasta entonces) para concluir que, en efecto, el Cid era un mercenario “a veces a favor de Cristo, a veces a favor de Mahoma”. La reacción de Menéndez Pidal fue no solo acusar a Dozy de “cidofobia” y de falta de rigor académico.
“Creo que le cegó la causa que emprendió”, opina Nora Berend, que pese a que se muestra de acuerdo en que parte de los métodos historiográficos de Dozy ya se han superado, esto no quita veracidad a sus conclusiones. Así, Menéndez Pidal “creyó encontrar al protagonista prefecto” para “presentar una solución modélica para la sociedad española en crisis”. “Ningún historiador está libre de prejuicios, ningún historiador puede existir fuera de su tiempo y de su sociedad, y especialmente trabajando sobre un periodo en el que las fuentes son escasas y difíciles de interpretar“, concluye.

El papel de los héroes
El propio Franco favoreció y colaboró en la producción del famoso Cid hollywoodiense de Charlton Heston. Una película en la que, por cierto, Menéndez Pidal actuó como asesor, y en la que las diferencias entre el Campeador y el Caudillo se reducían al mínimo. La propaganda internacional perfecta para un Régimen fundamentado en “la raza” hispánica. Después de todo, no hay sociedad que agradezca referentes e ideales, y de la conocida película de 1961 se pasó a otras producciones que llegan hasta hoy.
“Mucha gente sigue pensando que los héroes son cruciales para las sociedades humanas”, argumenta Nora Berend sobre esto último. " Esto puede verse en la esperanza y la ilusión de que una persona resuelva todos los complejos problemas de una sociedad, y en la forma en que se celebra a quienes actúan con valentía cuando se produce un desastre“. Al mismo tiempo, advierte de su preocupación frente a otro fenómeno habitual a lo largo de la historia: “Las personas que llaman la atención sobre las mayores injusticias y amenazas a las que se enfrenta la humanidad o exigen que se tomen medidas al respecto suelen ser vilipendiadas en su momento y convertidas en héroes tras su muerte, una muerte a veces provocada activamente por la sociedad en la que vivieron”.
De esta forma, unos héroes acaban demostrándose más villanos de lo que se pensaba y, al contrario, quienes fueron denostados por sus contemporáneos acaban demostrándose como personas que contribuyeron verdadera y altruistamente al bienestar de los demás. “La distorsión de la realidad no es en absoluto un fenómeno nuevo, es simplemente la tecnología la que es nueva hoy en día”, coincide Nora Berend. Por eso, y en especial para quienes busquen comprender, siempre a través de pruebas y argumentos, los usos diversos que pueden tener los mitos, la catedrática de Cambridge escribe este libro. “Para quienes gustan de los textos que invitan a la reflexión y valoran el pensamiento crítico. Al mismo tiempo, también para personas a las que les gusta una buena historia, porque creo que las transformaciones del Cid son una historia realmente buena”.
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