
El teatro como un ágora en donde la voz repone la autoridad artística de la poesía y la narrativa. Aquellos textos que han quedado escolarizados —en un sentido negativo— encuentran un tono y una función distinta en dos obras que se preguntan lo mismo: cómo poner la palabra en acto.
Entre la corte y la calle
El escenario: una mesa de vidrio con patas de madera. Mide poco más de dos metros y medio de largo. Ocupa el centro de la sala; el público la rodea —a distancia— y, de cierta manera, también se vuelve parte del escenario. Sobre la mesa, un libro de tapas blancas. Un poco más allá, casi en el borde del cono de luz cenital que acentúa las sombras, una cellista (Lucía Gómez) toca una melodía que avanza y se interrumpe, avanza y se interrumpe, avanza y se interrumpe.
Cristina Banegas entra en puntas de pie y, al igual que la melodía, avanza y se interrumpe, avanza y se interrumpe. Como la cellista —y el libro— va de blanco. Etérea, delicada, llega a la mesa, toma el libro y lee.

Se sienta en la mesa y lee: “Cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día; / y podrá desatar esta alma mía / hora a su afán ansioso lisonjera”. Se acuesta en la mesa y lee: “Es hielo abrasador, es fuego helado, / es herida que duele y no se siente, / es un soñado bien, un mal presente, / es un breve descanso muy cansado”. Se para en la mesa y lee: “Madre, yo al oro me humillo, / él es mi amante y mi amado, / pues de puro enamorado / anda continuo amarillo”. Se esconde bajo la mesa y lee: “Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa, / érase una alquitara medio viva, érase un peje espada mal barbado”.
La performance “Proyecto Quevedo” dura una hora hipnótica. Banegas lee dieciocho sonetos de Francisco de Quevedo que seleccionó junto a Carlos Gamerro. A casi cuatro siglos de su muerte —en 1645— la obra de Quevedo mantiene su vivacidad y relevancia. Moviéndose entre el lenguaje de la corte y el de la calle, el poeta abordó una miríada de temas: el amor, la sátira, la diatriba política, la meditación sobre la muerte, el éxtasis erótico, el insulto, la broma escatológica y obscena.

La utopía de la palabra
Hay algo de la voz puesta en la escena —que Banegas también logra con una maestría en “El monólogo de Molly Bloom”— que opera misteriosamente. Como si el poeta —al igual que el músico de jazz— viviera en el tiempo en que el soneto es dicho. El teatro es el mejor lugar para actualizar, para reponer a la poesía.
Con ese espíritu, Andrea Bonelli presenta “Borges y yo. Recuerdo de un amigo futuro”. La obra, con dirección de Hanna Schygulla, se presenta los domingos a las 20 en Hasta Trilce y Bonelli lee fragmentos de “El fin”, “El cautivo”, “Los espejos velados”, “Ulrica”, algunos pasajes de Los conjurados, La apuesta escénica es modesta pero mucho menos austera que la de “Proyecto Quevedo”: hay visuales, filmaciones, reproducciones en vivo; se lo escucha a Borges tarareando. Todo en función de que la palabra no pierda protagonismo.
Como aquel que quería dibujar el mundo y terminaba dibujando su propia cara, el Borges de Bonelli se parece mucho a ella: son sus obsesiones las que trae a escena. La acompañan Shino Ohnaga en piano y Cristina Titi Chiappero en cello: son excelentes. Entre cuento y cuento, interpretan tangos. (Aunque la selección podría despertar la crítica de algún purista: Bonelli canta a Gardel, y es sabido que era un cantor que a Borges le desagradaba; también canta “Uno”, de Discépolo y Mores, que supo cosechar el comentario mordaz de Borges, cuando, invitado a “Grandes valores del tango” en el 85 dijo que, para rimar “ansias”, el hombre debería buscar lleno de “esperancias”).
En un ámbito donde el texto es rey, Banegas como Bonelli traen al presente dos figuras que —a casi 400 años uno, a casi 40 el otro— siguen vigentes. Y, como todo en la literatura, los une un lazo infable: “Utopía del hombre que está cansado”, uno de los primeros textos de Borges que lee Bonelli tiene un acápite de Quevedo: utopía es “una voz griega cuyo significado es no hay tal lugar”.
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