
Cuando viajas de Zaragoza a Madrid piensas en la suerte de llegar de una ciudad a otra en hora y cuarto. Puedes llegar a tardar más desplazándote por la capital en transporte público que entre dos comunidades. Pero este 28 de abril, un trayecto que partía de Barcelona a las diez de la mañana, nunca llegó a su destino. El tren quedó paralizado. De golpe, dejó de funcionar. Yo estaba dormida y me despertó esa parada en seco. Pensé que era otro lío de Renfe... pero por los altavoces avisaron de “una bajada de tensión nacional”. Tenía mala pinta. Era el comienzo del Gran Apagón pero aún no lo sabíamos. Enseguida llegaron las bromas. “Esto es cosa de Putin”, decía uno. “No, es de Pedro Sánchez”, le respondía otro, siempre entre risas y desde el respeto. Todos estábamos convencidos de que era un ciberataque. Era la única teoría con sentido: “Para la tercera guerra mundial no hace falta lanzar bombas, con quitarnos el wifi vale”, escuché que decía una señora. Y me giré y le di la razón con una sonrisa.
Todavía no habíamos perdido la cobertura del todo, aunque ya empezaba a funcionar mal. La primera persona en la que pensé fue mi abuela -la yaya Mary- a la que tenía que avisar cuanto antes porque vive sola. Por suerte me cogió el teléfono a la primera. Estaba enterada, que es lo habían dicho en el supermercado, aunque muy nerviosa porque minutos antes le podría haber pillado en el ascensor. Esa fue la única llamada que me respondieron esa mañana. Volví al SMS -qué recuerdos- para comunicarme con mi padre, que me preguntó sorprendido qué por qué le escribía mensajes en vez de usar el Whatsapp. Estaba paseando con su perro y su nieto, alejado del móvil disfrutando del momento, y ni se había enterado. Estas conversaciones tuvieron lugar entre las 12.45 y las 13:00 horas. Ya no supe nada más de ellos hasta la noche.
Acto 1. Andando por las vías y viendo corzos
Parar en mitad de la nada tuvo una ventaja: vimos a dos corzas, madre e hija, dando saltos por el campo, ajenas al caos de la civilización, y después a una cierva preciosa. Ese paisaje que de normal disfruto a 300 kilómetros por hora quedó paralizado. Sin cobertura, sin apenas batería y sin nada mejor que hacer que mirar por la ventanilla, los animalicos nos entretuvieron la espera. El ambiente en el vagón era bueno, todos hablando con todos y ayudando a las personas mayores que estaban más desconcertadas. Sin ir más lejos, a mi lado, viajaba una señora que tenía un marcapasos a la que después de tantas horas, sin apenas aire y con cada vez más calor le empezó a doler la cabeza. Enseguida le buscaron agua.
Los nervios llegaron cuando el personal de Renfe dijo que no se podía bajar a fumar. Incluso se comió insultos la pobre mujer que venía a informarnos de vez en cuando y a comprobar que todo estuviera bien. Y como pasaban las horas y no teníamos noticias de nada, muchos pasajeros, desatendiendo las recomendaciones, bajaron a las vías tanto como para airearse como para hacer sus necesidades. No entraré en detalles gráficos de cómo estaba el baño del tren en el que no iba el agua.
Los más impacientes se hicieron con unos alicates -ni idea de dónde lo sacaron- para romper la valla que custodiaba las vías del tren y llegar hasta la autopista, donde a lo lejos se veía una gasolinera. Decían que iban a comprar comida. Creo que no lo consiguieron. Sobre todo porque en ese momento, tras cuatro horas quietos, nos anunciaron que venía una locomotora a remolcarnos. Todos subieron corriendo al convoy con miedo de que las puertas se cerraran dejándoles en mitad de la nada. Parecía que ya llegaba el fin, que pronto estaríamos en Madrid y allí sí tendríamos cobertura. No sabíamos que en ese momento nadie tenía.
Acto 2. Guadalajara-Yebes. ¿Nos quedamos o nos vamos?
Los problemas llegaron cuando el tren -era un AVLO- llegó a la estación de Guadalajara-Yebes. Eran las cinco de la tarde. Yo, inocente e inculta, pensé que podría pasar una bonita tarde de turismo, o que incluso con las amigas que había hecho -Anna, Mónica y Pablo- nos iríamos a una terraza a tomar una cerveza en la propia estación. Pero la realidad fue que no había nada. Nada de nada. Al salir solo veíamos un parking inmenso y carreteras y autopistas. Ningún camino que nos acercara a la ciudad. Anna, chica lista, dijo que nos pusieramos en la fila de los taxis, que alguno tenía que aparecer. Pero pasaban las horas y nadie llegaba. Solo un autobús urbano con dirección a Yebes, un municipio pequeño de Guadalajara. Cuando lo vimos llegar, decenas de personas corrieron con sus maletas por si acaso, pero nadie se subió. Solo nos sirvió para que el conductor pudiera dar el aviso de que estabamos allí, por si alguien podía venir a recogernos.

Era momento de tomar decisiones. Me acerqué a una de las empleadas de Renfe que hablaba con unas turistas estadounidenses que no entendían nada de lo que pasaba. Le pregunté que si era mejor decisión esperar en la estación a que nos dieran una solución o me fuera a Guadalajara a un hotel. Lo único que pudo decirme es que estaban incomunicados, que no tenían ningún tipo de contacto con Madrid, y que si me iba Renfe ya se desentendía de cómo hacerme llegar a mi destino. Eso en aquel momento no era el problema. El dilema era que cada vez pasaban más las horas, nos íbamos a quedar sin luz natural, sin un techo en el que dormir y, según una mujer, “por la noche estaban a tres grados”.
Ese era el dato que necesitaba para tomar la decisión. Tenía que salir cuanto antes de esa estación y llegar a un hotel, al menos ponerme a cubierto para pasar la noche. Anna vio a una mujer que había ido a buscar a alguien a la estación y le preguntó si nos podría acercar en coche a algún sitio. Desde aquí te doy las gracias, Andrea. Lo primero que nos dijo es que claro que sí, que estabamos en una situación de emergencia nacional y nos teníamos que ayudar. Viva la gente buena.
Acto 3. Llegada al hotel, pero por poco tiempo
Nos dejó en el primer hotel que había, uno cerca de la A-2 porque al parecer la ciudad era un caos sin semáforos, por lo que la decisión más inteligente era esa. Nos dijeron que solo les quedaba una habitación triple y sin pensarlo dijimos que nos la quedábamos. Era la última. Y habíamos sido las primeras en llegar al hotel... pensé mucho (y sigo pensando) en todos los que se quedaron en la estación. Una vez que ya teníamos donde pasar la noche y parecía que la calma volvía a nosotras me dirigí al bar del hotel. Era la típica barra con taburetes. Me senté en uno, exhausta, y me quedé mirando el bol de frutos secos que se estaba tomando un hombre a mi lado junto a una cerveza. Me di cuenta de que llevaba sin comer nada en todo el día, y que ya eran las ocho de la tarde... y solo al verme la cara el hombre me ofreció para que cogiera y metiera algo en el estómago. Le di las gracias. Pedí un bocadillo, pero había que pagar en efectivo, y otro hombre, uno de los afectados del tren, se ofreció a pagarmelo. De nuevo, viva la gente buena. (Le pedí su teléfono para hacer bizum, enseguida te lo hago, David).

En el hotel tampoco había luz, pero sí que un generador que tenían en recepción daba la opción a wifi. Con solo un 10% de batería pude avisar a mi familia de que estaba bien y saber que en Zaragoza todo estaba en orden. Les dije que lo más seguro era que el móvil se apagara pronto, pero que ya daría señales de vida desde Madrid. Y entonces apareció nuestro ángel de la guarda... Mónica nos dijo que su amiga, con la que este lunes debía haber empezado sus vacaciones, venía a por ella. Y cabíamos tres más en el coche... ¡Ay, menos mal! Al principio en este grupito que hicimos éramos uno más, contando a Juan Carlos, pero él decidió esperar en la estación ya que Madrid era un caos y su mujer no podía ir a buscarle. Se acababa la aventura. Enseguida llegó Menchu a por nosotras y me dejó en la misma puerta de mi casa. Me despedí de todos, nos dimos nuestros números, compartimos las fotos del día, un día que para nosotros acabó bien, pero en el que dejamos atrás a cientos de personas.
Acto 4. Ya en casa, con más amigos y mucho cansancio
Lo que hemos sabido por Juan Carlos es que hasta las tres de la mañana no apareció nadie por la estación en la que estaban todos los viajeros atrapados. Les llevaron a un polideportivo a dormir, escribió a las cinco de la mañana. Pero ya no sabemos nada más. Esperemos que todo saliera bien y que todos hayan llegado ya a su destino. El chico que nos contó que era la primera vez que cogía un tren, la chica que iba a Madrid a pasar solo el día y volver a Barcelona y también los chicos que iban a ver el Mutua Open Madrid y se quedaron con las ganas.
Hasta las once de la noche no llegó la luz a mi barrio. En ese momento ya pude cargar el móvil y avisar a mi familia de que, por suerte, todo había salido bien. Valoré mi cama más que nunca. Espero que todos los perjudicados estén bien. Desde aquí un beso a todos.