
Hoy por hoy los vehículos eléctricos están cada vez más presentes. Por una variedad de cuestiones, su adopción ha acelerado recientemente, y son vendidos como lo último en tecnología de transporte. Pero, en realidad, no es así: el primer motor eléctrico llegó en el 1828 de la mano del inventor e ingeniero húngaro Ányos Jedlik, quien más tarde aplicaría su invención a un pequeño modelo de coche. En 1834, el herrero estadounidense Thomas Davenport desarrolló un artilugio similar, aunque se limitaba a rodar en una pista circular electrificada. Pero es Robert Anderson - empresario y químico escocés - quien, en general, es considerado el verdadero “padre” del coche eléctrico: entre 1832 y 1839 trabajó en un prototipo de carruaje tradicional alimentado por celdas eléctricas.
Llegaron más modelos con el paso de los años, pero la limitación de las baterías - que no eran recargables - suponía que los vehículos eléctricos fuesen poco prácticos. No fue hasta 1859 que, de la mano del científico francés Gastón Planté, llegaron las baterías recargables de plomo y ácido, que permitían que los vehículos no tuviesen que estar conectados a la red para circular. Con el perfeccionamiento de esta tecnología por parte del inventor Camille Faure, quien logró aumentar la capacidad de carga de las pilas - y tras la presentación de un triciclo accionado por un motor eléctrico por parte de Trouvé -, en 1888 llegó lo puede considerarse el primer coche eléctrico propiamente dicho: el Flocken Elektrowagen, invento del alemán Andreas Flocken. Con el diseño de una calesa (aquel carruaje que se ve en las películas de época, tirado por caballos y con la caja abierta por delante, dos o cuatro asientos y capota ), cuatro ruedas, un motor de 0,7 kW , una batería de 100kg, y una velocidad máxima de 15 kilómetros por hora.
Los vehículos eléctricos olvidados del siglo XX
Hoy, la movilidad eléctrica está en auge, pero lo dicho: en realidad no es nada nuevo, y la aplicación de esta tecnología no se limitaba a vehículos personales. En el año 1911, se inauguró en Suiza la línea Fribourg-Farvagny, en la que operaban autobuses eléctricos. A comienzos del siglo XX, la región de Gibloux aspiraba a mejorar sus lazos con Friburgo. Entre las opciones barajadas, hubo planes para abrir una línea de tranvía que llegase hasta el barrio de Daillettes; y también un tren directo que enlazase Friburgo y Bulle. Ninguno de estos proyectos llegó a concretarse entonces, lo que animó a buscar otras soluciones: un autobús eléctrico de la empresa austríaca Daimler-Motoren.
Aquello significaba poner en marcha vehículos similares a una diligencia, equipados con un carro que se desplazaba siguiendo una línea eléctrica. “En aquella época, la tracción térmica estaba poco desarrollada”, detalla Helmut Eichhorn, historiador e integrante del Club del Tranvía de Friburgo, en La Liberté. Frente a ello, la tracción eléctrica ya tenía recorrido, como bien mostraba la red de tranvías de la ciudad.
Con la financiación y concesión en regla, la compañía de ómnibus eléctricos Friburgo-Farvagny SA (FF) pudo poner en marcha la línea. El 30 de diciembre de 1911 se celebró su inauguración oficial y el servicio arrancó el 4 de enero de 1912. Inicialmente, el recorrido solamente cubría el trayecto entre Friburgo y Posieux, aunque el alcance se fue ampliando: en 1913, la línea llegó hasta Magnedens y, en noviembre de 1916, completó el trayecto hasta Farvagny.
Aquellos autobuses eléctricos destacaban por su llamativo color rojo oscuro y por su capacidad: 17 personas podían viajar sentadas y otras 7 podían ir de pie. Alcanzaban velocidades de hasta 25 km/h. El sistema, sin embargo, no estaba exento de desafíos técnicos: solo existía una línea eléctrica, por lo que, durante los cruces de vehículos, los conductores tenían que desenganchar la toma y cambiarla de carro. Sobre este punto, Eichhorn cuenta: “Este sistema desmontable provocaba muchos problemas. Los conductores contaban que, en ciertos descensos, la pértiga se soltaba y el carro salía disparado. Tenían entonces que recuperarlo para reconectar el trolebús. Era un sistema muy artesanal”.
Varios desafíos técnicos acompañaban el día a día de la línea. El estado de la carretera, sin asfaltar, y la ubicación de los motores eléctricos - montados sobre los bujes de las ruedas - facilitaba averías continuas, especialmente con los baches y la lluvia, como recuerda Eichhorn. En 1917 se valorizó, por primera vez, la posibilidad de sustituir estos vehículos eléctricos por autobuses de gasolina. La idea no prosperó, según Eichhorn: “Los usuarios se opusieron, ya que valoraban disponer de vehículos iluminados, con calefacción y espaciosos”. Durante aquellos años, llegó a plantearse una prolongación de la línea hasta Sainte-Apolline, pero no se materializó debido a la fuerte pendiente. Para estas pendientes, los vehículos vinieron equipados con una barra trasera pensada para bloquear el vehículo ante posibles retrocesos, aunque ese tramo nunca se abrió al servicio.
La compañía FF tuvo que enfrentarse tanto a dificultades técnicas como a problemas financieros. En 1930, pasó a manos de los Ferrocarriles Eléctricos de la Gruyère (CEG), quienes mantuvieron el servicio de autobús eléctrico dos años más y gestionaron, en paralelo, la línea de autobús entre Farvagny y Bulle. En 1932, ambos trayectos se fusionaron y solo continuaron los autobuses de combustión interna, y más adelante se convirtieron en la actual línea 336, que sigue conectando Friburgo y Bulle por Le Bry, Posieux y Farvagny.
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