Luisgé Martín y su libro sobre José Bretón: cuando capturar la naturaleza del mal y humanizar al monstruo se convierten en un ejercicio tan provocador como fallido

Analizamos el ‘El odio’ (Anagrama) más allá de la libertad de expresión del autor y por qué es una novela parcial supeditada a la única visión del asesino

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Luisgé Martín y su último
Luisgé Martín y su último libro, 'El odio' (Anagrama)

A Luisgé Martín siempre le ha interesado explorar en su literatura el lado más oscuro del ser humano. La mayor parte de sus novelas y ensayos giran alrededor de los tabúes, de todo aquello que se intenta esconder porque resulta insano o reprobable. A través de sus obras ha reflexionado en torno a impulsos tan comunes como los celos o el deseo, casi siempre desde una perspectiva extrema y dolorosa.

De alguna manera, podríamos emparentar en literatura a Luisgé Martín con el fallecido Agustí Villaronga en cine. A ambos les interesaba las raíces del horror y de cómo el hombre puede convertirse en monstruo. Ambos han sido, en ese sentido, creadores tan incómodos como sugerentes a la hora de poner en palabras (o en imágenes) el sentido de la aberración.

Villaronga también se adentró en la mente de un asesino en muchas de sus películas, pero en especial en Aro Tolbukihn, con la salvedad de que, en ese caso, se trataba de una ficción basada en hechos reales y había varias cuestiones que la alejaban del ‘true crime’ convencional: se trataba de abordar el objeto de estudio desde diferentes ángulos y miradas, las mismas versiones dispares que había en torno al personaje.

Un problema de base: el enfoque unilateral

Y este es precisamente uno de los grandes problemas de base sobre los que se estructura El odio de Luisgé Martín. Al autor no le interesan otras perspectivas y opta de manera deliberada por centrarse en la del asesino, en la de José Bretón, el hombre que mató a sus dos hijos, de seis y dos años de edad y los quemó hasta incinerarlos por completo.

Y esto genera algunos problemas. No solo porque la madre de los niños, Ruth Ortiz, ni siquiera estuviera al tanto de la publicación de este libro ni se le hubiera consultado sobre él (algo que perpetúa el daño hacia su persona y la violencia vicaria de la que fue objeto), sino porque resulta imposible alcanzar el conocimiento total de una persona sin ponerlo en el contexto de su entorno más próximo.

Quizás por esa razón, los ejemplos a los que quiere parecerse El odio, y que se encuentran ‘referenciados’ en numerosas ocasiones en el libro (es decir, A sangre fría, de Truman Capote y El adversario, de Emmanuel Carrère) se configuran como relatos de naturaleza poliédrica, dotando de una mayor entidad a aquello en lo que se pretende profundizar.

“El odio” (Anagrama) de Luisgé
“El odio” (Anagrama) de Luisgé Martín

Sin embargo, el propio Luisgé se encarga de subrayar que no le interesa más perspectiva que la del propio Bretón. También reconoce que, inevitablemente podría ser manipulado por él, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de un hombre con una patología narcisista cuyo punto de vista no deja de ser parcial e interesado.

“Lo que yo había tratado de escribir no era la crónica de un crimen o un relato explicativo de motivaciones y actos, sino sobre todo, un retrato oscuro del asesino y una cavilación temerosa acerca de la miseria humana y de los límites de la crueldad”, dice Luisgé en El odio. Sin embargo, las cuestiones que se plantean quedan sistemáticamente en el aire y lo único que hace el autor es dar vueltas constantemente sobre ellas, eso sí, con la habilidad literaria que le caracteriza y con una buena profusión de citas literarias e intelectuales que le sirven para apoyar sus teorías.

Un libro que resulta más vacío que incómodo

El resultado no puede ser en ese sentido más infructuoso. Porque al final, El odio, no deja de ser el relato novelado de la vida de una persona insignificante que terminó ejerciendo el filicidio. ¿Se llega a saber el por qué de esa aberración? No deja de ser una pregunta sin respuesta que ni siquiera tiene sentido hacérsela.

Se ha escrito mucho en torno sobre las fronteras de horror en la pantalla, de hasta qué punto se puede poner en imágenes una cuestión realmente aberrante. También se ha abordado en el terreno de la literatura y en corrientes como el Teatro de la crueldad. El sadismo puede ser una forma subversiva de remover las conciencias, de despertar al espectador o al lector de su abulia existencial.

Nada de eso ocurre en este caso. El odio llega incluso a ser un retrato amable (e incluso entretenido, lo cuál también resulta “algo” problemático) de un hombre desde su infancia y adolescencia pasando por su periplo amoroso, las novias que tuvo y su matrimonio, presentándose como esposo y padre perfecto que, sin embargo, terminó matando a sus hijos.

Luisgé Martín cuando ganó el
Luisgé Martín cuando ganó el Premio Herralde de Novela con 'Cien noches'. DAVID ZORRAKINO - EUROPA PRESS

No sabremos la opinión de sus familiares, de ninguna de esas novias que se mencionan, ni tampoco por qué Ruth Ortiz decidió separarse de él. Solo conoceremos las propias conclusiones a las que llega el escritor a partir de la correspondencia que estableció con el preso durante tres años que le llevará a establecer todo un cúmulo de ‘diserciones’ en torno al impulso homicida primitivo, la lacra del pensamiento ‘heteropatriarcal’ e incluso un cierto sentimiento de piedad por su condición de marginado dentro del sistema.

Luisgé Martín no para de repetirse a sí mismo que su propósito es “antropológico y casi metafísico”. Sin embargo, su propia curiosidad, que no deja de ser la misma por la que miles de personas ven programas del corazón o caen rendidos al género del ‘true crime’, ¿no resulta también sensacionalista? Porque ninguna de sus pretensiones intelectuales se cumple y, lo que queda después de leer El odio es la misma reacción que generan los shows efectistas: la atracción o la repulsa visceral que no lleva a ningún sitio. Y eso, en estos tiempos que corren, todo eso está demasiado visto.

El último capítulo se encarga de transcribir el primer y único cara a cara que se produjo entre el escritor y José Bretón. Se supone que es la primera vez que el asesino confiesa unos crímenes que todo el mundo sabe que cometió él. Por eso, el impacto que provoca es mínimo. Lo único que queda tras la lectura de El odio, es un inmenso vacío.