
El Mar de Frisia tiene la llanura de marea más extensa del mundo. Son quinientos kilómetros que recorren las costas de Países Bajos, Alemania y Dinamarca. Durante el crepúsculo, el sol se desparrama entero sobre la bahía como si estuviera agonizando. Ludolf Backhuysen vivía en Emden, una ciudad que por entonces pertenecía al Reino de Hánover. De chico caminaba descalzo por esa enorme playa soñando con atravesarla, dejar atrás la calma ensenada y vivir la tempestad mar adentro.
Sabemos poco de Backhuysen. Sabemos, sí, que nació en Emden el 28 de diciembre de 1630 y que el primer trabajo que tuvo fue de aspirante a contador. Sus maestros le descubrieron una elegante caligrafía y facilidad para la aritmética, entonces terminó en Ámsterdam contándole el dinero a un opulento comerciante llamado Guillelmo Bartollotti. Pero algo pasó en ese camino al éxito y se torció de la peor manera: quiso ser artista. ¿Qué palabras habrá usado para convencer a su familia?

Hay dos biografías. Una es de Arnold Houbraken, de 1753. La otra, de Gerlinde de Beer, de 2002. Esta última se nutre de la primera y de una serie de documentos familiares que un descendiente legó al Rijksprentenkabinett, la Imprenta Nacional, en 1905. Se trata de un libro que, pese a su gran contribución, asegura Lawrence O. Goedde, tiene una “tendencia a la exageración o la inexactitud en los detalles”. ¿Será una cosa producto de la otra, es decir: la fascinación emerge de la poca información?
Estamos frente una historia recortada, llena de lagunas. Un pintor con una vasta obra que explora a fondo el género de la pintura de marina y suma unos seis autorretratos muy ambiciosos. En ellos hay un consciente componente autobiográfico. Como si supiera que el tiempo borraría los datos, que al futuro no le alcanzaría con observar sus obras figurativas, entonces era necesario dejar en pie una representación acabada, una pintura del yo. En esas seis obras se lo ve siempre soberbio y altivo.

Hubo un tiempo contiguo en que uno tomaba alguna cosa de este mundo y simplemente no sabía qué era. Visto desde esta parte del tiempo, ese desconocimiento luce precioso. ¿Nostalgia? No, no, es otra cosa. Uno entraba a una librería de usados, se pasaba las horas navegando entre anaqueles, aspirando todo tipo de ácaros, encontraba un libro y si el nombre de su autor, de su autora, lo desconocía por completo, ahí terminaba la historia. No tenía un asistente robótico espiando en su bolsillo al cual preguntarle.
En la ancestral era pre internet el mundo aún se sospechaba inabarcable. Desconocer la mayor parte de él era lo obvio. Recuerdo contarle a un amigo sobre un libro que había conseguido en la calle Corrientes, un breve poemario con metáforas de animales salvajes y desesperados anhelos eróticos. Nadie había escuchado nunca el nombre de esa poeta. En la solapa, su foto: tenía rastas. Mi amigo me sugirió buscar su nombre en el registro de deudores morosos. Desistí. Mejor las trampas literarias que las fiscales.

Ludolf Backhuysen comenzaba siempre como un bosquejo. Se sentaba en la costa y, con lápiz y papel, boceteaba el horizonte, la línea divisoria: el sol, las nubes, los pájaros, arriba; el mar, la gente, los barcos, abajo. Después agudizaba la vista y centraba su atención en las olas. ¿Cómo se dibuja una ola? ¿Cómo se congela con el trazo lo que solo existe en el movimiento? Ya no alcanzaba con la mirada panorámica, había que atravesar la playa, dejar atrás la calma ensenada y vivir la tempestad mar adentro.
Se subía a un bote y remaba y remaba hasta quedar en una zona lo bastante alejada como para sentirse a la deriva y lo bastante cercana como para poder regresar con vida. No eran las olas lo único que le interesaba. También la intensidad en las alturas, las tormentas, y ese romance eléctrico entre el cielo y el agua. Hay que imaginarlo a Ludolf aferrado con las dos manos al descontrolado bote, empapado por la lluvia, observando —y memorizando— cada detalle de esa escena caótica y perfecta, de ese gran enigma.

Los muertos todavía nos hablan. Algunos, incluso, gritan. Los que fallecieron en los últimos años han dejado un tendal de información. Como en La invención de Morel de Bioy Casares, en los perfiles de las redes sociales cada muerto sigue con vida, reproduciendo en loop su presencia holográfica. Son las salas del museo digital, donde cada muerto expuso para siempre su obra autobiográfica. Todos hablan; algunos, incluso, gritan. Los anónimos de la ancestral era pre internet asimilaron el silencio.
No hay muchos más datos que los que siguen: que estudió con Allart van Everdingen y con Hendrick Jacobsz Dubbels, que recibió la visita de Cosme II de Médici y Pedro el Grande, que abrió una galería en el ayuntamiento de Ámsterdam y que al volver de un viaje a Inglaterra, al bajar del barco, a las pocas horas o a los pocos días, murió. Eso fue el 17 de noviembre de 1708, en Ámsterdam. No queda mucho más información que esa. Lo demás está en lo que él mismo dejó, su obra. Hay que leer su vida en ella.

El hombre del que conocemos mucho de su obra pero poco de su vida baja del barco. Su salud no soportó el viaje como imaginaba. ¿Toce? ¿Vomita? ¿Tiene fiebre? Tiene 77 años. En el Sacro Imperio Romano Germánico y en aquella época, era mucho. Recostado en la cama, con un pañuelo frío en la frente, se apaga de a poco. Aún saborea el recuerdo del viaje último: las grandes olas, las intensas tormentas, la tempestad. Quizás, en el final, en el último suspiro, develó el enigma del romance eléctrico entre el cielo y el mar.
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