
“¿Qué tiene que ver esto conmigo?" La pregunta, tan habitual en el lenguaje cotidiano como desprestigiada en los entornos académicos, es el eje de un artículo reciente que el escritor Andrés García Barrios publicó en el Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación del Tecnológico de Monterrey.
Lejos de sugerir desinterés o frivolidad, la fórmula “¿Y a mí, qué?” funciona aquí como un llamado a implicarse, a no quedarse en la superficie del conocimiento, a reconocer que aprender también puede ser un acto existencial.
García Barrios retoma una idea que atraviesa la tradición humanista y que encuentra en Kierkegaard una formulación clave: la verdad solo se vuelve verdad cuando afecta la vida de quien la conoce. El filósofo danés, considerado el padre del existencialismo, advirtió con lucidez que ningún saber es completo si no se encarna. No basta con entender a Platón o a Descartes, dice el artículo: hay que dejar que esos pensamientos nos incomoden, nos cuestionen, incluso nos descoloquen.
Esta perspectiva cambia el modo en que entendemos el acto de estudiar. Aprender ya no es simplemente asimilar contenidos, resolver exámenes o alcanzar metas profesionales. Es, ante todo, establecer un vínculo con lo que se estudia. Preguntarse por qué eso nos importa. Para qué lo queremos. Cómo nos transforma.

García Barrios propone que esta actitud debería estar en el centro de la educación. No como un lujo reservado para las aulas de filosofía, sino como una condición que atraviese todas las disciplinas. En sus palabras, “la implicación personal no es un adorno ni una ocurrencia, sino un componente esencial del aprendizaje profundo”. Cuando un estudiante se pregunta “¿qué tiene que ver esto conmigo?”, el conocimiento deja de ser algo externo y empieza a formar parte de su experiencia vital.
La propuesta no apunta a reemplazar los contenidos por emociones, sino a integrar ambos planos. El estudiante debe poder apropiarse de las ideas que estudia, no para manipularlas a su gusto, sino para habitarlas, explorarlas desde dentro. Solo así la educación deja de ser un trámite y se vuelve un proceso transformador.
El texto también sugiere una crítica implícita a los modelos educativos centrados en la eficiencia, la productividad y el cumplimiento de objetivos. Frente a una lógica que premia la rapidez y la funcionalidad, la pregunta “¿Y a mí, qué?” funciona como una pausa necesaria. Una interrupción que permite reconectar con el sentido.
Tal vez por eso la propuesta de García Barrios resulta tan pertinente en esta época. En un mundo saturado de información, donde las respuestas están a un clic de distancia, recuperar el valor de las preguntas se vuelve urgente. Especialmente de aquellas que no tienen una solución inmediata, pero que abren caminos más profundos. ¿Qué tiene que ver esto conmigo? Tal vez sea el principio de una educación más humana.
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