Por qué algunos japoneses jubilados quieren pasar sus últimos años de vida en la cárcel

Los forzados cuidados geriátricos, como cambiar pañales y ayudar en las actividades cotidianas, se han convertido en tareas habituales para el personal y algunos reclusos

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Una mujer japonesa con una
Una mujer japonesa con una cárcel de fondo. (Montaje Infobae con imágenes de Adobe Stock)

Cuando uno piensa en la última etapa de la vida, lo que puede pedir, además de salud, es compañía, entretenimiento, que le cuiden, que pueda ir al médico sin miedo cuando tenga dolencias, que alguien le pueda cocinar... pero la vejez en muchos casos no es así. La esperanza de vida sube con los años y ahora el reto que enfrentan los países es que esta vida sea digna y de calidad. Y mientras esperamos a que los gobiernos se pongan las pilas, los japoneses ya han descubierto una forma de evitar el aislamiento social y la pobreza cuando son ancianos: ir a la cárcel.

La prisión de mujeres de Tochigi, al norte de Tokio, es un ejemplo de esta realidad que recoge la CNN en un reportaje. Según la información que publica la cadena, uno de cada cinco reclusos en esta prisión es mayor de 65 años. Este envejecimiento de la población carcelaria ha transformado la dinámica en el interior de las prisiones. Los forzados cuidados geriátricos, como cambiar pañales y ayudar en las actividades cotidianas, se han convertido en tareas habituales para el personal y algunos reclusos. Y ahora, las cárceles japonesas se van pareciendo cada vez más a asilos de ancianos, aseguró Takayoshi Shiranaga, un oficial de Tochigi.

Pobreza e integración social, factores clave

El envejecimiento de la población carcelaria refleja problemas que se extienden más allá de los muros de las prisiones: precariedad económica y aislamiento. Cerca del 20% de los japoneses mayores de 65 años viven en la pobreza, según cifras de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). La solución que han encontrado es cometer delitos menores, como robos, para garantizar su supervivencia.

Bloomberg
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Akiyo, una reclusa de 81 años en Tochigi, narró su historia a CNN. Su delito: robar comida en una tienda. Esta no era la primera vez que enfrentaba una condena, anteriormente había estado en prisión por el mismo motivo. Explicó que su pensión, que recibía cada dos meses, era insuficiente para cubrir sus necesidades básicas. “Si hubiera tenido estabilidad financiera y un estilo de vida cómodo, definitivamente no lo habría hecho”, reconoció.

Pero el problema no es exclusivamente económico; otras reclusas indicaron que su regreso a la cárcel estuvo motivado por la soledad. Algunas mujeres mayores se sienten tan desamparadas y aisladas en la sociedad que se encuentran en prisión, donde hay atención médica gratuita, comida regular y compañía, un refugio de estabilidad. “Quizá esta vida sea la más estable para mí”, admitió Akiyo.

Una población vulnerable

El robo es el delito más común entre las reclusas de edad avanzada en Japón. En 2022, más del 80% de estas fueron encarceladas por este tipo de crimen, según estadísticas gubernamentales. En muchos casos, estos pequeños robos no son motivados necesariamente por la necesidad, sino por la búsqueda de un entorno más acogedor que el que experimentan en libertad. La idea puede parecer desconcertante, pero refleja una triste realidad: Japón está teniendo dificultades para garantizar el bienestar de su creciente población de edad avanzada.

Algunas personas mayores incluso se plantean la cárcel como una alternativa viable para pasar sus últimos años. Takayoshi Shiranaga destacó que hay quienes preferirían quedarse en prisión de forma indefinida si tuvieran la oportunidad. Aseguró que algunas reclusas llegarían a pagar entre 20.000 y 30.000 yenes al mes (aproximadamente entre 120 y 180 euros) por vivir en prisión permanentemente.

El rol de los lazos familiares

El distanciamiento familiar agrava aún más este panorama. Akiyo, por ejemplo, perdió toda esperanza cuando su propio hijo la rechazó. “Deseo que te vayas”, le dijo él, según su relato. Este quiebre familiar, común entre personas mayores que reinciden en delitos, desanima a muchas mujeres a intentar reconstruir sus vidas fuera de la cárcel.

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El caso de Yoko, una reclusa de 51 años, es ilustrativo de esta desconexión generacional. Arrestada varias veces por delitos relacionados con drogas a lo largo de los últimos 25 años, ha observado cómo, con cada retorno a prisión, las instalaciones se llenan cada vez más de personas mayores.

Reformas insuficientes

El gobierno japonés ha reconocido el problema y ha implementado iniciativas para tratar de contrarrestarlo. Programas dirigidos a mejorar la reintegración de los ancianos a la sociedad han incluido orientación sobre vida independiente, manejo de relaciones familiares y recuperación de adicciones, según el Ministerio de Justicia. Además, diez municipios han lanzado programas piloto para ofrecer apoyo a personas mayores vulnerables, mientras que se han intensificado los esfuerzos en centros comunitarios.

Sin embargo, los resultados de estas medidas aún son inciertos. El envejecimiento de la población japonesa va en aumento, y los desafíos para mantener a los ancianos fuera de prisión son significativos. Según el Gobierno, se exigirán 2,72 millones de cuidadores para 2040, lo que subraya la necesidad de fomentar la entrada a esta industria y facilitar la llegada de trabajadores extranjeros.

Las cárceles como refugio

En este contexto, algunos ancianos encuentran que las prisiones ofrecen comodidades que les resultan inalcanzables en el exterior: estabilidad, cuidados médicos y la oportunidad de socializar con otros. Incluso se han implementado mecanismos dentro de los centros penitenciarios para enfrentar los desafíos del envejecimiento. Por ejemplo, Tochigi entrena a reclusos más jóvenes con habilidades de enfermería para que asistan a sus compañeros mayores, dijo Megumi, una guardia de prisión. Yoko, una de las reclusas, obtuvo un título técnico en esos cuidados durante su última estancia en prisión y actualmente ayuda a los ancianos en sus necesidades diarias.

El caso de Akiyo, quien cumplió su condena en octubre, es emblemático. Poco antes de su liberación, confesó a CNN que se sentía derrotada y avergonzada. Pensaba en disculparse con su hijo, pero tenía miedo de ser rechazada nuevamente. “Estar sola es algo muy difícil y me avergüenzo de haber acabado en esta situación”, admitió.

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