
La especie humana pasó siglos – como mínimo – intentando fabricar oro a partir de materiales más comunes. Fue, de hecho, uno de los grandes objetivos de la alquimia, esa mezcla de química, metafísica y ambición que sobrevivió varias culturas antiguas. El núcleo de esta práctica era una idea concreta: si la naturaleza puede transformar unas cosas en otras (sean de mente o de materia), entonces esa capacidad debe poder replicarse. De ahí la obsesión con la piedra filosofal, una sustancia mítica que, según se creía, permitiría acelerar y catalizar el proceso para convertir, por ejemplo, plomo en oro.
En el laboratorio medieval, el proceso era más especulativo que práctico. En principio, al menos, porque no hay prueba alguna de que lo completasen con éxito. Se mezclaban sustancias, se calentaban en alambiques, se trituraban en morteros. Se hablaba de purificación de la materia, de eliminar lo impuro para alcanzar lo perfecto, lo incorruptible. Como el oro, claro. Pero el oro nunca apareció. Faltaban ingredientes, o tiempo, o tecnología. Y lo cierto es que durante siglos la idea se quedó ahí: en libros, teorías y promesas. Hasta ahora.

Sí, se ha transformado plomo en oro. Técnicamente
El escenario de esta “transmutación” ya no es una cámara de piedra ni un laboratorio oscuro, sino un anillo subterráneo de 27 kilómetros de circunferencia en las afueras de Ginebra. Allí funciona el LHC, el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, el acelerador de partículas más potente del mundo. Dentro, una de sus herramientas, el experimento ALICE, ha conseguido lo que ningún alquimista pudo: transformar núcleos de plomo en oro, según informó el propio Centro Europeo de Física de Partículas (CERN).
No hay magia. Solo física extrema. En el LHC, dos núcleos de plomo se lanzan en direcciones opuestas a velocidades cercanas a la de la luz. Cuando se rozan – ni siquiera chocan de frente, es prácticamente imposible –, los campos electromagnéticos que se generan son capaces de arrancar uno, dos o incluso tres protones del núcleo. Y eso lo cambia todo.
El plomo tiene 82 protones. Si pierde tres, se convierte en oro, que tiene 79. Si pierde solo uno o dos, el resultado es talio o mercurio, respectivamente. Para detectar esta producción atómica tan específica, el equipo de ALICE utilizó calorímetros de cero grados, que son detectores ultrasensibles diseñados por el INFN, el Instituto Nacional de Física Nuclear de Italia, en sus sedes de Turín y Cagliari.
Entre 2015 y 2018, sus datos indican que el LHC produjo de esta manera 86.000 millones de núcleos de oro. Que aunque suene a tanto, en peso, en realidad, no es casi nada. Antes de correr a por una cubeta para recoger la recompensa, conviene aclarar un detalle importante: todo ese oro, en conjunto, equivale a 29 millonésimas de millonésima de gramo. Eso. Y ni siquiera dura: los núcleos se destruyen casi de inmediato, chocando entre ellos o fragmentándose en protones, neutrones y otras partículas más pequeñas.
“Los núcleos de oro emergen de la colisión con una energía muy elevada y golpean el tubo del haz del LHC o los colimadores en varios puntos aguas abajo, donde se fragmentan inmediatamente en protones individuales, neutrones y otras partículas. El oro sólo existe durante una pequeña fracción de segundo”, explicó la organización científica.
El resumen del equipo responsable es claro: “Técnicamente, el sueño es una realidad, pero hacerse rico de esta manera sigue siendo una quimera.” Durante siglos, los alquimistas buscaron la piedra filosofal convencidos de que el oro era la forma más perfecta de materia. Hoy, con otra lógica y otra estética, la ciencia ha replicado el proceso con éxito. Pero el oro conseguido no sirve para hacer joyas, ni monedas, ni lingotes. Es, más bien, un símbolo: lo que intentaban los antiguos de transformar una sustancia en otra no era del todo una locura. Solo les faltaba un acelerador de partículas.
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