Hace un año murió Beatriz Sarlo. Desde entonces, algo quedó suspendido en el aire: esa forma suya de intervenir en el presente sin pedir permiso, de pensar la Argentina con una lucidez que no buscaba consolar a nadie. No fue una intelectual que dejara frases para el bronce. Dejó una incomodidad activa. Una exigencia.

Como dijo Sarlo
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Sarlo pensaba en caliente, pero nunca resignaba el rigor. Respondía al tiempo que le tocaba vivir sin entregarse a la coyuntura. Incluso en sus últimos años, cuando el debate público parecía acelerarse hacia la simplificación, ella seguía deteniéndose donde otros pasaban de largo: en la fragilidad de la democracia, en el deterioro educativo, en la antipolítica como clima, en la emergencia de nuevas derechas que no se explican solo por errores ajenos. No hablaba desde la nostalgia. Pensaba en presente.
La fortaleza fue una constante en su vida y en su manera de estar en el mundo. Lo dijo con una frase seca, pronunciada poco después de la muerte de su compañero, el cineasta Rafael Filippelli: “Los que somos fuertes, somos fuertes”. No había épica ni consuelo en esas palabras. Había una ética. La misma con la que revisó públicamente sus posiciones, incluso las más difíciles. Volvió sobre la violencia política de los años setenta, sobre la muerte de Aramburu, que había celebrado en su juventud y que más tarde repudió. Decirlo —explicó— era una forma de no mentirse, de permitir que la historia se armara sin coartadas morales retrospectivas.

En la universidad fue rigurosa, firme, incluso temida. Profesora, no performer. Sentada sobre el escritorio, desplegaba recorridos de lectura que desarmaban certezas y armaban otras nuevas. Reordenó la literatura argentina, propuso un canon alterno, leyó el presente siempre en diálogo con la tradición. No enseñaba solo textos: enseñaba operaciones de pensamiento. Leer era entender. Entender era no conformarse.
Tenía ironía, y mucha. Pero sabía cuándo ejercerla y cuándo dominarla. En el aula, evitaba usarla como forma de poder. Tomaba preguntas torcidas, a veces erróneas, y las convertía en entradas para pensar. Reencauzaba. Nunca coincidía del todo con la pregunta: se corría, daba un giro, proponía otra perspectiva. Ese movimiento —ese pequeño desplazamiento— era su marca.
Tampoco se pensó nunca desde la diferencia. Criada entre maestras normalistas, se estableció desde muy chica como igual. Defendió esa igualdad con conducta, con inteligencia, con una agresividad que no pedía disculpas. Su relación con el feminismo fue siempre incómoda para los rótulos.
Su voz siguió circulando hasta el final en entrevistas, debates, intervenciones públicas. Parte de esas conversaciones recientes quedó reunida en Como dijo Sarlo, un libro publicado por Leamos -la editorial digital de Infobae- que no funciona como cierre ni como despedida, sino como prueba de algo que sigue activo: la persistencia de sus preocupaciones, el desplazamiento de sus diagnósticos, la negativa a acomodarse.
También hubo en Sarlo una relación singular con la ciudad, con Buenos Aires como experiencia antes que como postal. Pensó sus transformaciones, sus ritmos, sus derivas, como quien lee un texto siempre inacabado. La modernidad, para ella, no era una abstracción teórica sino una forma concreta de caminar, de mirar, de desplazarse. De ahí su insistencia en que la literatura no se separa del espacio que la produce ni de los cuerpos que la recorren. Leer la ciudad era otra manera de leer la historia.
Quizás por eso su ausencia se siente menos como una pérdida cerrada que como una interrupción. Falta su voz en el debate público, su capacidad de incomodar sin estridencias, de pensar contra la corriente sin volverse marginal. Falta esa inteligencia que no buscaba pertenecer ni liderar, sino entender.
A un año de su muerte, Beatriz Sarlo no se deja fijar en una imagen amable. Su legado no pide homenaje sino ejercicio. Pensar sin nostalgia, sin indulgencia, sin atajos. Pensar incluso cuando pensar incomoda. Pensar, como ella, en presente.
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