
De los potrillos nacen ríos, el primer libro de cuentos de Sofía de la Vega, fusiona lo animal y lo humano, la religión católica y las creencias populares, trazando un puente entre la ciudad y la montaña. Martín Felipe Castagnet dijo que estos relatos poseen “el encanto de lo extraordinario”, mientras que Julieta Correa aseguró que “la inquietud rápidamente da lugar a la maravilla y el placer de encontrar historias llenas de verdad y de belleza, en su forma más misteriosa”.

De los potrillos nacen ríos
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“Sus relatos podrían confundirse con el fantástico, pero responden a las realidades complejas y a veces extrañadas que se traman lejos de las grandes ciudades. Emergen de ese doble fondo surreal al tiempo que concreto”, escribió Selva Almada sobre este libro.
Nacida en San Miguel de Tucumán en 1993, Sofía de la Vega estudió Letras en la Universidad Nacional de Tucumán y es becaria doctoral del Conicet. Organiza el Festival Internacional de Literatura Tucumán (FILT). Publicó los libros de poesía Blancas y plateadas (2018), La idea es vivir cerca pero no encima (2019) y Los ángeles son vacas (2025). En 2024 obtuvo el Premio Estímulo a la Escritura Todos los tiempos el tiempo en la categoría Narrativa.
A continuación, un cuento de De los potrillos nacen ríos. Se titula “Más fácil es creer en Dios”:

Tuve que ordenar los pecados. Es jueves, el día que nos toca sentarnos frente al padre Carlos y contarle las cosas que hicimos mal en la semana. Yo soy puntual, no soporto la desorganización, que las confesiones se demoren. Pero en este convento siempre es así, hasta que se terminan de confesar todas, se hace la hora de la cena y lo tenemos que invitar al padre. Lo queremos, ya estamos acostumbradas a él, pero come el triple que nosotras y siempre hay que cocinar más. A veces, durante las confesiones, le hago ojitos a las otras hermanas para que larguen ligerito el pecado, también trato de dar el ejemplo, entonces empiezo. El tema es que por apurarme y llegar primero no pienso lo suficiente qué pecados he cometido desde la última vez, así que tengo que improvisar. Somos una comunidad como de sesenta monjas en la casa de las Hermanas Dominicas de Tucumán y no hay mucho pecado que hacer. Bueno, lo común, a veces mentimos, nos escapamos al cyber para jugar en línea, o hacemos alguna gastada, como llenar de arena los bolsillos de la sotana a la hermana Gloria, que está más cerca del arpa que de la guitarra. También hay mucha competencia entre nosotras, pero es lo normal por tanto encierro.
“Como usted sabe, padre, desde muy joven he entregado mi corazón a la Santísima Trinidad, los años pasan y la fe es una hamaca que a veces se empuja muy fuerte y da la vuelta completa”. “Ajá, hija, la escucho”, me dice el cura mientras arrastra una saliva pesada, abriendo y cerrando la boca con un sonido chicloso. Yo siento que todo ese líquido masticado se deposita en mi cara y me dan unas ganas irrefrenables de ir al baño a lavarla, pero tengo que terminar la confesión. A su vez, el padre está sin apuro, pero distraído, parece más interesado en el olor de la chocolatada que las hermanas están preparando que en mi culpa cristiana. Luego del confesionario hay un pasillo que da directo a nuestra cocina y el hombre suele pasar toda la tarde ahí hasta que una nueva pecadora pide por sus servicios. Él se pone su estola morada, picotea cualquier cosa que las hermanas le ofrecen y espera a la siguiente.
“Al convento caí por un llamado muy verdadero. Como ya sabe, cuando yo era chica vivía en Salta con mi mamá, mi papá y mi hermana mayor, éramos devotos como todos los salteños del Señor y la Señora del Milagro, pero devotos por tradición. No era un amor verdadero, no sentía ningún fueguito en el pecho cuando iba a misa. Traté de entusiasmarme y me uní al coro de la Catedral, pero lo abandoné al poco tiempo porque al ser la más petisa del grupo iba adelante y sentía que todos sus cantos me llenaban la nuca de baba. Yo quería cantar, no llenarme de bacterias, parásitos y otras enfermedades que tendrían en su boca. Después nos mudamos a Tucumán, así medio de pronto, mi papá era de ahí y a él le hacía falta cambiar de aire, así que decidió trasladar su bulonería a esta provincia. En realidad, todo había sido idea de mi mamá, que le aburría mucho Salta y cuyo único trabajo era cuidar de nosotras, cosa que podía hacer desde cualquier lugar del mundo, que mejor se alejaban de esa provincia tan chismosa. A los dos les agarró bronca con Salta y hasta mi mamá, que tenía toda la familia ahí, volvía solo una vez al año para el cumpleaños de mi abuela. Igual casi no veíamos a mi abuela ya de antes, mi mamá decía que era una india mentirosa.
Lo que quiero decir en realidad es que la fe también es ambiciosa, padre. Ya vio lo que le pasó a la Guillermina, una tragedia, chica tan linda, hay que tener cuidado”. Veo cómo al cura la atención le vuelve, sí y lo veo bastante claro porque ya nadie se confiesa atrás de una cajita de madera con colador. Ahora nos arrodillamos frente al sacerdote o las más viejitas se sientan y sin obstáculo pedimos el perdón por nuestros pecados. “Lo que pasa, padre, como usted también ya sabe, es que este año fue la elección para ser la cantante en la procesión de Santa Rosa. Antes lo hacía la hermana Gloria, que lo supo hacer siempre muy bien, ataban la silla de ruedas a la camioneta y ella de ahí cantaba, lo que pasó fue que el conductor de la camioneta frenó de golpe y la hermana se fue de boca al asfalto. Gracias a Dios y la Virgen no pasó a mayores, pero decidieron que ya era hora de que se jubilara del puesto. La elección no fue cosa sencilla, hubo un concurso y muchas hermanas querían ser las cantantes. Ese día una es un poco Santa Rosa, y Santa Rosa, además de ser la primera santa de América y la de las tormentas, era muy pero muy hermosa. Por si no sabía, la hermana Gloria estaba llena de candidatos cuando tenía mi edad y ella se consagró a Dios de forma muy determinada al igual que la santa. Todos cuentan que en esa época el convento se llenó de plata por la cantidad de hombres que iban a comprar nuestros dulces. Ahora ya no pasa eso, ya no hay monjas tan lindas. Soy el claro ejemplo. Pero bueno, a veces la belleza no alcanza”.
El padre suspira profundo y me dice que conoce perfectamente quién es Santa Rosa, yo sigo. “Es que usted, padre, viene de Mendoza, entonces por las dudas se lo contextualizo, para que la confesión sea lo más verdadera posible. Me tomo muy en serio los sacramentos, si no qué gracia tiene mi elección. Una de las tareas de las Hermanas Dominicas del Santísimo Nombre de Jesús es atender la educación de las niñas católicas del norte del país, por eso hace más de cien años fundaron el Colegio Santa Rosa, donde toda chica tucumana que se precie de tener buena familia y cercanía a Dios asiste. Había otro colegio dominico, Santo Tomás, pero no era tan prestigioso como el nuestro, a las otras les decíamos las cucas porque su uniforme era un delantal marrón y la gran mayoría de ellas tenían el pelo oscuro y largo, la piel morena y ojos almendrados. En realidad, se parecían mucho a nosotras, pero de cada diez alumnas en el Santa Rosa había una rubia o de ojos claros o, mejor aún, una rubia de ojos claros que destacaba frente a la fisonomía andina de la mayoría. Yo estoy a mitad de camino, se podría decir, petisa, de piel cetrina, llevo el pelo muy tirante hacia atrás porque soy ruluda y tengo un ojo marrón y otro gris. Igual el ser medio rubia no me dio belleza, al contrario, parezco un budín marmolado. No me preocupa eso, padre, si soy monja al único que le tengo que gustar es a Jesús. Pero la realidad es la realidad, también es realidad que las santas son todas muy bonitas.
Padre, imagínese, y con todo respeto digo, que nuestra vida no es un jolgorio, cantar es de nuestros pocos entretenimientos. Pero además ser cantante en la procesión es uno de los pocos momentos que en lugar de ser muchas sos una. Para mí significaba además una renovación de la fe, como le dije, la hamaca había dado la vuelta entera y yo estaba en crisis, quería una misión. Ya lo sabía usted, estaba en la búsqueda de que mi vocación tenga algún sentido”. El sacerdote cambia la mano que le sirve de apoyo para sostener la cabeza y me dice: “Una buena hija de Dios lucha por volver al Santo Padre, pero siempre desde un lugar tierno, piadoso y humilde”. Asiento y continúo el relato.
“La hermana Gloria cantaba en la procesión hacía treinta y cinco años, entonces la hermana superiora Sandra no se imaginaba la emoción de las monjas más chiquitas por tomar ese lugar. Todos los 30 de agosto es la fiesta de Santa Rosa y la fecha de la procesión que termina en el Hospital de Niños donde hacemos el abrazo simbólico. Usted sabe cómo es la cosa: nos convocan del colegio, primero las alumnas de primaria, después las de la secundaria, atrás la congregación, delante de todo va una camioneta que es de la Iglesia Santo Domingo. La usan para donaciones, voluntariados, demás trámites y para las procesiones. La hermana Gloria siempre iba en la caja sentada como en un trono, era su silla de ruedas atada a la caja de la camioneta, cubierta totalmente de rosas de plástico; las flores se fueron destiñendo con el tiempo, lo que les daba un aura pastel pero que a las hermanas más grandes les gustaba porque les parecía pudoroso. Y así, sobre la silla floreada y con guitarra en mano, cantaba todas las canciones del repertorio. Su voz sonaba por toda la ciudad porque desde la municipalidad encendían los parlantes que usan también para la misa de Semana Santa. No sé si sabe, pero eso es muy importante porque te conecta con otros mundos, a tal punto que cuando la hermana Gloria era más chica la escucharon los productores de Canal 15 y la invitaron a cantar en el noticiero de la noche en la previa del Día del Estudiante. Mucha gente se la acuerda de ahí. No en vano cantamos, así llevamos a Dios hasta los lugares más inhóspitos.
Por eso siempre pienso en la fundadora del colegio, resulta que Elmina Paz Gallo, una señorita de buena familia y hermosa como parece que eran todas las mujeres antes, se había casado con un hombre muy importante del ejército con el que habían tenido una hijita, pero a finales del siglo XIX vino la cólera y mató al marido, a la hijita y a un montón de gente en Tucumán. Entonces ella con su dinero y posibilidades, en lugar de vender todo e irse a Europa como hacían otras viudas, abrió su casa y también su corazón a Jesús y se hizo monja. El edificio del colegio había sido casa, orfanato y después institución educativa con convento. La Elmina decía que había sentido un fuego adentro, un llamado de Dios. Yo hice mucha fuerza por escucharlo porque, aunque no tenía el don de la belleza como la Elmina, la Santa Rosa o la Virgen, al menos quería tener el oído predispuesto a Jesús. Yo le rezaba y le pedía que se me apersone, le aclaraba que simbólicamente, porque me daba miedo que se aparezca en cuerpo y alma, le pedía algo más tranquilo, una aparición en un pancito o si no era él, podían ser algunas de las bellas santas damas que lo rodean y a ellas no me daba miedo verlas en vivo”.
El padre carraspea y me interrumpe: “Hija, yo conozco la historia de Elmina, Santa Rosa, la Virgen María, Jesús, la Biblia, no me tiene que hacer un repaso de esos temas, sus hermanas ya están formando una fila tras suyo y están esperando para la confesión, cuénteme el pecado que le hace doler el corazón, aquí vengo a darle el don del perdón, así que no tiene que temer”. Nunca lo había escuchado tan comprensivo al padre Carlos, en general se mantiene en silencio y al finalizar me da a rezar un rosario, excepto una vez que me dio la misión especial de lavarle los pies a la hermana superiora porque la había hecho llorar a otra hermana nueva, la Micaela de Santiago del Estero, que le había pedido que no se sacara los zapatos en mi presencia por el olor a pata que tenía. Mi verdadera cruz es convivir con todas estas mujeres de dudosa higiene, igual estoy tranquila, sé que si hago todo bien en poco tiempo me suben de grado novicial y tendré cuarto para mí sola.
Sigo con la confesión: “Todas querían ser Santa Rosa, padre, pero solo una con el corazón dispuesto podía serlo”. El padre comienza a toser de vuelta y a hacerme caras. “Bueno, voy al punto. No podían robar mi lugar. Sabía que la favorita por lógica era la más linda del convento, la Guillermina. Sexta hija de una familia de doce hermanos, de apellido Terán Nougués, pertenecientes a la aristocracia provincial, todas las generaciones habían ido al Colegio Santa Rosa, y todas las generaciones tenían una monja. La Guillermina es de las rubias de ojos claros, pelo lacio, de estatura media y flaca, con muy buena postura, lo que se dice un ángel, y no solo de aspecto, sino que también canta como uno. Creí en la justicia divina y que Dios no iba a seguir dándole bondades a esa criatura, pero como mi fe era tan grande decidí ayudar para que el designio de Dios se cumpla. Quizás mi pecado fue la falsedad, o hacer cosas para mi provecho, pero es una cosa que si se pone a pensar no está tan mal porque fue en pos del bien de nuestra comunidad y en pos de mi vocación casi perdida. Ser cantante es algo muy poderoso, que te privilegia mucho siendo monja y yo sabía que podía manejarlo, no puedo decir lo mismo de las otras. Para sincerarme, a mí la hermana Gloria no me cae bien, me parece vaga porque más que cantar no la vi hacer otra cosa, también medio caprichosa por viejita en silla de ruedas, siempre pidiendo el postre a las monjas más chicas, ni hablar que no se lava bien los dientes después de cada comida, imagínese alguien que canta y anda con la boca abierta todo el día así con olor a muela. Pero, bueno, hice tripa corazón, tiré alguna fragancia y me acerqué a la monja. Yo me había enterado que su familia materna provenía de Salta, entonces ya teníamos tema para iniciar la conversación”. El padre vuelve a interrumpirme: “Mija, no entiendo el pecado más que la pérdida de tiempo que le hiciste pasar a la pobre mujer”.
Trato de concentrarme, tantas interrupciones del sacerdote confunden mi relato. “Retomo lo de la adolescencia y lo que le conté de que necesitaba una señal de Jesús. Bueno, me la dio, comencé a sentir en cada misa de los viernes que el corazón se me salía como si fuera caballo en medio de la ruta. Estaba tranquila y cuando nos persignábamos para escuchar la palabra de Dios aparecía la arritmia como si el alma me saliera disparada. Le dije a mi mamá lo que me pasaba y en lugar de interpretarlo como un mensaje del cielo, me llevó al cardiólogo. Me hicieron un electrocardiograma y eso comprobó que yo tenía razón. No tenía nada físico, el médico dijo que había desarrollado un poder mental fuerte que podía inducir a esos estados. Más fácil es creer en Dios.
Bueno, padre, ahora vuelvo al otro tema. Le dije a la hermana Gloria que en sueños se me aparecía la Elmina Paz Gallo, la fundadora del colegio. Esa era la mentira, padre, pero muy piadosa porque ni siquiera le decía que se me aparecía la Santa Rosa, elegí una figura menor, cosa de no ser tan provocativa. Le dije que en los sueños la Elmina no hablaba, sino que me daba la mano para recorrer el convento y el colegio hasta que llegábamos a su propia habitación, a la de la hermana Gloria. Ahí la Elmina me pedía que le diera un beso en la frente a la viejita y señalaba nuestras bocas después de persignarse, luego desaparecía. A la hermana Gloria se le llenaron los ojos de lágrimas con este relato, me decía que ella pensaba que se iba a morir cantando y que hasta había pensado decirle a la hermana superiora que en lugar de que haya una nueva cantante pasen un CD con sus canciones grabadas, sabía que eso le iba a gustar a la hermana Sandra porque se ahorraba problemas. Yo me horroricé, no podía creer el egoísmo de esa mujer, pero después me dijo que con mi sueño se daba cuenta de su grave error. Negarles a los hijos creyentes otra voz que los guíe. ‘Muchacha’, me dijo, ‘yo te voy a enseñar todo, vos tenés que cantar en la procesión’. Yo le dije que era un honor viniendo de ella pero que iba a haber una audición y la hermana me dijo que ya sabía, que no me haga problema, que me iba a preparar para ser la mejor monja cantante de Tucumán. Eso me lleva a los inicios.
Yo me acuerdo de que me decidí a ser monja cuando perdí mi virginidad. No me mire así, padre. Nunca me gustó usar el verbo perder, porque con esa pérdida había ganado todo. Fue con mi primer novio, un chico que no era de colegio religioso sino de una escuela pública, pero esas de mucho prestigio académico. Se llamaba Camilo y lo conocí en clases de guitarra. Por mi insistencia en la cuestión musical, mi mamá había estado buscando que aprenda a tocar algún instrumento y le habían recomendado un profe de guitarra que se había egresado del conservatorio y era especialista en folclore, enseñaba en su departamento de Barrio Sur. Después de mi mala experiencia con la saliva, esperaba que tocar un instrumento no comprometiera tanto el físico, pero no había tenido en cuenta el movimiento que se hace al tocar la guitarra, el contacto y el calor. El profesor no podía prender el aire acondicionado durante las clases porque su aparato hacía mucho ruido y no permitía escuchar los acordes. Yo iba después del almuerzo, a las dos de la tarde, cuando el sol azotaba más que nunca en las calles del centro. Los cinco alumnos que conformábamos ese turno a partir de octubre salíamos empapados por la transpiración, como si viniéramos de correr. Estaba muy cerca de dejar todo cuando me hice amiga de Camilo, lo primero que me llamó la atención fue que su transpiración olía bien, se notaba que se bañaba antes de clase. Tenía quince, un año menos que yo, pero era mucho más alto y sabía un montón de cosas de música y cine que yo desconocía. Las chicas no tenían gustos, no eran hinchas de un equipo, ni veían películas de un director, ni escuchaban música más allá de la música que se escuchaba en las fiestas. Eran fans de lo que estaba de moda y de los chicos del colegio de curas, por supuesto. Camilo, en cambio, tenía gustos específicos para todo, me hablaba del rock progresivo inglés, el nuevo cine argentino de los 90, los cómics del under, la poesía narrativa experimental, y así con todo. A lo único a lo que me había dedicado esos años era al estudio de Dios y la voz, pero Milo, como yo le decía, estaba seguro que mis conocimientos eran trascendentales, muy filosóficos y le estaba dando una nueva sabiduría. Así empezamos a compartir otras cosas además de las clases de guitarra, íbamos a conciertos en bares para mayores, veíamos proyecciones de películas en la Facultad de Filosofía y Letras, disfrutábamos del teatro cuando teníamos plata, pero también íbamos a misa. Nunca esperé que guste de mí, porque nunca le había gustado a un chico, ni estaba entre mis motivaciones, pero un día después de las clases me dijo que le gustaba mi pelo, me corrió un mechón duro y me dio un beso. Por casi seis meses no nos despegamos.
Un día, después de ir a la iglesia, Milo me invitó a su casa y leímos unos poemas de Teresa de Ávila que estaban en la biblioteca de su mamá, que era antropóloga. Hasta el día de hoy me acuerdo una parte de memoria: Esta divina prisión / del amor con que yo vivo / ha hecho a Dios mi cautivo, / y libre mi corazón; / y causa en mí tal pasión / ver a Dios mi prisionero, / que muero porque no muero. Sentí la misma arritmia que había sentido tiempo atrás, Camilo olía a desodorante masculino y mientras me leía los poemas me acariciaba, luego me miró y me dijo que quería que esto dure para siempre, yo también, y le propuse que nos entreguemos uno al otro por primera vez. Él se sorprendió con mi propuesta, pero me dijo que sí sin dudarlo. Por favor, no cuente esta parte en la penitencia porque yo ya lo confesé en su momento. Los padres de él nos dejaban estar en su habitación solos sin problemas, así que fuimos para ahí y con las remeras puestas nos desnudamos de abajo y lo intentamos. No entendíamos bien la coreografía ni conocíamos tanto nuestro propio cuerpo, pero de pronto algo entró y yo me salí de lo que siempre había sido. Me olvidé de todo. También de él. Con los ojos semicerrados miré al techo y estaba la sonrisa de Jesús, sabía que en las maderas su cara era un testigo y el mensaje, la señal contundente que tanto había esperado estaba allí: unos ojos, una nariz, una barba, la silueta de la cara de Cristo y sabía que era Cristo porque hacia un costado estaba la cruz. Le dije a Milo que me tenía que ir, él me quiso acompañar y lo dejé. Estaba cansado pero sonriente y me dijo gracias por haber hecho su amor eterno. Después de eso nos cruzamos un par de veces en las clases de guitarra, pero ya no era lo mismo”.
El padre me pregunta si falta mucho para que le confiese el pecado por el que debía dar el pésame y le contesto que sí. “Retomando la cuestión, yo le conté esto, porque hace ya un tiempo no veía la cara de Jesús en el techo y sentía que había perdido mi fe. Como al ser monja no podía tener relaciones sexuales, esperaba que el canto me ayude a recuperarla. ¿Vio que las intenciones eran buenas? Bueno, resulta que la hermana Gloria me entrenó, padre, y la hice parte de mi mentira. Lunes y martes, que eran los días de menos actividad en el convento, íbamos al cyber y entrábamos a la web lenguasdedios.org de donde descargábamos cuadernillos de canciones de todo tipo, incluso nos animamos al gospel. Por suerte el cyber contaba con una rampa para discapacitados y los chicos que atendían nos separaban una compu cerca de la salida, cosa que la hermana Gloria no tuviera problemas. El resto de la semana, ella me hacía practicar a las cinco de la mañana antes de las oraciones, decía que, aunque no pareciera, esa era la voz de Dios, la del alba. También me dijo que yo era una joven muy limpia, pero sin gracia, por no decir que era un esperpento, así que me dio una plata que tenía para ir a la peluquería a arreglarme el pelo y las uñas, me dijo que las monjas no tenían que tener vanidad, pero tampoco podían presentarse con el aspecto tan perjudicado frente a Jesús. La última acción de la hermana Gloria fue proponer una fecha de audición cuando sintió que yo estaba lo suficientemente preparada y para no darle tiempo a las otras monjas para ensayar. Avisaron de la audición de un día para el otro, un anuncio pegado en la secretaría del convento: MAÑANA AUDICIÓN PARA CANTANTE DE LA PROCESIÓN SANTA ROSA, PRESENTARSE MENORES DE 60 AÑOS. A pesar de las quejas por el límite de edad, nos anotamos como veinte y, por supuesto, estaba la impoluta Guillermina.
Durante toda la noche traté de resguardar mi corazón, recé arrodillada sobre maíz y miré al techo y ahí estaba, con cara medio pícara, pero era Jesús. Al día siguiente, me bañé dos veces, revisé mis cutículas, usé hilo dental y me puse en la cola para la audición. La primera prueba era de entonación, en esta solo elegía la hermana Gloria. En el salón ella misma le había puesto una especie de locoto al café, que me advirtió que no tomara, servía para desarticularle la voz a las más débiles, así fue muy fácil llegar a las diez finalistas. Quedamos la María José, la Solana, la Micaela, la Eduarda, la Luciana, la Guillermina, la Julieta, la Pilar, la Magdalena y yo. Todas teníamos más o menos la misma edad, pisando los veinticinco, todas también cantábamos hace muchos años en coros, todas, debo admitirlo, estaban bastante limpias y todas también éramos un poco feas, excepto por la Guillermina, la única que parecía ser de estas mujeres de antes: hermosa y entregada a Dios. A decir verdad, su voz no era espectacular pero su piel blanca y sus labios rojos irradiaban una energía contra la cual era muy difícil competir. La doctrina de la Iglesia cree en la justicia y esto no era justo. Por eso, ante una posible situación límite yo había investigado los puntos débiles de la Guillermina, tenía uno y muy raro: un amor ilógico por los murciélagos. Una vez había entrado uno volando, como borracho, a la habitación donde dormíamos todas, la Micaela trataba de estamparlo con una de sus zapatillas, cuando la Guillermina enloqueció y la agarró de los pelos para que suelte el zapato. Finalmente, el bicho fue aplastado con una escoba por otra de las hermanas. La Guillermina se tuvo que confesar porque la había dejado pelada a la otra y estuvo un buen tiempo en la capilla rezando.
Yo sé que a usted, padre, le indigna la violencia sobre todas las cosas. Entonces a escondidas de la hermana Gloria, armé un plan por si pasaba que la Guillermina quedaba finalista: en la parte superior del colegio armé una trampa para murciélagos, fui dejando fruta y unas ondas sonoras que bajé del cyber, en el título del video decía LOS SONIDOS MÁS MAGNÍFICOS DE MURCIÉLAGOS PARA INDUCIR AL SUEÑO. Cuando llegaron a ser como cuarenta, los encerré y les daba poquísima comida, cosa que se pongan más agresivos. Por suerte y por mala suerte, todo ese trabajo no fue al vicio porque pude usarlo el día de la audición.
Usted ve todo esto complicado, padre, y ambicioso, pero yo fui elegida. Después de perder lo que gané, todo el tiempo en el techo veía a Jesús y a la cruz, veía cómo me llamaba y encendía el fuego de mi corazón. Me di cuenta de que ahí estaba mi destino, que el coro, que la mudanza, que la guitarra, que Milo, todo me había acercado a Dios. Cuando este tiempo lo perdí, sabía que yo era la única encargada para recuperarlo. Siempre me había sentido elegida para algo, no sabía para qué y eso hacía que mis días fueran hostiles, ahora tenía una misión”. El padre tiene la cabeza apoyada en una de las manos, los ojos bajan, pero con ahínco vuelve a abrirlos, me dice: “Mija, le doy dos minutos para que finalice su confesión y me rece el pésame”. Asiento con la cabeza y trato de resumir lo más que puedo la situación en mi mente: “Llegó el día de la prueba final, ya le conté de las diez que quedábamos, de la hermana Gloria, de la Guillermina, de los murciélagos. Una a una iba haciendo pruebas de canto. La canción elegida fue “Mi alfarero”, una difícil que habla de que Dios te crea como un muñeco de barro: Gira que gira, rueda que rueda / Siento tus manos sobre mi greda / Me asombra al pensar que tú la quieras / ¿Acaso no puedes hacerme de nuevo? / ¿Acaso no puedes formarme? / Tu cacharro acaba de caerse / Acaba de quebrarse, acaba de encontrarte. A mí me tocó pasar primero, aclaré mi garganta, miré al techo y ahí estaba la sonrisa de Jesús y canté con todo el fuego de adentro. Enseguida se pararon y me aplaudieron, pero tenía que esperar al final donde iban a avisar quiénes serían las dos finalistas. La Pilar desafinó en la primera estrofa, la Luciana cantó muy bajito, la María José se olvidó la letra, la Magdalena desafinó en la parte final, la Eduarda pidió retirarse, a la Solana le faltó actitud, la Micaela lo hizo bien pero no pudo mirar al frente, la Julieta estornudó en medio de la canción. Por último, la Guillermina, llegó su turno alrededor del mediodía, la capilla se iluminó de golpe con esa luz dura y parecía que su cabello se prendía fuego. La voz de la Guillermina sonó perfecta, con actitud, y sobre todo belleza, una belleza quizás sucia, una belleza que dolía.
Al final nos avisaron que a la tarde las dos competiríamos por el puesto. La hermana Gloria se me acercó y me dijo que ahora dependía de la fuerza del sueño de Jesús. Sentí que me estaba soltando la mano. Miré para arriba y no lo vi, no estaba la carita de Jesús, no me estaba viendo como lo hacía siempre, pero yo sabía que tenía a los murciélagos. Fui al altillo a buscarlos, ahí estaban con sus aleteos hambrientos. En uno de los costados del altillo había un ventiluz que daba a la capilla, lo abrí, pero permanecían entumecidos por la luz solar y la falta de alimento. Bajé y conseguí unas frutas que mantenía cerradas en bolsas Ziploc para que el olor no saliera. Había que esperar el momento.
No tuve tiempo ni de bañarme, lo cual me enloquecía porque sentía que tenía olor a rata. Me quedé esperando, entraron monjas de otros años, algunas alumnas del colegio, las otras finalistas, por último, las juradas y la Guillermina, toda sonriente. Ahora la canción era otra: Pide y se te dará, busca y encontrarás / Llama y se te abrirá, / Porque todo aquel que pide, porque todo aquel que busca / Porque todo aquel que llama, / Se le abrirá ah ah, encontrará ah ah, recibirá, recibirá. Yo estaba un poco nerviosa, sobre todo porque sentía que tenía hedor en las axilas, hacía años no sentía un olor desagradable de mi cuerpo. Me costaba concentrarme en la canción, pero antes de cantar miré al techo y ahí la vi, después de tanto, entre un tubo fluorescente y una mancha de humedad, la cara de Jesús. De vuelta lo había encontrado y tenía una expresión particular, con la boca abierta y los ojos cerrados. Así que canté con todas mis fuerzas y terminé la canción con el corazón en la mano, pero también había desafinado. Entonces pensé en la canción anterior que comparaba a Dios con un alfarero que siempre tiene las manos sucias, está totalmente involucrado con ese barro y no pierde las esperanzas. Así que volví a la canción anterior con una voz mucho más profunda: Gira que gira, rueda que rueda / Siento tus manos sobre mi greda / Me asombra al pensar que tú la quieras / Tu cacharro acaba de caerse / Acaba de quebrarse, acaba de encontrarte / Tú, mi alfarero, tú mi alfarero / Toma mi barro y vuelve a empezar de nuevo. Las monjitas de atrás gritaban: ‘¡Ella es Santa Rosa!’, todos aplaudían, miré a la Guillermina y ella asentía con la mirada, las juradas también lo hacían.
Noté que se me había ido un poco la mano sobre todo con la estrategia final para ganarle a la Guillermina, solo tenía que confiar. Agradecí los aplausos y las lágrimas me empezaron a brotar, pero en medio de la emoción, ¿quién se desvaneció? La santa Guillermina. Al parecer no había comido nada en todo el día por los nervios, una práctica muy común en el convento. Las hermanas pidieron algo con azúcar y yo sin pensarlo les di mi bolsa Ziploc. La abrieron y le acercaron un pedazo cuando yo sentí que algo caliente caía sobre mi pelo, era el guano de los murciélagos. Comenzaron a revolotear por toda la capilla. La hermana Gloria le dijo a la hermana superiora que se sentara encima de ella y agarró toda velocidad en la silla de ruedas y salieron antes que todos. Las alumnas gritaban, otras monjas se escondían debajo de los bancos. La Guillermina, de pronto, se recuperó y con la cara chorreándole un pedazo de frutilla giraba como poseída. Los murciélagos fueron directo a su cara y ella gritó tanto que retumbó hacia las afueras del colegio. Nadie accionaba, entonces fui a buscar la grabación especial ultrasónica que había descargado en el cyber. No me demoré más de cinco minutos, pero cuando llegué y pude encender el reproductor de música, a Guillermina ya le faltaba un ojo. La miré y le dije que ahora ella verdaderamente era Santa Rosa, no yo.
Por suerte, vino la ambulancia que se llevó a Guillermina anestesiada y logramos evacuar la capilla, pero tardaron semanas en sacar a todos los animales. Luego del episodio, la familia de Guillermina la llevó a un retiro de descanso por episodio postraumático. Esta es la historia, padre, estoy arrepentida de lo que le pasó, aunque, como se lo comenté, fue un accidente. Mi pecado fue la ambición y la inocencia, ya que nunca pensé que esto podía pasar a mayores. Pero Dios sabe lo que hace y ahora yo soy Santa Rosa, padre, aunque todavía faltan unos meses para la fiesta ya me estoy preparando. Mientras Jesús me mire desde el techo, voy a cantar. Terminé. Amén.
El padre con los ojos muy abiertos me pide que le diga el pésame, lo hago en voz muy baja. Pisando la oración: “Me propongo firmemente no pecar más y evitar las ocasiones próximas al pecado. Amén”. El hombre me toma de las manos y me dice que rece dos rosarios y le dé el lugar de Santa Rosa a la Guillermina cuando vuelva del reposo. “Ahora alcanzame la chocolatada, hija, que te escuche Dios”.
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